Una visión te visita
te encuentra en tu casa, en la cama, arropado, soñando
en las horas de frío
no está madura
te dice que es una visión acabada
más o menos
una creación consumada
que sólo necesita de una mano y un martillo
un poco de trabajo, unas horas de labor
para elevarse y permanecer de pie
más larga que una vida
fuera de los jardines de la realidad
sus pies de piedra apoyados en la hierba fragante
No hay ni puede haber mejor biografía que la que se pueda hacer el
mismo poeta. Los semióticos hablan de biografema.
El poeta, sencillamente, de su vida. ¿Verbigratia?:
A los quince años fui al
colegio en Piamonte; en Carmagnola, cerca de Turín. Después a la Universidad de
Bolonia. No entendía la química. Y por eso me dediqué en parte a escribir y en
parte a vivir como vagabundo. Me arrastraba una especie de manía hacia la vida
de vagabundo... Pasé algunos meses en la cárcel. Dos o tres meses en Suiza, en
Basilea; por una riña. En Italia, detenido, y un mes de cárcel en Parma, hacia
1902 o 1903. Estuve cuatro meses en el manicomio de Imola. En Bélgica, después
en el manicomio de Tournay, otros cuatro meses... Hacía de todo. Por ejemplo:
afilador. Afilaba hoces, hachas. Bastaba para vivir. He sido músico en la marina
Argentina; portero en un club de Buenos Aires. Cavaba terraplenes. Dormía en
una tienda. Es trabajo fácil, pero monótono. Fui fogonero en vapores de carga.
Y policía en Argentina, o más bien bombero; los bomberos se encargan a menudo
de mantener el orden. Estuve en Odessa. Vendía estrellas fugaces (?) por las
ferias...
Y en un destello al parecer de lucidez mucho más nítida, o lo que es
decir, poco frecuente:
Todos acaban por irritarme.
A los futuristas, por ejemplo, los encontraba vacíos... Una vez fui
escritor, pero he tenido que dejarlo por debilidad mental No conecto las ideas,
no sigo... es preciso que me ocupe ahora de cosas más importantes.
A su vida valdría agregar detalles de su relación con Sibila Alleramo,
detalles de su poca poesía (virtudes y defectos aparte; virtudes y defectos
aparte quien no los tiene), y del orfismo.
Anotaciones de muchos sobre él y también de Edoardo Sanguineti y de Eugenio
Montale, entre otros, también. Pero escuchemos a Montale:
En sus oscuras intenciones
se advierte una demiurgia, una ritualidad de convocador de la poesía que acaso
nunca hubiera podido encontrar la satisfacción en el plano de la lírica pura.
La suya es una poesía en fuga, que se deshace cada vez que está apunto de
concluir. Lo imprevisible es su desarrollo. Porque la idea de un Campana
posterior y diferente es algo impensable y,
para nosotros, hasta inverosímil. Y, en efecto, nadie lo ha insinuado; muy
pocos han pensado en él como una promesa truncada por la mala suerte.
Recordemos dos fechas: 1885-1949. Y ambas resumen todo lo que fue y
nos legó Dino Campana. Su único libro de poesía, Canti Orfici, es de 1914. Perdido en algún lugar y rehecho después,
algo más limpio, es lo que piensan algunos. Hubo quien llegó a decir, no sé si
Mario Luzi, que no tuvoseguidor. Después de todo, tratándose de
alguien como Dino, qué diablos, todo se entiende.
En muchos documentos figuraban con el nombre Delle Catene, pero en otros
como los señores Von Ketten. Procedentes del norte, se habían detenido en el
umbral del Mediodía. Según sus conveniencias hacían valer la filiación alemana
o la latina, pero la verdad era que sólo se sentían ligados a sí mismos.
Un poco al margen de la carretera que conduce a Italia a través del Brennero,
entre Brixen y Trento, su castillo se erguía, señero, al borde de un barranco.
Quinientos pies más abajo el agua de un torrente hacía tal estruendo que si
alguien hubiera asomado su cabeza por la ventana no habría podido oír la
campana de una iglesia que sonara en el mismo recinto. Frenado por esa
impenetrable cortina de ruido, todo eso del mundo permanecía ajeno al castillo
de los Catene, pero la mirada, indiferente al estrépito, atravesaba sin
problema ese obstáculo y vacilaba, llena de asombro, frente a la cóncava
profundidad de esa perspectiva.
