6 de noviembre de 2007

José Lezama Lima


















(Ensayo)



CORONA DE LAS FRUTAS



Bastaba en lo quede la prisa o madroñuelo, un grano de pulpa para que aromoso se esparciera por toda la noche de la doncella. Había en ese buen olor como una conseja del diablo, como la bolsita que abandona cuando tiene que saltar por los campanarios. Delicia momentánea de lo infernal, abejas del gusto frente a la avutarda de la estancia perenne, un instante frente a una bocanada fría. Antes de venir la fruta a calmar o exacerbar el mediodía inmóvil, era también un arquetipo para los sentidos de interrogante felpa. La fruta, antes que una provocación del gusto, era una coronación de los sentidos, un triunfete de la mansión, al lado de los cuernos del caracol, la curvatura de la hoja, la espina de oro, la oreja. En las vicisitudes de lo frutal, primero la emanación olorosa, pensamiento de un demiurgo que fue de la corteza del dios fluyente.
En la exquisitez de sus agriculturas a lo divino, San Francisco de Sales nos toca con su sabiduría, cuando nos recuerda que si en la lasca lunada de una almendra, grabamos un nombre y lo ajustamos de nuevo a su nuez, todo el fruto repetirá el secreto allí impreso. Parece como si en la almendra hubiésemos deslizado el nombre de María. Y todo el nombre dijese y alzase la que de sus entrañas dio un fruto. La alabanza y la parábola repleta, la alianza de la húmeda sombra y del huevo solar, los dones habladores en la canasta de las ofrendas, al lado de un Hermes priápico, que parece responder a la risotada con la cascada semioculta.
Cuando revisamos la maravilla frutal en manos de un cronista de Indias, nos parece contener, junto al penacho del faisán alabancioso, como una decepción comparativa. Como quien elogia una piel, pero sueña con un reverso pecoso. Uno de esos cronistas alza el mamey, celebra el rugoso leonado y el suave infierno absorto. Subraya que el hueso tiene "el color y la tez de las castañas injertas mondadas; luego está antes que la pulpa, previo en la ajena golosina de la navidad, y ninguna cosa faltaría para ser las mismas castañas si aquel sabor tuviese". Está todavía en el recuerdo barroco del gongorino erizo, el zurrón de la castaña. En medio de la pulpa americana, busca el cronista la convicción de la almendra amarga, la compresura de la corteza que la fruta alzó por lo terrosa.
Pero el cronista va orientando su navegación de olores, en persecución de las dimensiones de la tipicidad americana. La guanábana, gorgona sin misterio, chorrea nectarillos y hormigas. Ascendió bondad albina, mariscala azucarada, basta ya el rasguño para limpiarle la corteza. Apunta el cronicón: "aunque un hombre se coma una guanábana de éstas, que pese dos o tres libras y más, no le hace daño ni empacho en el estómago". Aquí el horno de las transmutaciones pudo llevar la pulpa azucarada al mismo Pegaso sanguinoso, aumentó el horno porque se lanzó en combustión la misma cabeza de árbol, hablando con una vocecilla de alquimia dulzaina, terrón por lo melosa.
En el ondular americano parece como si la naturaleza hubiese alcanzado los frutos de la sabiduría. Aquí el fruto se ha sacado la magia o la maldición para amigarse con las virtudes salutíferas. Si una mujer en el menstruo, nos dice la graciosa sabiduría de Plinio el joven, pasea por debajo de un árbol, los frutos aún verdeantes, se desprenden inservibles. Por nuestras planicies parece como si el fruto oyese la melodía de una sangre, que no enemistó, la criatura con la naturaleza, sino por el contrario, parece como si el juego ascensional, que descansa en la fruta, sintiese las vueltas circulares de una sangre, que transparentó hasta el límite el misterio de una dependencia, al organizar el espíritu de una naturaleza invisible, pero exasperada y clamante. Logra así el fruto como la ley del traspaso de una plenitud sucesiva. En esa cosmogonía el fruto se forma en una naturaleza, ni naturalizada ni naturalizante, pero que forma parte del balido, de la sucesión del oleaje de la respiración de los astros, de la dilatación de las plantas, prolongados dictados donde la sucesión de la plenitud de las formas logra inscribir la posibilidad de una aventura que camine dándonos la espalda.
De la medianoche del desierto, dice el profeta Jeremías, viene el agua turbia, que da los melones del retortijo. De la posibilidad americana, viene un agua ejercitada en adentrarse como un buñuelo por las entrañas de la fruta, redondeándose en la obesidad fuerte del luchador japonés. Los antiguos descifradores de lo estelar ponían en sujeción con el planeta Júpiter, lo dulce, la sangre, lo verde y cetrino. Claros signos de lo americano junto con un agua ligerísima, llevada por la pimienta solar, que se adueña como en el sueño de la carnosidad de la fruta, destilándose un humor, que hace que el sabor se rinda a la pesadumbre de la pulpa, al mismo tiempo que un escozor se extiende por el marfil, la costa de las encías y el cuenco lingual.
