26 de abril de 2014

Zbigniew Herbert





















Sobre la postura erguida



1

En Útica
los ciudadanos
no quieren defenderse

en la ciudad estalló la epidemia
del instinto de conservación

el templo de la libertad
se trocó en rastro

el senado delibera
cómo no ser senado

los ciudadanos
no quieren defenderse
asisten a acelerados cursillos
de genuflexión

pasivos esperan al enemigo
escriben aduladores discursos
entierran el oro

cosen nuevos estandartes
inocentemente blancos
enseñan a los niños a mentir

abrieron las puertas
por las que ahora penetra
una columna de arena

por lo demás como de costumbre
comercio y copulación


2

Don Cógito
querría estar
a la altura de las circunstancias

esto es
mirar al destino
directamente a los ojos

como Catón el Joven
mirad en las Vidas

no tiene sin embargo
espada

ni ocasión
para enviar a su familia a ultramar

espera pues como los demás
pasea por la insomne habitación

contra los consejos de los estoicos
querría tener el cuerpo de diamante
y alas

mira por la ventana
cómo el sol de la República
se aproxima al ocaso

le quedó poco
en realidad sólo
la elección de la postura
en la que desea morir

la elección del gesto
la elección de la última palabra

por esto no se tiende
en el lecho
para evitar
ser estrangulado mientras sueña

querría hasta el final
estar a la altura de las circunstancias

el destino le mira a los ojos
en el lugar donde estaba
su cabeza


(1974)



Versión de Xaverio Ballester



25 de abril de 2014

Félix Grande

 



















 
MIENTRAS DESCIENDE EL SOL...


Mientras desciende el sol, lento como la muerte,

observas a menudo esa calle donde está la escalera
que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad; fuma y se asoma
hacia la calle desviada; sonríe solitario
a este lado de la ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre; una hora larga llevas
viendo tus propios movimientos,
pensando desde fuera, con piedad,
las ideas que en el papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin de una estrofa,
que es muy penoso ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa de mirar la mirada,
como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi enferma de tan lejana,
se sumerge en la noche
como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos caminantes pausados
se dejan agostar por la distancia; entonces
el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.



21 de abril de 2014

Alfonso Costafreda



















Canto I

 
Ha muerto mi padre.


Se repite su ausencia cada día


en el hogar vacío.


Yo pregunto,


y además de la ausencia y además


de perder los caminos de esta tierra,


¿qué es la muerte?

Yo te pregunto, padre, ¿qué es la muerte?


¿Has hallado la paz que merecías?


¿Encontraste cobijo en nueva casa


o vas errante, y sufres bajo el frío


del invierno más grande, del total


desamor?

Yo te pregunto, padre, si son algo


los muertos, o si la muerte es sólo


una inmensa palabra que comprende


todo lo que no existe.





16 de abril de 2014

José María Fonollosa



















No a la transmigración...


No a la transmigración en otra especie.
No a la post vida, ni en cielo ni en infierno.
No a que me absorba cualquier divinidad.

No a un más allá, ni aun siendo el paraíso
reservado a islamitas, con beldades
que un libro garantiza siempre vírgenes.

Porque esos son los juegos para ingenuos
en que mi agnosticismo nunca apuesta.
Mi envite es al no ser. A lo seguro.

Rechazo otro existir, tras consumida
mi ración de este guiso indigerible.
Otra vez, no. Una vez ya es demasiado.




13 de abril de 2014

Potemkin ediciones Núm. 6

                                  
                                                


                                                             POTEMKIN EDICIONES NÚM. 6
                  

                      


6 de abril de 2014

Óscar Oliva





 









 
Piedra arenaria
 

QUE SE LO COMAN TODO, y acabemos. Que se lo traguen,
     entre gritos, a patadas, desde adentro de una
     madre, revolviendo el agua del nacimiento.

En la escritura que arrojo por los hombros no hay más
     que una presión, un alud de años, un mirar que
     aprieta y sofoca, unas palabras que no tienen
     acomodo en ninguna parte, unos papeles con ruidos,
     con gruñidos, cuando una sartén se ha roto por
     el mango, cuando te esponjaste como una gallina,
     cuando cubriste el espacio que te correspondía
     sin ser águila, cuando te pusiste a sanar del
     ala seca, cuando te arrastraste a donde sonaba
     la claridad.

