23 de junio de 2011

Julio Mitjans
















Calle Crespo

Son las calles de las estampas, las citas del lugareño. El río de otra conversación las va recobrando, confines que atraviesan  derroteros ilusorios,  se avizoran de pronto, de repente llegan como si estuvieran al acecho, pasajes en los que una noche a la discreta luz del vecino me robabas la vida.



***


Una vida respetable

Del otro lado de la bahía, le esperan una esposa amantísima,  los hijos  preguntan por sus golosinas, los hombres del barrio de vez en vez le requieren por sus piezas diseñadas para suplir alguna carencia, para aliviar la pobreza. Partidas de dominó llenan sus noches, y alguna historia le dice a los hijos antes de dormir, como en las películas, así lo ha visto, un padre sobre el que descansa el hogar. Nadie sospecha el acontecer de sus tardes, se pierde entre la gente, busca unos brazos fuertes, en los que ahoga un deseo semejante, a veces es infructuosa la cacería, ya no tiene veinte años, el vigor comienza abandonarlo, entonces llama la puerta que antes cerró porque él quería más,  un hogar, unas paredes que le devolviesen las sonrisas de los pequeños, una mujer, una vida respetable.



***


Felino

No dejé de buscarlo, de cada hallazgo fui haciendo otra ciudad tras el eco de sus actos, no podría decir si  el vicio ó la sobrevida  tocaban a su puerta,  no podría decir ya no lo amo;  de entre los escombros aún se abre paso cierta confianza, cierto abandono sostiene mis horas, se deja sentir como un bolero lacerante,  como el insistente llamado de un felino que muerde la mano que lo alimenta.


*** 


Primera de Ancestros

Se confunden las palabras hacia el este, sólo queda mar abierto.
Un refugio de cadáveres cruza entre los barcos  y se escuchan nombres antiguos, Txinga,  es  decir nuestra última dignidad,  y el viento desnuda las palabras, ya no dicen lo mismo  que en el lejano litoral, una danza de caminos secretos se abre paso en la inmensidad, una danza que sólo encuentra reposo en el sentimiento. Cada uno de nosotros se asoma a la misma procesión,  al ulular traicionero que desnuda nuestros huesos en medio de la travesía, ha sido sedienta la espera mientras el suicidio se cebaba en nuestros jóvenes más bellos, ellos no pudieron ser braceros, no pudieron abrir los ojos sin la luz de la tierra semiárida,  sin el ímpetu de la intrincada danza, ellos no pudieron abrazar al hermano como un soplo de esperanza.
Se confunden, pasaron muchas  lunas, mucho mar  de insistente ritmo, y nuestros huesos desnudos  esperando florecer otra vez en medio de la ceniza y la traición,  ya las palabras no fueron lo mismo, otra dignidad aguarda, otro gesto descubre un rostro en medio de las cuatro esquinas, donde el viento bate y ya nadie se atreve.

20 de junio de 2011

Adrienne Rich























Arden papeles en vez de niños

Estaba en peligro de
verbalizar mis impulsos éticos
hasta hacerlos desaparecer.
              °1-Daniel Berrigan,
en el juicio, en Baltimore.




1

Mi vecino, un científico coleccionista de arte, me llama por teléfono en un estado de violenta emoción. Me dice que mi hijo y el suyo, de once y doce años, han quemado el último día de clase un libro de matemáticas en patio trasero. Le ha prohibido a mi hijo ir a su casa durante una semana, le ha prohibido al suyo salir durante ese tiempo. «Quemar un libro dice- me produce sensaciones terribles, recuerdos de Hitler; hay pocas cosas que me disgusten más que la idea de quemar un libro».
             
Allí otra vez: la biblioteca, amurallada
con Britannicas verdes
Buscando otra vez
en las Obras Completas de Dürer
MELANCOLÍA, la mujer desconcertada
             
los cocodrilos de Herodoto
el Libro de los Muertos
el Juicio de Jeanne d'Arc, tan azul
Es su color, pienso
             
y se llevan el libro
porque sueño con ella con demasiada frecuencia
             
amor y miedo en una casa
conocimiento del opresor
sé que duele quemar.




2.

Imaginar un tiempo de silencio
o pocas palabras
un tiempo de química y música
             
los hoyuelos por encima de tus nalgas
que mi mano recorre
o el pelo es como la piel, dijiste

una época de largo silencio
alivio
procedente de esta lengua el bloque de caliza
un hormigón reforzado
fanáticos y mercaderes
arrojados a esta costa de verdor salvaje de arcilla roja
que respiro una vez
en señales de humo,
soplo de viento
             
el conocimiento del opresor
éste es el lenguaje del opresor
             
y sin embargo lo necesito para hablarte.