Cuando en el tratamiento barroco de las frutas, un Góngora se acerca a la opilada camuesa, subrayándole que pierde el amarillo ante el acero del cuchillo, o un canónigo Soto de Rojas, encuentra que el melocotón al ser cortado sangra, tienen ambos que ir a una marcha verbal, en donde la exageración de los primores, revela que el exceso está en la verba, que subraya un encuentro menor, una golosina de melindres. Pero en el paisaje
americano, y ahora lo insistimos de nuevo, lo barroco es la naturaleza. Es decir que si un papayo, mantequilla de las frutas, o una guanábana, plateado pernil de la dulzura, recibiese el tridente de la hipérbole barroca, sería un grotesco, imposible casi de concepción. Lo barroco, en lo americano nuestro, es el fiestón de la alharaca excesiva de la fruta, lo barroco es el opulento sujeto disfrutante, prendido al corpachón de unas delicias, que en las miniaturas de la Persia o Arabia, eran sopladas escarlatas, yemas de los dedos, o pelusillas.
En la clasificación arbitraria de nuestras frutas, las hay en las que predomina la pasta lunar, con líquido azucarado, como caimitos, con sus ribetes de monseñorato, o la derramada guanábana. Las hay con el mismo líquido aljofarado labrando la tierra, como el mamey, que atolondra al extranjero, brindándole por el color un infierno cordialísimo. Hay las grandes bandas frutales, tan vehementes como las dos familias de gatunos y caninos, los que alzan el mamey sobre la piña. No soy yo de los que me encuentre en esa banda del gusto, que sigo manteniendo como la postura de1 triunfo de la piña, dicho por todos los citaredos. Su corteza no es de las que ceden al rasguño, antes bien sus escamas parecen guardarla hasta de la caída al mar. Su pulpa hay que reencontrarla con el cuchillo, librándola de unas tachuelas que están como ijares que acicatean la perfumada evaporación. Llevarla al gusto, en el punto donde su dulzor proclama, es ya una muestra de saber trabajar los manjares. Su perfección sutilísima es tan grande, que es como una visagra con su corrupción. Cuando el color cremoso de la masa comienza a trazar como unos eclipses y oscurecimientos, parece que convertidos en sombra nos deslizamos por las estalactitas del paraíso. Desde Carlos V hasta Talleyrand, nombres de clásica robustez o de la demoníaca exigencia, han proclamado la extensión de sus dominios en el cielo del paladar.
Los cronistas de aguacate llaman pera, sorprendidos de esa mezcla de almendra y de pera, de aceite y de misteriosa linfa. Don Juan Montalvo, le llama con desdén carne de perro vegetal y la rehúsa en sus banquetes. Qué horror. Deslumbra tanto como la piña, aunque su carne es muy a lo humano. Gran asimiladora de la lluvia, la piña se le adelanta por su absorción del rocío del amanecer. Pero hay un rocío de la medianoche, casi lluvia de caladillo, que parece irle derechamente a la entraña del aguacate. Esta natural retorta de almendras, regala todos los días de medio año, el puré cotidiano de lo maravilloso incorporado.
Como esos combates entre divinidades lunares y solares, tan frecuentes en la India, el mango guarda en su corteza como la diversidad de una paleta crepuscular, o unas valvas moluscoidales de amanecer. Medialuna morada, espirales amarillos, crecientes verdeantes, guardan el ofrecimiento de una pulpa solar acompasada. El yodo que decanta, prez de los capilares, está en las muscíneas de los comienzos. Yodo de algas, de estrellas de mar, de holoturias que chillan los bandazos de la marea. Cuando nos enteramos que dio cuatro frutos el primer árbol de mango sembrado, que fueron vendidos a onza cada uno, precisamos la magia equivalente de aquella contratación, un oro de pulpa, que era cambiado por un oro de fiducia. El precio del sabor de este fruto, guarda siempre como la nostalgia de aquella onza. Nuestro gusto paga siempre una onza por este asombro de germen solar.
En un trópico que no es el nuestro, el de Pablo y Virginia, el crecimiento de un árbol es la marca de una ausencia. En el nuestro, el árbol frutal forma parte de la casa, más que del bosque. Forma plena la de la fruta, es la primera lección de clásica alegría. Es un envío de lo irreal, de una naturaleza que se muestra sabia, con un orden de caridad, indescifrable, que nos obliga a ensancharnos. No dan esas frutas por la incorporación, una plenitud más misteriosa que la imagen en el camino del espejo. Si tapásemos todos los espejos, por donde transita la muerte, las frutas de nuestro trópico, al volver a los comienzos, alcanzarían la plenitud de su diálogo en ese tiempo mitológico. Son un eco, no descifrable, de la dicha total interpretada. Preludian el árbol que acoge la transparencia del ángel, las conversaciones del hylamhylam con el colibrí.

Lunes de Revolución. La Habana, diciembre 21, 1959
(Recogido en Imagen y posibilidad)

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