Todos los Ketten eran conocidos por su vista penetrante y alerta. Jamás se les
escapaba algo que, en varias leguas a la redonda, les pudiese reportar algún
provecho. Eran malvados como cuchillos que cortan rápida y profundamente. Ni la
cólera los enrojecía, ni la alegría los sonrojaba; por el contrario, la ira los
volvía sombríos, y en la satisfacción resplandecían al igual que el oro, como
él, extraños y hermosos. Y todos ellos, cualquiera que fuese el año o el siglo
en que vivieran, tenían como rasgos comunes las tempranas canas que aparecían
en su barba y en sus cabellos oscuros, y algo más: morían antes de los sesenta.
También se asemejaban en que la tremenda fuerza que desplegaban en ciertas
ocasiones parecía no tener cabida ni origen en sus cuerpos delgados y no
demasiado fornidos, sino nacer de sus ojos y su frente; éste al menos era el
comentario de los amedrentados sirvientes y vecinos. Echaban mano a lo que
podían, y, según les conviniese, procedían con rectitud, con violencia o con
astucia, pero siempre tranquilos e implacables; sus breves vidas se
desarrollaban sin prisa y acababan pronto, sin conocer la decadencia, una vez
que habían cumplido su papel.
En el clan de los Ketten existía la costumbre de no emparentarse con los nobles
del contorno. Iban a buscar muy lejos a sus mujeres y procuraban que fuesen
ricas, a fin de estar ellos en mejores condiciones para la libre elección de
sus aliados y de sus enemigos. El señor Von Ketten, que doce años atrás había
desposado a una hermosa portuguesa, tenía ahora treinta años. La boda se había
celebrado en el extranjero, y la joven esposa estaba a punto de alumbrar cuando
el cortejo penetró en las tierras de los Catene con todos sus criados,
caballos, sirvientes, perros y bestias de carga. El viaje de bodas había durado
un año. En verdad, todos los Ketten eran resplandecientes caballeros, pero sólo
lo demostraban en el año en que salían en busca de novia. Sus mujeres eran
hermosas, porque ellos querían que sus hijos fueran hermosos, y en el
extranjero, donde no eran tan apreciados como en su país, no hubieran podido,
de otro modo, conquistar a semejantes mujeres. Pero ellos mismos no habrían podido
decir si era en ese año, o en el resto de su vida, cuando aparecían como
realmente eran. Un mensajero, portador de importante noticia, vino al encuentro
del cortejo. Los trajes y banderas multicolores de la comitiva parecían aún una
enorme mariposa, pero en Ketten se había operado un cambio. Siguió cabalgando
junto a su mujer como si se hubiera recuperado o como si quisiera demostrar que
estaba más allá de toda urgencia, pero su expresión se había vuelto
impenetrable como un banco de niebla. Un cuarto de hora más tarde, cuando el
castillo surgió de pronto frente a ellos tras una curva del camino, Ketten
rompió, no sin esfuerzo, aquel silencio.
Quería que su mujer regresara. El cortejo se detuvo. Pero la portuguesa
prefería continuar. Suplicó y tuvo éxito; ya habría tiempo para regresar
después de haber escuchado las razones.
Los obispos de Trento eran poderosos señores y su palabra era ley. Desde los
tiempos de su bisabuelo, los Ketten mantenían con ellos un litigio a causa de
una parcela de tierra. Ya fuera en ocasión de pleitos, ya en sangrientos
encuentros originados por la provocación o la resistencia, los Ketten habían
tenido que ceder frente a la superioridad del adversario. Su mirada, a la que
por lo común nada escapaba, aquí sólo servía para vigilar en vano; no obstante,
la tarea era transmitida de padres a hijos y, a través de las generaciones, su
indeclinable orgullo seguía aguardando.