              

Henri Michaux












Un poema de Ideogramas en China: captar mediante trazos


Reducidos, deformados como están, esos caracteres ilegibles, para centenares de millones de chinos no eran, sin embargo, letra muerta para ellos. Es cierto que, apartados de los círculos doctos, los campesinos los miraban sin comprenderlos, pero no sin reconocer el vínculo que los unía a aquellos agiles signos, parientes de los techos curvos, de los dragones y los personajes de teatro; de los dibujos de nubes también y, en general, de los paisajes con ramas en flor y hojas de bambú que habían visto en los grabados y apreciaban.


17 de junio de 2011

Damaris Calderón





















SIN ORÁCULOS

Aquí no está la nieve narrando una parábola.
Nada nos dice el vuelo de las aves
el pájaro de sangre en nuestro plato.
Aquí la piedra es muda es dura y es huraña
hecha para arrojar al rostro de los muertos.
Aquí las caras cuentan su propia historia triste
se empinan hasta el sol
duras de soportar cuando golpean.
Aquí nada devuelve la lengua a su puñal.
Este es el fronstispicio: la  cicatriz amarga
que no habrás de leer.
Caballo condenado al juego de la noria
este es el círculo que no se cierra.
Mastica el pobre pasto de tus días
señales de esta vida que no comunica.


***


MI DIOS QUE BELLOS ERAMOS

Carlos
Omar
Sigfredo
Ängel.
(Aguedita, Nativa, Miguel.)

Yo vi perderse a una generación.

Cinco como las cinco yemas de los dedos,
Como los cinco dedos de la mano
Carlos
Omar
Sigfredo
Ängel
Yo
barridos con las hojas
de un otoño feroz en un país sin estaciones.
Y no hubo guerra grande ni chiquita.
Ni pelotón de fusilamiento.
Cinco
como los cinco dedos
de una mano
amputada.

13 de junio de 2011

Vicente Aleixandre





















LA MEMORIA

Aquí está, delante de esta ermita,
tu figura de niño. El cirio funeral, la cruz
arcaica.
Las cabras lacias que sin luz volvían.
Mudo el mimbre en la noche.

Seras hospitalarias, tristes modos,
no son, oscuras heces
de un ayer ahí varado,
finado; ahí insepulto.

Recordar es obsceno. El ave nace y debe
no volver. La luz, más pura, olvida.
Las aguas ignoran su retorno y despiden
su fulgor hoy, naciendo.
Ah, libertad del día intacto.



Teresa Fornaris

















Dispositio

(o Hasta que se acabe la luna)


I

Una parte de mí no venía en esta idea. Inventé un paisaje. Otro sitio (variante uno). Todo el trayecto el nervio apuntando a la humedad. El pensamiento. Aligerar la conciencia. No nos tocaríamos —la conciencia y yo.


II

Llegar. La mirada. El disimulo (variante dos). Este lugar. Una justificación para la idea. Escondrijo a las diez de la noche, o antes, o después. Mejor variante dos. Lo malo era la vista de los otros. Los acechadores que aguardaban tras lo “nunca se sabe”. Hay que tomar el riesgo y el fondo de cristal antes de llegar al camino.



III

La costa. Sentarse frente al mar. Chateau. Copacabana. La chica de Ipanema. Imposibilidad del tiempo. Temor de la letra. Lo repentino fue el viaje. Y la variante dos. Yo lo agradezco. En otro sitio no podríamos saber.


IV

Como en la mano que camina y una dice “no hay labios, no estaremos dentro, es el límite”. El mar lo mira burbujeante. Tan oscuro. No puede creerme. Respira su rugido sordo. Tiembla. La pregunta ¿Para qué? Pero es inútil. La prohibición no existe como no existe el límite. Otro sonido y cuerdas que han dicho “mírame” pero no es el ojo lo que busca.


V

Raro sabor de la palabra. Entre las piernas. Cualquiera pasa con su perro. Nunca tan cerca de la costa que imaginaba más oscura. Por los acechadores nunca se sabe. Pero la humedad es mayor. La sal está en las manos. En la respiración tan cerca ¿Para qué vine? No es mi conciencia lo que toco.






