Calvert Casey
El regreso
Mais essayez, essayez toujours...
J. P. Sartre.
Les jeux sont faits
(Última escena)
¿Cómo se llamaban esas cosas?
¿Actos fallidos? ¿Alienación del yo? Traducía mal los conceptos psicológicos a
la moda, mal entendidos y peor digeridos, que había leído en inglés sin
entenderlos mucho, más bien para impresionar a los demás.
Pero ¿cuál, cuál, de los muchos
actos que realizaba y que había realizado eran realmente actos naturales de su
voluntad, actos auténticos que no respondían a la última lectura apresurada de
libros de los que sólo había llegado a cortar las primeras páginas con el rico
cortapapel de empuñadura inverosímil, a la conversación oída a medias, a la
influencia del último conocimiento que trabara, a la última película vista?
De la gama total de actos
posibles había recorrido una enorme variedad en sus cuarenta años de vida, pero
ninguno tenía el menor viso de realidad. Todos se habían inscrito como sobre el
lecho arenoso de un río de aguas vagas y tenían el mismo sabor desolado de la
arena.
Era como si entre él y cada uno
de sus actos, de los episodios de su vida, entre él y las gentes que conocía y
que parecían tenerle cierto apego, se interpusiera un vacío del que hubieran
extraído el aire, y él contemplara del lado de allá, enormemente lejanos, como
objetos tumefactos a los pocos segundos de nacer, incapaz de cruzar la terrible
barrera y tocarlos.
Y después de cada episodio —no
admitían otro nombre— viajar, amar, odiar, trabajar, hablar, se quedaba inerte,
un poco indestructible, como inviolado y entero, no consumado, no usado, dispuesto
de nuevo a henchirse de posibilidades, como una virgen terca cuya virginidad se
restaurara milagrosamente al final de cada noche de amor, el cráneo brilloso
bajo los cabellos ya muy escasos, las sienes un poco grises, pero el rostro
joven, extrañamente adolescente bajo el ralo mechón sin vida.
Las manos delataban su verdadera
edad. Eran las manos de un hombre viejo, un poco nudosas, como ajadas por los
mil actos sin vida y sin sangre, las mil caricias hechas al azar, por falta de
otra cosa mejor.
«¡Pero hasta cuándo tendrás tú
cara de adolescente!», le decían sus amigas, mujeres muy interesantes casi
todas, de elegancia cansada y de amantes más cansados aún, que le envidiaban la
eterna frescura de las mejillas. Con una había tenido amores, si bien muy
precarios, con todas amores imaginarios.
Su imaginación alcanzaba
proporciones no vistas. Y era, se decía a sí mismo con dolorosa lucidez, su
única, su auténtica, su verdadera vida.
Caminando por las calles, en la
mesa, en la bañadera, después de dormir, leyendo durante horas con la mirada
fija en una misma letra, hablando con las gentes sin hablarles, mirándolas sin
mirarlas, en el teatro, donde las piezas se le quedaban a medio oír, oyendo
música sin entenderla, trabajando sin trabajar: imaginaba.
Imaginaba que podía hablar con
todos los seres humanos, de los que se sentía separado por aquel extraño vacío
infranqueable. Compensaba el vacío imaginando que hablaba y era escuchado con
viva atención y luego citado por todos e invitado a todas partes. Imaginaba que
todos le miraban, que los adolescentes se le rendían. Era admirado y deseado
por todos. Imaginaba una interminable conversación, brillante, cáustica y
profunda, en la que sólo él participaba, y hablaba, hablaba a toda velocidad,
con frases al mismo tiempo sosegadas e inteligentes, plenas de ideas
brillantes sobre la filosofía, el poeta o la novela de moda.
Sus episodios amorosos eran casi
todos, si no imaginarios, sí altamente imaginativos. Hablaba apasionadamente a
sus ídolos —casi siempre muy ocupados para verlo— les escribía cartas
interminables, que nunca enviaba, imaginaba grandes escenas de transporte
amoroso, de placer físico, de comunión anímica, que nunca pasaban a la
realidad. Al irrumpir en imaginarios lugares sorprendía a sus amores de turno,
castigándolos con una frase feliz y perdonándolos con una sonrisa cargada de
comprensión.
Además, tenía la manía de creerse
el hombre providencial que salvaba las situaciones más espinosas, conciliando
pareceres, dirimiendo posibles guerras, rescatando países enteros del desastre.
Su vida terminaba en un nimbo de ancianidad gloriosa y dorada, consultado por
generaciones de prohombres en algún retiro apacible y oculto.
