Daniel García Helder
En el campo de los Arocena
Y a la vuelta del granero, tres
ratas de oscuro y húmedo pelambre, rudas, ojos de confite, que salen despedidas
por la boca de un desagüe, una atrás de otra, como por un recto. Hace apenas un
instante, sus patitas apuradas en la cañería rat ra rat, rat rat. Y al dar la
cara chillan de codicia entre las tres un solo chillido, corto, agudo y
ascendente, dirigido a nadie.
Diógenes descalzo no hubiera
pisado este potrero sin compadecerlas, chapuceras de cloaca entre caldos
fecales robando el grano a las gallinas, qué más, cavando tímeles con sus
pezuñas de sirvienta, y de noche silbando para medir el tiempo que las
despabila, ennegrecido. Pero todavía hay luz y envueltas en su propio vaho de
peste se las ve correr en dirección al molino, donde un cúmulo de malvas
arbóreas recibe la descarga de una nube de polvo.
Aspas quietas en el fin de semana
esperando lluvia. En el tanque australiano, las hojas se pudren con el agua
abombada. Una camioneta por el camino de los plátanos, el verde seco, el ocre y
la monotonía de las plantaciones, más nubes de borra en lento desplazamiento
comprimido. Y si se vuelve los ojos, una tras otra ensartadas en un hilo de
mofa trepan al penacho de una palmera; el tronco está enredado de tallos de
hiedra, los cabos truncos de las hojas caídas parecen estacas.
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