Salgo, como he salido tantas veces, al aire descascarado,
     con la camisa babeante, con la manga tiesa, y
     la nuca sudada.


Alguien se retira de mí, a otro rincón, siguiendo la
     sombra de mi mano que se desliza como un tren.
     He caminado siguiendo a mis pies, he tropezado
     con mis cejas. Me doy cuenta que el papel es
     carne y que no hay fuego en esa caverna, que el
     frío va entumeciendo sus ojos; descoyunta sus
     rodillas, lo hace pedazos.

Todo empuja a arrancar, a crepúsculo embrocado, todo
     camina en gestos, en grava. De un lugar a otro,
     luces morroñosas, sábanas de antigua agua. Mi
     camiseta se quema para florecer a solas. Camino
     sobre de una uña, como en el mar. ¡Zumban, tumbados,
     los aguaceros!


En la tiesura de las cigarras, sus secas alas alargan
     el cielo, hieren su antebrazo. La navaja del
     vuelo se oxida en mi garganta.


¡La señal! Y enmudecí siguiendo la luz de una lámpara.
     Me eché para atrás como quien quiere detener a
     la noche, junto a las polvosas palomas de las
     vigas, como si alguien me arrancara de los hombros
     y clavara mi cabeza en una pica, con una palabra
     reventada en el puño.

No podía creerlo entre los restos de comida, entre
     botellas rotas, en cada uno de los cabellos del
     relámpago que mostraba sus ojos de ira, sus labios
     de ultraje. Lo dije tantas veces sobre los carbones
     prendidos debajo del comal, lo repetí a las cuatro
     paredes de una habitación, lo reproduje en las
     hojas que el tiempo ha podrido, mascado, y en
     la lluvia que mira sobre los campos la fértil
     acometida de las hierbas.

¡La vena a punto de reventar, hinchada en el esfuerzo
     caudaloso! ¡El ojo que salpica cuando no hay nadie!

Poso la mejilla en el vientre de la estatua de sal,
     la que sintió pasar un pájaro dentro de una gota
     de ámbar, y siento el vuelo mojado de una mujer,
     aire que me baña.

Sobre los huesos de los codos me levanto, para emparejarme,
para estar despierto. Desde esta posición veo
todo lo que he dejado atrás, mientras termino
de comer, cuando un halo baja hasta mi frente
y me anuncia que ya va a amanecer, entre pétalos
arrugados.

Me levanto a través del cielo áureo, con letras incompletas.



Reinaldo García Blanco




















No morir hasta haberlo visto todo 


Mi mujer cantando Alfonsina a las diez de la noche 
Unas muchachas recostadas a los médanos 
Un poeta robándose las obras completas de Severo Sarduy 
Tres prostitutas en Medellín que me confunden con un nicaragüense 
Un ciego de espaldas al mar 
Fayad Jamis leyendo El ahorcado del Café Bonaparte 
Una librería con todo Borges y Los alimentos terrestres de Gide 
Un pingüino muerto en las costas de Talcahuano 
Otra vez mi mujer haciendo pajaritas de papel 
Mi madre tendiendo unas sábanas blanquísimas 
Un policía leyendo a Rainer María Rilke 
Thiago de Melo y María de Aparecida preguntándome por Cuba 
Mi padre a punto de morir bebiendo té con bergamota 
Una mesa llena de uvas negras y otras ambrosías desconocidas por mí 
Tres mendigos sonrientes en la Avenida paulista 
Dos revistas Orígenes en la Librería Renacimiento 
Unas vacas nadando en el mar de Manzanillo 
Un tren francés roto en las llanuras de Camagüey 
Un vendedor de agujas con poemas publicados 
Un ciervo herido que busca en el zoológico amparo 
Mi hermana a la salida de un quirófano 
La Plaza de la Revolución vacía y oscura 
Los muros del Moncada a las tres de la tarde y en agosto 
Esto he visto yo y espero no morir hasta haberlo visto todo.