Temía sobre todo a los sábados
lívidos de aquella inmensa Nueva York donde vivía y adonde habían acudido otros
millones como él; a los domingos vacíos con su terrible sabor a ceniza.
Esta sensación se agudizaba en
los períodos de arrobo profundo con cada nuevo ídolo. Entonces sólo ellos y sus
palabras tenían realidad. Todo lo demás se teñía de un color impreciso, perdía
contornos y lo rodeaba en un mundo doloroso en el que se arrastraba
penosamente, acertando apenas a realizar los actos más necesarios para la vida,
y a pronunciar las palabras más imprescindibles, apretándose el estómago con
las manos en un gesto nervioso que le era habitual, hasta que el ídolo
reaparecía y hablaba, y por unas horas su mundo tornaba a sosegarse, a reasumir
su realidad.
Cada nuevo huésped tenía el poder
de derribar todo un universo de ideas, reales o prestadas, y actitudes. Al
llegar Alejandro, tan deliciosamente ignorante de todo, tan maravillosamente
contento y apacible en su ignorancia —y luego, tan centrado, tan seguro, tan inconmovible
y sin problemas— todo un pasado de lecturas le avergonzó profundamente. ¡Ah,
poder ser como Alejandro, poder ser Alejandro!
Desde el fondo tranquilo de sus
ojos, Alejandro lo miraba a veces con curiosidad, preguntándose quién sería
este extraño ser que le colmaba de regalos y le rehuía, que le escribía cartas
muy raras y no exentas de cierta melancólica elegancia literaria, y le hablaba
de la premonición y la intuición, asegurándole que lo sentía a través de la
distancia.
Lo de la premonición le había
quedado de otro ídolo, un argentino irascible y áspero, miembro exilado de
algún grupo esotérico de Buenos Aires, que junto con un falso acento porteño le
dejara un gran amor por autores espiritualistas que nunca tuvo tiempo de leer.
La renunciación hinduista que tomara prestada del porteño se avenía muy bien
con un tono elegante de cinismo que él creía de moda en Santiago y que adoptara
entusiasmado de una amante chilena, y con un cierto regusto por las actitudes
estoicas que previamente absorbiera de un griego.
A todos los imitaba fiel e
irresistiblemente, copiaba sus gestos, sus palabras, sus malas o buenas
costumbres, y no descansaba hasta haberse convertido en facsímil exacto de
ellos, tratando al mismo tiempo de conservar la primera impresión de conquistador,
de amante difícil y deseado que creía haberles causado. Por una palabra
bondadosa los colmaba de regalos absurdos, les prometía la holganza a sus
expensas para toda la eternidad, y más de uno, de aficiones parasitarias, le
tomó la palabra.
Tenía unos pocos amigos,
matrimonios jóvenes casi todos, en los que presentía la ternura, cuya vida
envidiaba suponiéndole una proporción de felicidad que estaba muy lejos de ser
la real, de los que recibía atenciones y a los que prestaba servicios cuyo valor
exacto desconocía y que él realizaba en la misma actitud sonámbula con que se
dirigía al trabajo todas las mañanas. Eran amigos que le estimaban, sin duda,
un poco intrigados por la vida evasiva y fantasmal de aquel hombre que se
aparecía cuando menos se le esperaba, después de largas ausencias, en que cada
crisis, cada nueva pasión se delataba solamente por el recrudecimiento de una
violenta tartamudez.
Porque para colmo era tartamudo.
Este era su humilladero sumo, rastro doloroso de alguna tragedia oscura e
ignorada de los primeros años. Esperaba angustiado el momento inevitable en que
las gentes volverían el rostro para mirar obstinadamente a un punto aparentemente
fascinante del suelo a fin de no ver el rostro convulso, contorsionado por la
palabra que se empeñaba en no dejarse pronunciar. Pasado el mal momento,
enrojecía y palidecía simultáneamente y para probar que el defecto era
imaginario, que jamás, jamás, jamás existió, se lanzaba a una perorata rápida e
intempestiva que sazonaba con frases brillantes, chistes y carcajadas
inoportunas, hasta volver a tropezar con otra palabra desdichada que le
producía nuevas convulsiones. Rojo de confusión y vergüenza, buscaba el refugio
donde vivía, cerraba a cal y canto las ventanas, y aplicaba un fósforo al
mechero de gas con que se calentaba, pregun-tándose melancólicamente si no era
preferible dejar fluir el gas sin encender la llama.
