24 de junio de 2014

Giorgio Manganelli






















Un señor que poseía un caballo
 

Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera  como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.



Centuria. Cien breves novelas-río (Centuria. Cento piccoli romanzi fiume, 1979), trad. Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1990, págs. 57-58.





22 de junio de 2014

Giuseppe Ungaretti
















No clamen más

Dejen de matar a los muertos,
No clamen más, no clamen, 
Si los quieren seguir oyendo, 
Si desean que no perezcan. 

Su susurro es imperceptible, 
Nunca hacen más ruido
Que la hierba al crecer, 
Contenta donde no pase el hombre. 





18 de junio de 2014

Potemkin ediciones núm. 7



                               








16 de junio de 2014

Alejandra Pizarnik


















Cementerio


Había un hombre que vivía junto a un cementerio y nadie preguntaba por qué. ¿Y por qué alguien habría de preguntar algo? Yo no vivo junto a un cementerio y nadie me pregunta por qué. Algo yace, corrompido o enfermo, entre el sí y el no. Si un hombre vive junto a un cementerio no le preguntan por qué, pero si vive lejos de un cementerio tampoco le preguntan por qué. Pero no por azar vivía ese hombre junto a un cementerio. Se me dirá que todo es azaroso, empezando por el lugar en que se vive. Nada me puede importar lo que se me dice porque nunca nadie me dice nada cuando cree decirme algo. Solamente escucho mis rumores desesperados, los cantos litúrgicos venidos de la tumba sagrada de mi ilícita infancia. Es mentira. En este instante escucho a Lotte Lenya que canta Die dreigroschenoper. Claro es que se trata de un disco, pero no deja de asombrarme que en este lapso de tres años entre la última vez que la escuché y hoy, nada ha cambiado para Lotte Lenya y mucho (acaso todo, si todo fuera cierto) ha cambiado para mí. He sabido de la muerte y he sabido de la lluvia.




15 de junio de 2014

Ítalo Calvino























Las ciudades y los intercambios 1


A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es solo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes”- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.



Oliverio Girondo






















Si hubiera sospechado

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que
nos echó a perder los últimos momentos
cerramos los ojos para dormir la eternidad,
empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas!
¡Qué carencia absoluta de compostura!
¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados,
en plena catástrofe conyugal,
daría una noción aproximada de las bataholas
que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón,
los de al lado se insultan como carreros,
y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza,
se oyen las carcajadas de los que habitan
en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con derecho
a manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir
durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con
enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco
minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos
interioriza de lo que opinan sobre nosotros
todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios,
las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde,
nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio,
que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira, esas humillaciones, ese continuo
estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y silencio.

Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de
síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío.
Imposible asirse a alguna cosa, encontrar un asperosidad a que
aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su
diapasón. La atmósfera se ratifica cada vez más, y el menor
ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo
que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota con los
obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que
persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir, y cerramos
los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros
párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!






13 de junio de 2014

Germán Crómlech: tres sonetos














 
Las estratagemas del coyote

Con cuchillo y tenedor se persona
mas presa que cautiva siempre escapa:
tan rápida saliéndose del mapa
use ingenio, que desierto en Arizona

Roca que no cae, fe ciega fisgona,
bomba con retraso, red que no atrapa,
cañón desviado, la no hundida zapa,
muelle liante, fracaso ayuda peleona.

Mientras come señuelo y trampa en fallo
alguien negro tan lejos de su blanco
enriquece a la casa Acme sin desmayo.

Castigada salud en genio estanco
-de infortunios reo, de hambre vasallo-
más pensar profundo… abajo en barranco


Barbaridad del barbarismo

En discurso mayor golpe en sorpresa,
con jerga extraña mis orejas abro,
no merece equivalente el palabro,
no llega a tradición en traición pesa.

Te crees cultivado, en tierra inconfesa
surcos en estupor de frente labro,
con tu sed de lenguas en descalabro
ni usas la tuya ni sigue la inglesa.

Te atribuyes poder de gran secreto
y en mundo complejo bajar cabeza
rendido a armas de exótico amuleto.

Mal bache y traba, perdida llaneza:
por tus ancestros un nulo respeto,
por tus hijos un mucho de pereza.


Foto-Finish

Perenne absurdo, detenido gesto,
un ideal vacuo, la inútil fiereza,
una extraña y artificial belleza,
voz rota, lo que tumba ardid enhiesto.

Una historia con infiel palimpsesto,
corazón quieto, ojo cristal que empieza,
garra en borrada huella, huera cabeza,
la muerte con obsceno manifiesto.

En taxidermia luce escaparate
sin entrañas excesivo recuerdo,
con sombra inmóvil en terco debate.

Piel cual sudario de atleta ahora lerdo,
joven engaño, peligroso acicate
diciéndome de continuo cuánto pierdo.