Gustavo Adolfo Bécquer
















Carta VII  

Las brujas de Trasmoz


Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial es artículo de fe entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece a la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece ser que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz, y viendo con maravilla un punto como aquel, donde, gracias a la altura, las rápidas pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento y tendiendo la mano en dirección a la cumbre:

-De buena gana tendría allí un castillo.

Oyóle un pobre viejo que, apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro, y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

-Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que, arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba:

-Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y esto diciendo le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

-Seguramente -díjole el rey desde lejos y cuando ya iba a doblar una de las revueltas del monte;- siempre con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió, poco a poco, hacia la aldehuela de Trasmoz.

Componían entonces este lugar unas quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y una larga jornada, llegó, al fin, nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse a comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y donde, una vez instalado, comenzó a despachar su pitanza, con tanto gusto y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal prisa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba a trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo, dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación, comenzó a lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste, vinieron otros cuantos, hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo, y les dijo:

-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones ni las fatigas de vuestro ejercicio os distraen de las santas ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente, tarde o temprano, alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra; otros, en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo adónde iría a parar aquella introducción, si no era a pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

-He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto, unos tras otros, venir a muchos hombres a hacer sus abluciones con sus aguas; éstos, por mera limpieza; aquéllos, por hacer lo que hacen todos, los más, por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: «He aquí hombres fieles a su religión. Igualmente lo serán a su palabra». De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos, para comer un pedazo de pan negro. En la magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales de los corredores del campo y pronto a encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente. Tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas. Bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra. Y, por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba, y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase, entre dudoso y crédulo:

-¿Dónde está ese castillo? Que si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas peñas estamos acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos; y creo que, como yo, todos los que se encuentran presentes.

-Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí -respondió el viejo impasible.- Cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

-Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano -insistió el extraño personaje, a quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores- Porque a tal castillo, tal alcaide.

-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma y mirando a sus risueños oyentes con una sonrisa particular- ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a responderle- Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!

Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo a carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que, después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y transparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado a que se ocultase para comenzar a removerse con lentitud como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas iba poco a poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario asomaba la luna redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó a un lado la aldea y, siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó, por último, a la cumbre, cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver a intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado a la primera región del cielo.

Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que, como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo verán claro más adelante debía ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo y un cabo de vela verde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche, que parecía de metal y era a modo de linterna, y a medida que frotaba veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta, hasta que, por último, brotó una llama y se hizo luz. Con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a hojear el libro, que, para más comodidad, había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siríacos, trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese a alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban a la vez y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo particular del caso era que allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo, y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar a los que solo a sus ojos parecían visibles, y, satisfecho, al parecer, del resultado de su primera operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó a dejarse oír, pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, parecido al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando acabada una oración todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes:

-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, corno cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando y poniéndose de pie como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una fuerza oculta e interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chascaban próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que hubiérase dicho que los arrojaban al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, e iban formando una cerca altísima a manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alvéolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

-La obra adelanta. ¡Ánimo! ¡Ánimo! -murmuró el viejo.- Aprovechemos los instantes, que la noche es corta y pronto cantará el gallo, trompeta del día.

Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y, como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo prosiguió:

-¡Espíritus de la Tierra y del fuego, vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes!

Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un rumor sordo y continuo, como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas y se oye, metálico y sonoro, el choque de las armaduras, las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajaban el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir, un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire, arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora barahúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos del terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo y después de poner en un pie, como las grullas, a su servidumbre, se dirigía a los jardines del palacio. Aún no habría pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, y moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas todo fue una cosa misma, y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a los que estaban a su lado, tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda, su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues, con acento de mal disimulado enojo, exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular con que solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera:

-¡Pronto, mi caballo más ligero y a Trasmoz, que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que le han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después no corría, volaba, camino de Trasmoz, seguido de sus capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a lo más alto de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con grande asombro suyo y de los que le seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las alforjas con la misma túnica, raída y remendada, del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, cuando en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su soberano:

-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves, que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, a cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.

-Dad algunos pasos más y le veréis -respondió el alcaide, pues, una vez cumplida su promesa, y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que, al menos en estas historias, tienen fama de inquebrantables, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más; el soberano llegó a lo más alto de la Ciezma y, en efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes; su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

Al llegar a este punto de mi carta me apercibo de que, sin querer, he faltado a la promesa que hice en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz y, sin saber cómo, les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja con conseja, allá va la que primero se ha enredado en el pico de la pluma; merced a ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

9 de junio de 2011

Rito Ramón Aroche

















CARTELES
                                                                                                                                                              
                                   a Greer
                                       a Muma                                                       


La hoja desprendo: ese olor en la tarde, y ese vino.