Luego volvía a decirse que el
mundo de su imaginación era el único digno de vivirse, reunía a su público de
las grandes ocasiones, imaginaba las invariables situaciones tremendas, y
hechizando a uno y conjurando otras, su vida adquiría nuevo sentido, su corazón
se sosegaba y al escuchar los aplausos y recibir los emocionados apretones de
mano, sentía las lágrimas rodarle por las mejillas y abrazaba a la humanidad
entera en un inmenso abrazo, ferviente y compasivo. ¡Ah, la pobre, la triste,
la desdichada humanidad!
Vivía, como tantos otros millones
de seres en la enorme ciudad, completamente solo en un viejo apartamento
desprovisto de calefacción, que era preciso calentar con gas o con carbón, y
que cada mañana amanecía helado. El edificio era uno de muchos miles
construidos el siglo anterior para familias obreras. Abandonados por
generaciones más prósperas en busca de alber-gues más modernos, los edificios
venidos a menos y semidestruidos estaban ocupados por señoras inmensamente
ancianas, viudas que esperaban un cheque providencial de la beneficencia
pública para sobrevivir, viejos que desem-peñaban funciones de sereno en alguna
fábrica en espera de la muerte, pianistas sin piano, violinistas sin violín,
cantantes sin voz, en cuyas paredes alguna foto
amarillenta recordaba un recital olvidado, actores sin trabajo, actrices sin
papel, y por la enorme masa de gentes que arribaba a la ciudad desde las
ciudades del interior del país, dotadas de algún pequeño talento que les había
hecho abandonar la vida rutinaria y cómoda del pueblo natal y las condenaba a
morir de soledad en los pequeños tabucos, saltando todas las mañanas de los
lechos vacíos (o transitoriamente ocupados por algún transeúnte compasivo) para
encender de prisa los quemadores de gas y desalojar el frío.
Ante la crisis universal de la
vivienda, se había puesto de moda entre artistas, pseudoartistas y gente de
mucha originalidad y pocos recursos, alquilar las pequeñas estancias y
decorarlas caprichosamente hasta convertirlas en una curiosa mezcla de pobreza
extrema y extravagancia inútil. La decoración seguía los gustos o aspiraciones,
manifiestas u ocultas, de los moradores. De un corredor mugriento se pasaba a
una salita adornada con primorosos espejos de marcos dorados. Un ojo
surrealista contemplaba desde algún techo que filtraba la lluvia la vida
tormentosa de los inquilinos de turno. Brillantes litografías de castillos
franceses anunciaban que sus propietarios habían estado en Europa, y se
encontraban muchas veces de vuelta. El olor a incienso que inundaba algunas
noches los sucios corredores delataba las inclinaciones de los que meditaban en
cuclillas, junto a las viejas cocinas siempre apagadas.
Un mundo de gentes cuya
aspiración suprema era estar de vuelta de todo, vivía, pared por medio, con un
mundo de rezagados del siglo anterior, que no habían estado en ninguna parte.
El tiempo transcurría sosegadamente con la soledad como único elemento común, y
las viejas señoras, al subir entre ahogos y disneas los pedazos de leña con que
encender sus viejas estufas, notaban poca diferencia entre los pálidos rostros
de una generación de inquilinos originales y los pálidos rostros de la
generación siguiente.
Su vecina inmediata había llegado
soltera del centro de Europa en los remotos tiempos de Francisco José. Sus
hijos habían nacido allí y allí la habían abandonado. La mujer le acogió con
cálida simpatía cuando el matrimonio joven que le había cedido las reducidas
estancias que llamaban apartamento decidió que sus filosofías eran
incompatibles, y él se instaló, en pleno período japonés, con finísimos kimonos
de seda amarilla y perfumada que deslumbraron a la buena señora, y frágiles
paneles de papel de arroz y bambú con los que era posible armar y desarmar
rápidamente cubículos más pequeños aún. La vecina, descalza como trabajaba en los
veranos de la aldea remota, con un pañuelo eternamente atado a la cabeza, lo
ayudó a limpiar los restos que tras sí dejara el joven matrimonio, no muy
pulcro; deshizo las cajas, se asustó ante las máscaras horribles del teatro
japonés, desplegó maravillada los abanicos que pasaron a adornar los muros,
desenrolló sin que él pudiera evitarlo la olorosa estera acabada de importar,
colgó bajo la experta dirección del pálido inquilino el gran farol plegable que
debía adornar la cocina, adosó a una ventana interior los fragmentos de cristal
que agitados por el viento llenarían la estancia con una música frágil, le
ayudó a guardar los ricos sarapes de purísima lana de una etapa anterior, y
aceptó casi con lágrimas el oloroso té verde que sólo vendían en refinados y
remotísimos almacenes de la ciudad.