A este señor de Ketten se le ofreció la ocasión. Por un instante tuvo miedo de
haberla desperdiciado. Un poderoso partido, surgido entre los nobles, se
enfrentó al obispo y tomó la decisión de atacarlo por sorpresa y hacerlo
prisionero. Desde que se supo que Ketten regresaba a su tierra, se le consideró
como una carta de triunfo. Al cabo de una larga ausencia, Ketten no tenía
noción de cuál era exactamente el poder episcopal, pero sí sabía que iba a ser
una terrible prueba, de larga duración e incierto desenlace, y que si no
lograba sorprender a Trento desde el comienzo no era previsible que todos
llegaran al amargo final. Sentía rencor hacia su linda mujer, sencillamente
porque ésta había estado a punto de hacerle perder la oportunidad; sin embargo,
ella le gustaba tanto que él, inclinado sobre el caballo, se le acercó como
siempre y su mujer le pareció tan misteriosa como las perlas de su collar.
Cabalgando a su lado, pensó que esas perlas, si se las sostenía en el hueco de
una mano crispada, podían ser estrujadas como guisantes; sin embargo, parecían
extrañamente confiadas. La nueva noticia había disipado el hechizo, tal como se
esfuman las fantasmagorías del invierno, cuando los soleados días estivales
irrumpen como niños desnudos. En el futuro le aguardaban años de mucho
cabalgar, durante los cuales mujer y criatura se desvanecerían como
desconocidos.
Entretanto los caballos habían llegado al muro del castillo, y la portuguesa,
ya enterada de todo, insistió en que quería quedarse. El castillo tenía una
agreste apariencia. Aquí y allá, en la pared rocosa, raquíticos arbustos daban
la impresión de raleada pelambre. Las montañas, cubiertas de bosques, creaban
tal desorden en el paisaje que, para quien sólo conocía las olas del mar, esa
confusión resultaba indescriptible. El aire tenía un aroma que se había vuelto
frío, y parecía como si los caballos hubieran penetrado en una enorme y
resquebrajada marmita de un extraño color verde. Pero en los bosques habitaban
el ciervo, el oso, el jabalí, el lobo y tal vez el unicornio; más allá, las
cabras del monte y las águilas. Insondables abismos ofrecían guarida a los
dragones. Sólo atravesado por las sendas que abrían las alimañas, el bosque
tenía semanas de ancho y semanas de profundidad; y allá arriba, donde ese
bosque era coronado por la montaña, comenzaba el reino de los espíritus. Allí,
con los vientos y las nubes, moraban los demonios; no había un solo camino que
fuese transitable por un cristiano, y si a veces alguien excesivamente curioso
se extraviaba, ello le acarreaba consecuencias que en las veladas de invierno
las criadas sólo se atrevían a mencionar en un susurro, en tanto que los
sirvientes guardaban silencio y se encogían de hombros, ya que, después de
todo, la vida de los hombres es peligrosa y tales aventuras pueden ocurrirle a
cualquiera. Pero de todo lo que la portuguesa había escuchado, había algo que
le resultaba particularmente extraño: se decía que, así como nadie había podido
alcanzar los extremos del arco iris, tampoco nadie había podido tener una
imagen completa del paisaje que estaba detrás de los muros de piedra, ya que
más allá había siempre nuevos muros y, entre uno y otro, nuevos valles que eran
como lonas llenas de piedras, grandes como casas. Aun la más fina gravilla que
uno pisaba, incluía piedras del tamaño de una cabeza. O sea un mundo que no era
tal. A menudo ella se había representado en sueños esta tierra, de la que
provenía el hombre que ella amaba, a imagen de éste, y se había representado la
imagen del hombre de acuerdo con lo que él narraba de su tierra. Cansada del
paisaje marítimo y su azul de pavo real, ella había esperado encontrar un país
tan colmado de imprevistos como la tensa cuerda de un arco. No obstante, cuando
se halló frente al misterio y lo encontró más feo de lo que había esperado,
hubiera preferido huir. Con su encantamiento de piedras y rocas, con sus
vertiginosas paredes llenas de moho, con sus maderas podridas y sus troncos
rugosos y húmedos; con sus trastos de guerra y de labranza, con sus cadenas de
establo y sus varas de carro, el conjunto del castillo tenía el aspecto de un
gallinero. Pero ahora que estaba aquí, aquí pertenecía, y llegaba a creer que
aquello que veía no era en realidad feo, sino de una belleza semejante a las
costumbres de estas gentes, a las que había comenzado a habituarse.