La hoja asumo. Llama en el hueco.

Llama en el centro, así: tú no escuchas los ruidos.

La marea trabó en cada blusa. En cada funda tramó.

(En  la cartulina aparezco. Manejo. Tú sabrás)

El sol orina amarillo. El sol   - como un crustáceo.



***


Y si aparece. Y si es posible que lo hagas, es (sería) desde el fondo.

—No lo sé.

Supongo habría sido una cantera. ¿El bote?

—Yo…

Ahora parece como si la rellenaran.

(Estaríamos sentados en el Café Bilbao).

— ¿Tendríamos que aprender una y otra vez?

—No entiendo.

Café Bilbao.

¿Supón qué es lo que habría en tiempos como estos, o desde antes, sucedido?




Carlos Martínez Rivas





















V


DICHOS DE AGUR

Tres cosas hay que me han impresionado
y una cuarta sigo sin descifrar:

el choque sin persona de un muerto echado al agua.
Un vitor de volátil o silbato de policía en la selva.
El !clic! de un revólver al montarse.
Y la palabra APORÍA, empleada
por el Dr. Pedro Laín Estralgo en uno de sus ensayos.


***


II


NO

Me presentan mujeres de buen gusto
Y hombres de buen gusto
Y últimos matrimonios de buen gusto
Decoradores bien avenidos viviendo en medio
de un miserable e irreprochable buen gusto.
Yo sólo disgusto tengo.

Un excelente disgusto, creo.

7 de junio de 2011

Caridad Atencio




















Poemas de El libro de los sentidos


Casualmente encontré una de cuando era niña. Un cumpleaños bien cuidado, donde todo era perfecto menos tirarnos las fotos contra el sol. Posaba con ojos cerrados y la mano de mi madre en mi hombro. Había gente querida que envejeció conmigo. La coloqué en la mesa que está a un lado de mi cama. La foto daba justo en mis ojos cuando me levantaba o cuando descansaba sin pensar. La foto, con una niña, que recuerda a mi hija, rechazando la luz. Soñé entonces con ella y un alborozo de juegos en la cuadra, un carro que voló sin freno, una fatal sospecha. Cuando corrí estaba exánime en la acera con ropas que todavía usa y la edad que tengo yo en la foto. Enhebraba otro sueño. Me decían que una vecina que aparece en la foto estaba muy enferma. Respondo que sí, que la noté muy mal cuando la vi. Con mis sueños siniestros corrí donde mi hija y le conté. Porque sólo lo hacía para que tuviese cuidado con los carros, con el tráfico. Fue un día lleno de incomprensión adolescente, de falsos traumas que creó. Comprendí que los hijos se tienen para eso: solucionar un poco el problema que crean. A la mitad del día alguna conocida me dice que otra vecina estaba muy enferma. En menos de dos horas supimos de su muerte. Y la foto continuaba allí, transmitiéndome, sin yo saber, sus ojos apretados, su obstáculo para las cosas que no transcurrían. Se detuvo el flujo de palabras, la intención, se retenía el menstruo sin causas aparentes. La casa era un hervidero de silencios constreñidos, ausencias, presencias insufribles. No conciliaba el sueño. Me inculpaba. Al final era la víctima y la causante de todo. Me levanté, miré la foto. Como intuyendo algo la regresé a su agenda. En el espacio vacío y lleno como un anillo respiré y recibí mi sangre.

***

La maternidad no es para las que tienen tu cerebro y tus aspiraciones. Procúrale un camino a tu cuerpo ingrato.

***

Y pasar por la mesa. En múltiples amaneceres decir estoy con abundancias. Los vecinos deseaban que corriera al hospital. Siempre decía que no.”Tráeme unas hojas de barquito.” Y le hacía una infusión. Luego pasaba muchas horas durmiendo hasta que iba al baño y musitaba llama a Ramón y a Carmen. El dueño de la máquina y la vecina la llevaban a hacerse un legrado. Quedaba sola, a la vista de todos, soportando el peso de mi imaginación. Los niños de la esquina que se criaban unos a otros por causa de un legrado a su madre. Y pasar por la mesa. La vista inconsolable en el camino y la mente sobre vasos de humo. Una niña en la penumbra enorme de su casa esperando la vuelta de su madre.


6 de junio de 2011

Julio Cortázar
















Carta a una Señorita en París


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un paquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión "por ejemplo". Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante,
alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo...
En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.