La amable vecina se retiró
discreta al llegar los primeros extasiados.
Ella y una centenaria irlandesa,
cubierta por muchas capas de tiempo y mugre, siempre a la espera del cartero
providencial, a quien compraba el diario algunas mañanas, habrían de ser el
único elemento de continuidad en las sucesivas mutaciones que él y los escasos
metros cuadrados de la vivienda habrían de sufrir.
II
Un día, la terrible conciencia que tenía de cada uno de sus actos alumbró la suma total de los actos de su vida y se quedó absorto. Desechó la idea, pero esta volvió a asaltarlo, cada vez con más frecuencia. Pasaba y repasaba constantemente y sin tregua, los años de su vida, los días de los años, las horas de los días, sin que la idea le abandonara por un solo instante, atenaceándole y llegando a provocarle náuseas. Pasó mucho tiempo en una especie de estupor en el que marchaba por las calles en un estado de semiconciencia automática, inmovilizadas las ideas en una imagen fija, de la que no podía escapar. Se le vio más pálido, más tartamudo, evitaba a sus viejas amigas, hundía las manos en el estómago con más frecuencia, en el gesto nervioso que le era habitual, y en las contadas reuniones a que asistía se quedaba ausente, mudo, sin nada que decir, muy lejos de aquel ser ocurrente que a todos encantaba.
Una desgracia ocurrida en su
lejana y un poco olvidada familia le hizo recordarla y lo sacó de su mutismo.
Tuvo que ir a Cuba, su país, donde no había puesto los pies en largos años,
descartándolo con un gesto impreciso como incorregible y sin esperanzas. Había
nacido allí, de padres extranjeros, pero ni en sus ademanes ni en su manera de
hablar ni de ser recordaba en lo más mínimo a sus compatriotas. Cuando los
encontraba le acometía una inmensa desazón, se le acentuaba el nerviosismo y se
perdía en esfuerzos fútiles y desesperados para demostrarles que era uno de
ellos. Pero no se atrevía a dar el viaje. Temía vagamente llegar a sentirse
extraño en su propio país y aplazaba indefinidamente el viaje con un gesto
displicente: «Lo amo desde lejos.»
Al ocurrir el hecho luctuoso en
la familia, se sintió súbitamente en el deber de hacer acto de presencia ante
los parientes lejanos, sin que se pudiera explicar a sí mismo las razones de la
súbita lealtad, y haciendo gran acopio de pociones calmantes, barbitúricos,
raíces de la India propiciatorias de la indiferencia y un vestuario
extravagante que siempre le ayudaría a diferenciarse de los naturales en caso
de apuro, emprendió el viaje.
La sorpresa fue agradable.
Aquellas gentes, a las que temía por razones tan desconocidas como las que
provocaban su violento tartajeo, lo acogieron con naturalidad y hasta con
cariño, sonrieron ante sus crisis nerviosas, le permitieron las vestimentas más
extremas con una tolerancia candorosa ante todo lo que viniera del extranjero
que le desarmaba, justificándole con un «ha vivido tantos años fuera...»
Sus parientes le concedían
discretamente las libertades que él había temido perder en los límites
estrechos del pequeño país, y las viejas amistades de la familia le daban
cierta importan-cia, agasajándole con almuerzos suculentos y de difícil
digestión, en los que le contemplaban disimuladamente con una admiración
ingenua. Cuán diferente de aquella inmensa Nueva York, donde nadie ni nada
tenía la menor importancia.
Contemplaba a esta gente vivir,
deformándolas con generalidades risueñas. Parecían felices, infinitamente más
felices que las de la hosca ciudad donde él vivía. Tenían el rostro plácido, el
aire tranquilo, las carnes abundantes y serenas. Lo banal, lo diario, no
avergonzaba aquí, como en aquel otro mundo donde vivía. Esta gente sabía estar.
Se repitió la frase varias veces: sabían estar, saber estar, regocijado del
descubrimiento feliz. En aquel frío norte, él había perdido el viejo arte de
saber estar (la frase allí era incluso intraducible) y tendría que aprenderlo
de nuevo, pacientemente, amorosamente.
Conmovido de su hallazgo, se secó
la mejilla húmeda, sonriendo vagamente, sabiéndose observado por el chofer del
vehículo que le llevaba de la casa de los parientes al centro de La Habana.