Cuando Ketten vio a su mujer cabalgando hacia la montaña, no quiso retenerla. Él
no se lo agradeció, pero algo había en ella que, sin dominar su voluntad ni
ceder a la misma, al eludirlo de algún modo lo atraía y a la vez lo obligaba a
ir tras ella, sumido en un torpe silencio, como una pobre alma perdida.
Dos días después, Ketten montaba nuevamente.
Once años más tarde, seguía montando. El golpe contra Trento, preparado a la
ligera, había fracasado. Desde el comienzo, había costado a los nobles más de
un tercio de sus fuerzas y más de la mitad de su osadía. Ketten, herido durante
la retirada, no regresó inmediatamente a sus dominios; estuvo dos días
escondido en la cabaña de unos campesinos y luego volvió a recorrer los
castillos para reencender la llama de la resistencia. Llegado demasiado tarde
para los preparativos y la organización de la empresa, después del fracaso se
aferró a aquella idea, tal como un perro se prende de la oreja de un toro.
Advirtió a los nobles lo que les aguardaba si el poderío episcopal
contraatacaba antes de que ellos se reagruparan; a los indolentes y a los
avaros los presionó hasta arrancarles dinero; consiguió refuerzos, movilizó a
la gente y fue elegido como jefe de la nobleza. Al comienzo, las heridas le
sangraban tanto que se veía obligado a cambiar los vendajes dos veces al día.
Ahora, mientras cabalgaba y trataba de persuadir a la gente, y se ausentaba un
día del castillo por cada semana que había faltado a su puesto de lucha, no
sabía verdaderamente si lo hacía pensando en la hechizante portuguesa, que
mientras tanto se angustiaba.
Cuando fue a verla, sólo habían transcurrido cinco días desde que cayera
herido; pero apenas se quedó un día. Ella lo miró sin hacerle preguntas, tal
como se sigue la trayectoria de una flecha para ver si acierta en el blanco.
Ketten reclutó a su gente, incluido el último muchacho disponible. Preparó el
castillo para la defensa, organizó, ordenó. Fue una jornada con bullicio de la
servidumbre, caballos que relinchaban, traslado de vigas, ruido de hierros y de
piedras. Durante la noche, volvió a partir. Fue tan amable y tan tierno como se
debe ser con una criatura noble y admirada, pero sus ojos estaban fijos,
exactamente como si la mirada saliera de un yelmo, y eso era así aun en los
momentos en que no lo llevaba puesto. Cuando llegó el momento de la despedida,
la portuguesa, en un repentino impulso de feminidad, quiso lavarle las heridas
y cambiarle el vendaje, pero él no lo permitió; con más urgencia de la
necesaria se despidió riendo, y ella también rió.
La táctica del enemigo era violenta, como correspondía al hombre noble y rudo
que vestía los hábitos de obispo, pero también como si esa vestidura de corte
femenino le hubiera enseñado a ser condescendiente, disimulado y tenaz. Su
riqueza y sus extensas posesiones desplegaban gradualmente su influencia,
permitiendo así que los sacrificios se demoraran hasta el último instante,
cuando ni la posición ni el ascendiente alcanzaban para conseguir aliados. Esa
técnica de combate evitaba las decisiones. Cuando la resistencia se agudizaba,
prefería replegarse, pero apenas advertía que esa misma resistencia aflojaba,
entonces arremetía. De ese modo podía acontecer que un castillo fuese asaltado
y cayese, si el sitio no era antes levantado, después de sangrientas matanzas,
y también, en otras ocasiones, que las tropas ocupasen aldeas durante semanas,
en las que nada acontecía, salvo el robo de alguna vaca a los campesinos o el
sacrificio de dos o tres pollos. Las semanas formaban veranos e inviernos, y
las estaciones formaban años. Dos fuerzas luchaban entre sí, una desenfrenada y
agresiva, pero demasiado débil; la otra, semejante a un cuerpo inerte y blando,
aunque cruel y pesado, y a quien hasta el tiempo prestaba su fuerza.
