19 de enero de 2009

El hundimiento del Titanic

Hans Magnus Enzensberger


Traducción de Heberto Padilla (tomado del libro homónimo)



Canto III


Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
Mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!

Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo –es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años-
los extrañamente esperanzados días de la euforia.

En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestros pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.

Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más –es difícil especificar
qué era realmente- y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria por estrenar.

En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven – ¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar –pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.

Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.

Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
-hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.

Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos –yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo-
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.



Canto IX


Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos
en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto,
el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla
endurecidas por el sudor y la melaza: ¡qué gente tan superflua!
En las entrañas de La Habana la miseria ancestral
continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja
y vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde,
la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes
se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche
“el pueblo” hacía paciente cola para comer pizza.
Pero en el Hotel Nacional, en los salones frente al mar,
donde hace mucho tiempo solían cenar los gangsters, los senadores,
con emplumadas reinas del striptease
sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina,
deambulaban ahora un puñado de trasnochados
trotskistas de París, que se sienten
“dulcemente subversivos”, tirándose unos a otros bolitas
de pan y citas de Engels y Freud.

Cena 14 de abril de 1969
(Año del Guerrillero Heroico)
Cóctel de langostinos
Consomé Tapioca
Lomo a la parrilla
Ensalada de berro
Helados

Más tarde emergían en cubierta, en blanco y negro,
unos cuantos jugadores vestidos de etiqueta,
y damas en largos vestidos con perlas, ante mirones
en albornoz que lanzaban trozos de hielo al descuido,
poco antes de medianoche, en una película de Hollywood.
Era cerca de medianoche, el aire estaba húmedo y cálido.
Niños semidesnudos invadían el destartalado cine
en la Calzada de San Miguel, riendo y trepándose
en las butacas sucias. La imagen era sombría y borrosa,
el sonido era rayado: una copia malísima.
En el blanco entablado de cubierta, Barbara Stanwyck
saltaba de una lado a otro con Clifton Webb, las imágenes danzaban,
y de pronto, como siempre, de la necesidad surgió el caos.
No olvides el revólver, querido, piensa en
tus esmeraldas, en los sándwiches,
en tu manuscrito. Y tú, lleva la Biblia,
y tu pequeño cerdito de hojalata que toca “Másese”
cada vez que le tuerces el rabo, tu pequeño cerdito
de hojalata de colores, ¡qué no se te olvide!

Delegaciones. Mulatas. Comandantes. En el comedor
los hambrientos poetas de Paraguay siguen discutiendo
con los trotskistas en una nube de tabaco.
En las escaleras de incendios, los jóvenes delatores
que tararean suaves rumbas y los checos
con sus relojes y sus negocios sucios.

Incluso antes que el miedo, te golpea el ruido como un puño. El oído
agredido no puede asimilarlo. Son tus pies los que te advierten:
El caso rechina, un vapor estruendoso sale de las chimeneas.
Las calderas se apagan, las mamparas caen,
los motores se detienen. Ahora todo está quieto,
súbitamente quieto. Una sensación de modorra,
como si uno hubiera despertado de una pesadilla
a las cuatro de la madrugada en la habitación del hotel,
y escuchara atento. No hay señales de vida.
Hasta el frigorífico está en silencio. Con gusto
acogeríamos ahora cualquier sonido,
un chasquido de la caldera,
un ladrón, un registro de la policía…
Nunca volverá todo a estar tan seco y quieto como ahora.



La Habana 1969-Berlín 1977

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