Y luego aquel sol, aquel sol
maravilloso y omnipresente de enero, que le reconfortaba y le quemaba
suavemente los omóplatos, brillando desde un cielo transparente, que le hacía
olvidar los dolorosos inviernos del Norte y el tiritar violento que destrozaba
sus nervios enfermos, y le despertaba viejas memorias de infancia; las
meriendas amables en los colgadizos imaginados, las temporadas en las fincas
nunca vistas.
Adivinaba y envidiaba en las
relaciones humanas una intimidad inconscientemente sensual que propiciaban el
clima espléndido, la brisa de los mediodías, la claridad.
¡Ah, lo que había perdido, lo que
había olvidado en sus largos viajes por otras tierras! Si pudiera recapturarlo
todo, repetía, consciente del justo anglicismo.
Al llegar, más por asombrar a los
tranquilos parientes (que por otra parte no se asombraron) que por un verdadero
deseo de hacerlo buscó a un artista joven que había causado un pequeño
escándalo de crítica y cuyo nombre le mencionara una de las parejas jóvenes que
frecuentaba. Fue difícil dar con él, y más difícil aún que le prestara
atención. A pesar de la llaneza de todos, los extraños en Cuba entraban con
mucha lentitud en la vida de las gentes, trabada en cosas pequeñas pero al
parecer satisfactorias. Por fin vio al pintor, quien lo presentó a sus amigos.
Lo demás fue fácil. Aunque causaba extrañeza y su tartajeo turbaba un poco a
todos, no tardaron en aceptarlo a pesar de resultarles tan extraño.
Su vago acento extranjero atraía,
como también el contraste entre las maneras desacostumbradas, el nombre
impronunciable y los patéticos esfuerzos para sonar criollo. Gran lector de
contraportadas, sabía cómo y cuándo citar y lo hacía con suma habilidad, dejando
las frases incompletas, sugiriendo ideas que los demás completaban, cubriendo
su ignorancia de los temas con el aluvión taquicárdico de su charla.
Rápidamente pasaba de Kirilov y los actos absurdos a la gratuidad para saltar a
la nueva crítica y al ser para la muerte, y si pronto se descubrió su
incompetencia y sus nuevos amigos le remedaron divertidos, jamás lo supo.
Al regresar a Nueva York, cargado
de volúmenes representativos de todos los movimientos artísticos y literarios
de la patria recuperada, que consideraba su deber leer y jamás leyó, le
horrorizó lo que veía alrededor de sí. Volvió a caer en un profundo estupor del
que sólo salía para hablar sin detenerse de su viaje, de la patria encontrada,
de los campos esmeralda, del sol, del sol, del sol.
Rápidamente, la decoración del
pequeño apartamento cambió. Los biombos orientales fueron eliminados para que
el escaso aire corriera sin trabas, como en los balcones y galerías de su país
lejano e improbable. Las abstracciones cedieron el lugar a sencillos palmares
representados casi fotográficamente, cuando no a crudas litografías sin retoque
de los paisajes patrios. El apartamento de la vecina se enriqueció súbitamente
con una rica otomana, cuyo vacío ocuparon dos grandes mecedoras, desenterradas
de un rastro y reparadas apresuradamente. Dejaron de sonar los discos de jazz y
las quejumbrosas danzas de los israelitas del Yemen, y los grises aposentos se
inundaron de criollas y boleros, que cantaban un amor dudoso y de mal gusto,
siempre con las mismas palabras, y de las notas sincopadas de alguna vieja
danza criolla, repetida una y otra vez, en éxtasis.
Una tarde de domingo, más lívida
que todas las demás, se hizo la pregunta. ¿Y si regresara? ¡Dios, Dios!, ¿y si
regresara a los suyos, a amarlos a todos, a ser uno de ellos, a vivir aunque
fuera entre los más pobres, entre aquellos que a pesar de su pobreza parecían
tan tranquilos y contentos, tan sosegados? ¡Cómo le gustaba la palabra! Tan
sosegados. ¿No le harían un lugar? ¿No se dejarían conmover por su sinceridad?
La idea no hizo más que
insinuarse y su imaginación se encargó del resto. Las pensadas horas de
ternura, las imaginarias tardes de amor, las grandes noches fueron rápidamente
trasladadas o reemplazadas por escenas de la patria recobrada. ¿Y si él fuera
el iniciador de un movimiento de vuelta a la patria? Los pródigos... Los
Pródigos. ¡Qué bien sonaba! Pronto sería amado de todos. ¡Si era amor, sólo
amor lo que él pedía, el mismo amor que en el fondo toda la pobre humanidad
deseaba!