Ketten sabía todo esto. Le costaba sus buenas fatigas retener a los
malhumorados y debilitados nobles y conseguir que gastaran sus últimas fuerzas
en un ataque por sorpresa. Él acechaba el punto débil, el cambio, lo
improbable, eso que sólo el azar podía brindar. Su padre y su abuelo habían
esperado, y cuando se espera durante mucho tiempo, aun lo increíble puede suceder.
Esperó once años. Durante once años cabalgó sin cesar entre castillos y
campamentos, a fin de mantener viva la resistencia, renovando siempre, mediante
cien pequeñas escaramuzas, tal reputación de audacia y de valor que nadie podía
atribuirle timidez en la dirección de la guerra, llegando de vez en cuando a
provocar grandes y sangrientos choques, a fin de mantener despierta la cólera
de sus aliados. Sin embargo, al igual que el obispo, eludía una acción
decisiva. En varias ocasiones fue levemente herido, pero jamás permaneció en su
casa más de dos veces durante doce horas. Los rasguños y la vida nómada lo iban
cubriendo con sus costras. Probablemente temía quedarse por más tiempo en el
hogar, tal como un hombre cansado evita sentarse. Los caballos nerviosos bajo
las riendas, las risas de los hombres, el fulgor de las antorchas, la serie de
fogatas del campamento semejante a un tronco de oro en polvo en medio del
brillo verde de los árboles del bosque, la fragancia de la lluvia, las
maldiciones, los jinetes fanfarrones, los perros que olfatean a los heridos,
las faldas recogidas, los campesinos aterrorizados, tales fueron sus
diversiones en esos años. En medio de todo eso, se conservó esbelto y
distinguido. Aunque en su pelo castaño empezaban a aparecer algunas canas, su
rostro se mantenía sin edad. Cuando debía replicar a bromas groseras, lo hacía
como un hombre, pero sus ojos permanecían inmóviles. Cuando la disciplina
aflojaba, era capaz de arremeter como un vaquero, pero nunca gritaba; sus
palabras eran breves y suaves, los soldados le temían, la cólera jamás lo
dominaba.
Su aspecto era radiante, pero su rostro permanecía sombrío. En el combate se
olvidaba de sí mismo. Sólo se expresaba a través de la violencia, abundante en
heridas y gestos contundentes. Se embriagaba de baile y de sangre. No sabía lo
que hacía, y sin embargo siempre hacía lo que estaba bien. De ahí que los
soldados lo idolatraran. Corría la voz de que, por odio hacia el obispo, se
había vendido al diablo y lo visitaba en secreto, ya que el diablo permanecía
en el castillo bajo el aspecto de una hermosa extranjera.
La primera vez que Ketten oyó esto, no se indignó ni se rió, pero la alegría
hizo que su rostro tomara el color del oro oscuro. A menudo, cuando estaba
sentado junto al fuego, o en el desguarnecido hogar de un campesino, mientras
el día se derretía en el calor tal como el cuero se ablanda bajo la lluvia,
entonces pensaba. Pensaba en el obispo de Trento, acostado entre limpias
sábanas, en medio de sabios clérigos y pintores que estaban a su servicio, en
tanto él se revolvía como un lobo. También habría podido tener todo eso. En el
castillo había instalado a un capellán, a fin de que atendiera a las
necesidades del espíritu, así como a un clérigo que debía leer en voz alta, e
incluso una alegre doncella. Desde muy lejos había venido un cocinero con
objeto de desterrar para siempre de la cocina cualquier tipo de nostalgia; allí
eran alojados, a fin de obtener de su charla algunos días de distracción, los
doctores y los estudiantes que pasaban de viaje. Llegaban costosos tapices y
telas para engalanar los muros. Sólo él se mantenía a distancia. Durante un año
entero, mientras viajaba por tierras lejanas, había pronunciado palabras
coléricas, burlonas o zalameras, ya que como toda cosa bien creada (se trate de
una hoja de cedro o un vino generoso, de un caballo o un chorro de agua) tiene
su gracia, también los Catene poseían la suya. Sin embargo, su patria estaba
entonces lejos, y acaso se podía cabalgar durante semanas sin que fuera posible
captar su verdadero carácter. A veces podía decir palabras irreflexivas, pero
sólo mientras los caballos descansaban. Llegaba por la noche y volvía a partir
por la mañana, o se quedaba desde los Maitines hasta el Angelus. Era algo tan
familiar como las cosas que se llevan por mucho tiempo. Cuando uno ríe, ellas
ríen con uno cuando uno se va, ellas se van con uno; cuando uno se palpa, las
encuentra; pero si uno las levanta en vilo para mirarlas, entonces guardan
silencio y parecen mirar hacia otra parte. Si alguna vez se hubiera quedado por
más tiempo, habría aparecido como en verdad era. Pero no recordaba haberle
dicho jamás a su mujer: «Soy éste», o «Quiero ser aquél». Sólo había hablado de
caza, de aventuras, de las cosas que efectivamente hacía. Tampoco ella,
contrariamente a como suele proceder la gente joven, le preguntaba qué pensaba
él de esto o aquello, ni le hablaba acerca de cómo habría querido ser cuando
envejeciese. Ella se abría en silencio, como una rosa, tan llena de vida como
se había mostrado desde el comienzo, cuando había aparecido en la escalinata de
la iglesia, lista para el viaje, como quien sube a una piedra para montar más
fácilmente, dispuesta a trasladarse hacia su nueva vida. Él conocía apenas a
los dos hijos que ella le había dado, pero aun esos dos hijos sentían pasión
por ese padre siempre lejano, cuyas hazañas habían colmado sus oídos desde que
habían sido capaces de escuchar. Extraño era el recuerdo de aquella noche a la
que el menor debía la vida. Cuando Ketten llegó, vio un flotante vestido, gris
claro, con flores de un gris oscuro, los negros cabellos trenzados en la noche,
y la linda nariz que se perfilaba nítidamente sobre la tersa e iluminada
superficie amarilla de un libro con misteriosas ilustraciones. Era algo así como
un sortilegio. Apaciblemente instalada en su rico atuendo, con la falda que
descendía en incontables pliegues, la figura se elevaba por sí misma y en sí
misma acababa, semejante al chorro de una fuente. Ahora bien, ¿cómo liberar el
chorro de una fuente, y arrancarlo de su vacilante existencia, tan dócil a sí
misma, sino mediante la magia o el milagro? Al abrazar a esa mujer, uno podía
de pronto chocar contra una mágica resistencia. No sucedió así, pero la simple
ternura ¿no es acaso todavía más inquietante? Al entrar él silenciosamente,
ella le consagró la mirada que se dedica a un abrigo que uno ha usado
largamente y que sin embargo hace mucho que no ve, o sea algo que siempre
parece un poco ajeno y en cuyo interior uno sin embargo se desliza.
En comparación, qué tristes le parecían a él las estratagemas de guerra, las
mentiras políticas, la cólera, los muertos... Un hecho es siempre la
consecuencia de otro. El obispo contaba con su oro; el general, con la
capacidad de resistencia de la nobleza. Dar órdenes es algo claro. Esta vida es
clara como el día, sólida como un objeto; el golpe de un dardo bajo el cuello
de acero es algo tan sencillo como cuando se señala con el dedo y se dice: «Es
esto.» El resto nos es tan ajeno como la luna. Pero el señor de Ketten amaba en
secreto precisamente ese resto. No disfrutaba con el orden, ni con el gobierno
de su casa, ni con el aumento de su riqueza. Y aunque desde hacía muchos años
luchaba por apropiarse de bienes ajenos, sus afanes no apuntaban a la paz que
trae consigo la victoria, sino que iban más allá. En la frente de los Catene
residía su fuerza, pero de ella sólo surgían acciones silenciosas. Cada mañana,
cuando montaba, sentía renovarse en él la felicidad de no entregar el alma de
su alma; pero luego, por la noche, cuando desmontaba, no pocas veces
experimentaba esa sensación de desabrida estupidez que sigue a todo exceso,
como si a lo largo de la jornada hubiera gastado todas sus fuerzas en querer
ser, no sin fatiga, algo hermoso que no podía designar con palabras. El obispo,
ese hipócrita, podía rogar a Dios cuando Ketten lo acosaba; Ketten en cambio,
sólo podía galopar en medio de campos floridos, sentirse transportado por la
viva y reacia ola de su caballo, lograr compulsivamente el hechizo de la
amistad. Sin embargo, le hacía bien que todo eso existiera ya que lo
consideraba la prueba de que, aun sin el resto, se podía vivir y morir. Eso
negaba y desechaba algo que se insinuaba en el fuego cuando se miraba
fijamente, y que desaparecía no bien uno, rígido de ensueños, se incorporaba y
volvía la cabeza. A veces, cuando pensaba en el obispo, a quien él tanto
provocara, le parecía estar metido en una maraña de la que sólo un milagro
podía rescatarlo.