Se sintió más vivo, más vital,
como decía él, que nunca; le negó el saludo a los antiguos ídolos, rechazó
todas las invitaciones, se rodeó de libros, de ropas, todos procedentes del
lejano país y echó a un lado o arrojó, un poco avergonzado, los de todas las
patrias previas de adopción.
La decisión estaba hecha. No
había más que liquidar las posesiones precarias del apartamento, avisar en el
tedioso empleo, y partir. ¡Partir!
Las noticias que traían los
periódicos sobre movimientos revolucionarios en Cuba, con su secuela de
represalias, no le inquietaban, y hasta sonreía misteriosamente para sí al
leerlas. Quien sabe. Con su conocimiento de idiomas, sus nuevos libros, su prudencia,
su personalidad inesperada ¿no podría servir de mensajero de la concordia y la
tolerancia entre sus compatriotas? Al fin, todos eran hermanos, se entendían en
el gran lenguaje atávico y no hablado con que se entienden los hombres de una
misma tierra...
III
Y partió. Más dadivoso que nunca, repartió lo que poseía entre sus pocos amigos, regaló las ropas de abrigo que ya no necesitaría jamás en aquel clima maravilloso que le aguardaba y del cual no regresaría nunca, nunca. Distribuyó los libros, los de naturalismo, los de hinduismo, los de yoga, los de espiritismo, las colecciones obscenas, las de socialismo, las colecciones primitivas. Hizo tomar por fuerza a sus viejas vecinas el heterogéneo mobiliario, que ellas aceptaban entre gritos de terror, gozo y asombro.
La renovación sería completa,
pronto iba a ser él, él, a entrar en su cultura, en su ambiente, donde no tenía
que explicarse nada, donde todo «era» desde siempre. Y además entraría por la puerta
grande de la intelligentzia, en cuyos umbrales dorados le esperaban sus jóvenes
amigos, de humor delicioso y mordaz, de charla viva e imaginativa, tan
nerviosos, y tan felices.
Cuando llegó, un día por la
mañana, encontró la ciudad un poco cambiada. Era difícil precisar en qué
consistía el cambio. Como siempre, la gente parecía alegre y despreocupada,
pero había cierta inquietud en el ambiente que en un primer momento no supo
precisar.
Lo que sí chocó a su vista de
inmediato fue la superabundancia de uniformes. En las esquinas de la ciudad se
veían a todas horas grupos de soldados y policías con armas automáticas
modernas, de grueso calibre. Le llamó la atención que en sus horas de asueto
los jóvenes soldados se pasearan fuertemente armados, llevando de una mano a
sus amigas y de la otra el arma formidable de repetición.
Por las calles de la ciudad vieja
desfilaban cada varios minutos con monótona regularidad pequeños vehículos
militares en servicio de patrulla, invariablemente tripulados por dos soldados
y dos marinos que viajaban de espaldas, para cubrir la retirada en caso de
ataque.
Para estar más en ambiente se
alojó en un hotel del viejo barrio que antaño alojara los huéspedes ilustres de
la Colonia, y sonrió, tratando de no verlas, a las jóvenes pálidas que
regresaban a sus habitaciones con la mañana, el aire extenuado y el maquillaje
corrido. Desde allí trató de localizar a sus amigos, a los que, sin duda por
estar ocupados a esas horas, no pudo hallar.
Miró con disgusto sus ropas
elegantes, de sello demasiado extranjero, de las que no había podido deshacerse,
y se lanzó a la calle en busca de prendas más sencillas, de más sabor local.
Volvió agotado, como si el nuevo ambiente le exigiera un gran esfuerzo para
cada pequeño acto, y contento, con una finísima camisa de lino de Irlanda
adornada de innúmeras alforzas hechas para consumir la vista de varias
generaciones de costureras: la guayabera, la prenda campesina pulcra y fresca
que en pocos años había invadido a toda Cuba desplazando a la indumentaria
europea. Se contempló largo rato al espejo, complacido de su aspecto. Aún era
joven, no mal parecido del todo a pesar de la calvicie ya avanzada y de los
anteojos que le corregían la fuerte miopía. Podría recomenzar su vida aquí,
darle un sentido, ¿por qué no? ¿No había adoptado y abandonado con increíble facilidad
y rapidez patrias, religiones, cultura, actitudes, ideas? Ahora iba a adoptar
su cultura, su patria, la suya, que quizás, quizás le necesitara...
Se tendió en el lecho fresco de
la habitación muy abierta al puerto, y entregándose a detalladas y minuciosas
visiones de su futura existencia en el recobrado solar de los mayores, pasó de
la vigilia risueña al sueño feliz, sin sentirlo, como lo hacen los niños.
El segundo día de su nueva vida
decidió pasarlo junto al mar para fortalecerse con este aire ardiente que iba a
cicatrizar los males de su cuerpo y de su espíritu.
Atravesando rápidamente las
viejas y amplias galerías y saludando a las ancianas figuras desvaídas que
leían sus periódicos junto a las ventanas, bajó a la calle, saltó a un auto de
alquiler y le pidió al chofer que lo llevara a la playa, a cualquier playa.
Este le sorprendió hablándole en inglés, y como él insistiera en hablar en
español, el otro le ofendió diciéndole que parecía americano.
En la playa se sintió molesto al
verse rodeado de turistas y más molesto aún al comprobar que, como ellos,
también se ponía aceite sobre la piel para protegerla del sol. Se rió un poco
de sí mismo, pidió de beber y se tendió al sol.
Las horas pasaron agradablemente,
empujadas por el licor del país que penetraba dulcemente los sentidos hasta
destruir el sentido del tiempo. (El sentido del tiempo, eso era lo que aquí era
tan diferente, ahí radicaba la gran ciencia de este país, de estas gentes.)
Cuando abandonó el balneario ya
era casi de noche. Salió al suburbio y aunque las calles estaban mal alumbradas
y casi desiertas, decidió andar en dirección de la ciudad, para gozar la brisa
suave que soplaba del mar refrescando los ardores del día. Dejaría vagar sus
pensamientos, sin rumbo, donde el aire los quisiera llevar. Se sentía feliz, un
poco solo, pero ahora no importaba. Mañana empezaría su nueva vida.
Había andado una corta distancia
por la avenida bordeada de pinos cuando una luz brutal le dio en el rostro,
cegándolo y haciendo resaltar en la oscuridad la nitidez de la camisa campesina
de lino de Irlanda. Le enfocaban de un auto cuyas puertas se abrieron
rápidamente dando paso a varios hombres de uniforme que esgrimían armas en
dirección suya.
«Sube», dijo uno y antes de que
él pudiera resistir o preguntar le arrastraron hacia el automóvil que partió
enseguida.
Dentro del auto, que marchaba a
toda velocidad mientras la sirena chillaba perforante, creyó sufrir una
pesadilla. Sintió que le agarraban los puños e inmediatamente comenzó a recibir
golpes brutales en el rostro y en las costillas. Los golpes le ahogaban, no
podía gritar, y sus aprehensores mantenían un silencio obstinado, como si le
conocieran, realizando su tarea metódicamente. Perdió la noción del tiempo,
reducida su actividad pensante a esperar cada nuevo golpe.
El auto corrió largo tiempo por
el arrabal, ignorando las luces de tránsito y haciendo huir a los peatones.
Atravesó parte de la ciudad y luego se detuvo frente a un edificio moderno.
Esposándole las dos muñecas, le arrastraron violentamente por una escalera de
mármol, amplia y casi lujosa, al final de la cual le hicieron entrar en un
recinto iluminado con luces fluorescentes y herméticamente cerrado.
Apoyándose contra un muro, sintió
la frescura del granito sobre la mejilla dolorida, y el aire cortante que
enviaba desde el muro opuesto un ventilador eléctrico y que le secaba el sudor.
Había cerrado los ojos para ver mejor, para pensar, o para no pensar, y al
abrirlos vio que estaba rodeado de los hombres que le habían traído y de otros
más, todos de aspecto muy similar, con bigotes, y que fumaban enormes puros.
Pensó que la similaridad quizás obedecía a que todos vestían de azul.
El interrogatorio duró
exactamente 24 horas.
Al principio trató de preguntar
lo que sucedía, pero apenas acertó a pronunciar palabra. Tartamudeaba
grotescamente con violentas reacciones de la cabeza y el cuello. Los ojos le
lloraban con el esfuerzo. A un chiste de uno: «Quítese el caramelito ‘e la
boca, compadre...», todos rieron estruendosamente.
Aunque optó por no hablar, le
preguntaron el nombre y tuvo que esforzarse en articularlo. Un violento mazazo
le derribó por el suelo. Cuando le levantaron, medio aturdido, oyó que el que
parecía el jefe le advertía que no inventara nombres extranjeros, porque le
conocían bien. Comenzó a llorar contra su voluntad y con el puño de la camisa
nueva se limpió la sangre de los labios y las lágrimas que le corrían por los
pómulos ya negros.
Un hombre hercúleo lo tomo sin
violencia, casi delicadamente, de un brazo y le pidió que le mirara a los ojos.
Cuando lo tuvo frente a sí y tan cerca que podía sentirle el aliento, se le
quedó mirando por un momento. Luego, alzando con un movimiento rapidísimo la
rodilla formidable, se la hundió en las ingles. Cayó al suelo gimiendo y
retorciéndose de dolor. «Es un “tiro”, Fillo. Eso nunca falla», oyó decir a uno
de los hombres.
Para corroborar la afirmación de
que aquello era un «tiro», Fillo lo levantó del suelo, con la misma delicadeza,
y la rodilla formidable se alzó de nuevo. Esta vez cayó exánime.
Cuando recobró el sentido, se
encontró acostado en un diván muy blando. Trató de mover las piernas y un dolor
brutal en las ingles le nubló la vista. Estaba empapado en sudor. Abrió los
ojos y vio a los hombres sentados a los pies del diván. Hablaban y fumaban
despreocupadamente. Recordó que no le habían preguntado nada más, procediendo a
su tarea como quien realiza un trabajo natural, metódico e ininterrumpido,
desde que lo hicieron subir al auto, y como si esperaran que el mero hecho de
ejecutarlo rindiera resultados infalibles.
Hablaban de un asalto ocurrido al
parecer el día anterior. Adivinaba el inmenso edificio en conmoción. Oía
puertas que se abrían y cerraban violentamente, entre pasos y voces incesantes.
Varias veces irrumpieron abruptamente en la habitación y al percatarse de que
estaba ocupada cerraron la puerta con violencia. Había habido muertos, entre
ellos dos altos funcionarios del Gobierno. Pero aún no lograba comprender la
acusación que le hacían, porque en realidad no le hacían ninguna. Si le dejaran
hablar, llamar a sus jóvenes amigos, les explicaría, se aclararía el monstruoso
error. Una frase escalofriante le dio en parte la clave de lo que sucedía: «Si
no es este, es lo mismo...»
Miró en torno. Al otro extremo de
la habitación, sentados en el suelo y contra el muro había dos jóvenes que le
miraban fijamente. Se dio cuenta de que tenían las muñecas atadas porque uno de
ellos se rascó la barbilla contra un hombro. Sus miradas, incapaces de
separarse de él, no registraban pensamiento alguno, como si estuvieran
desprovistas de vida. El más joven pestañeaba lentamente, a ratos.
Se dio cuenta de que estaba atado
al diván. Volvió la vista a un lado y observó que de su brazo derecho salía un
alambre conectado a un interruptor en la pared. De algún lugar que no podía ver
salía otro cordón que terminaba en su brazo izquierdo. Cerró los ojos.
La primera descarga tuvo la
inmensa virtud de hacerle perder nuevamente el sentido. Al despertar de la segunda,
gritaba de dolor. El brazo izquierdo, fracturado, se le había hinchado
enormemente. Experimentó una sed terrible. Notó que tenía la boca llena de
coágulos de sangre que le ahogaban. Cuando quiso hablar para pedir agua, se dio
cuenta de que se había cercenado la lengua con los dientes. Pensó que ya nunca
volvería a tartamudear. Sintió que sonreía.
Recuperó de nuevo el conocimiento
cuando lo sacaron del auto y la brisa le azotó el rostro. Oyó las olas
golpeando la costa con golpes secos y duros y supo que estaba muy cerca del
mar. Lo dejaron solo, de pie, sobre las rocas, muy cerca de la carretera. Oyó
una voz: «Déjalo ya, Fillo, está acabando.»
Las puertas del auto volvieron a
cerrarse. Vio la masa negra alejarse detrás del haz de los reflectores. Pudo
dar varios pasos, con las piernas muy abiertas para no rozarse los testículos.
Abrió la boca para que la brisa de la noche se la refrescara.
Pocos minutos antes de morir
perdió la lucidez terrible que le había alumbrado los últimos meses de su vida
con una luz intolerable. Antes de perder la razón, recordó detalles aislados e
insignificantes de su existencia: el monograma con orla de un pañuelo, la forma
de sus uñas, los exabruptos del porteño que más le habían vejado, las palmas
finas y húmedas de las manos de Alejandro.
Luego echó a andar, dando gritos
agudos con la boca muy abierta, cantando, tratando de hablar, aullando,
meciendo el cuerpo sobre las piernas separadas, logrando un equilibrio
prodigioso sobre el afilado arrecife.
Donde primero hundió las tenazas
el cangrejerío fue en los ojos miopes. Luego entre los labios delicados.
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