Su mujer, cuando se quedaba a mirar las ilustraciones de los libros, invitaba
al viejo servidor que administraba el castillo, para que la acompañase a
vagabundear por el bosque. Un bosque puede abrirse, pero su alma siempre
retrocede. La portuguesa atravesaba grandes zonas arboladas, trepaba a las
rocas, seguía rastros y alimañas, pero al regreso sólo traía consigo esos
pequeños temores, esos obstáculos vencidos esas curiosidades satisfechas que
pierden toda su fuerza cuando se sale del bosque, y aun aquel verde espejo que
conocía por relatos antes de venir a este país. Apenas se salía del bosque,
éste se cerraba a espaldas de uno. En el castillo, empero, su indolencia no
conspiraba contra el orden. Sus hijos, ninguno de los cuales había visto ni una
sola vez el mar, ¿eran verdaderamente sus criaturas? A veces le parecía que,
más bien, eran semejantes a pequeños lobos. Cierta vez le trajeron del bosque
un lobezno y también lo crió. Entre él y los enormes perros reinaba una
incómoda tolerancia. Era cosa de dejar hacer, sin ningún intercambio de
señales. Si el lobo atravesaba el patio del castillo, los perros se
incorporaban y lo seguían con los ojos, pero no ladraban ni gruñían. El lobo
parecía tener la vista siempre fija hacia adelante, aun cuando a veces miraba
de soslayo, y, para no hacerse notar, andaba más tieso y más despacio,
siguiendo a su ama, dondequiera ella se dirigiese, sin que fuera visible otro
signo de amor y de fidelidad. El lobo la miraba con sus ojos intensos, pero
ella no decía nada. La portuguesa quería a este lobo, porque sus músculos, su
pelo castaño, su muda bravura, la intensidad de sus ojos, todo le recordaba a
Ketten.
Por fin llegó el momento esperado: el obispo cayó enfermo y murió. El Capítulo
quedó sin amo. Ketten vendió todos sus bienes muebles, prendó sus propiedades
y, recurriendo a todos los medios, equipó un pequeño ejército personal; luego,
inició negociaciones. Frente a la alternativa de volver a iniciar la vieja
pugna contra una fuerza renovada, antes aun de que se hubiera decidido quién
habría de ser el sucesor del obispo o de hallar una solución no demasiado
costosa, el Capítulo se decidió por esto último. Sólo una cosa podía suceder:
Ketten, último en aguantar, firme y amenazador, embolsó la mayor parte de las
indemnizaciones que el cuerpo de eclesiásticos capitulares pagó a expensas de los
más débiles y timoratos.
De ese modo llegó a su fin una guerra que durante cuatro generaciones había
sido como una pared que, en cada mañana y en cada desayuno, era visible y a la
vez no lo era. De pronto esa pared faltó. Hasta ese momento, los hechos se
habían desarrollado al igual que en la vida de todos los Ketten, pero lo que
ahora quedaba por hacer en la vida de este Ketten en particular consistía
meramente en dar los últimos toques e instituir el orden, o sea una tarea que
era más de artesanos que de caballeros.
Entonces, cuando regresaba al hogar, le picó una mosca. De inmediato se le
hinchó la mano y se sintió muy cansado. Entró en la taberna de una aldea
miserable, y no bien se sentó junto a la grasienta mesa de madera, sintió que
el sueño lo invadía. Apoyó la cabeza en aquella tabla sucia y cuando, ya de
noche, despertó, tenía fiebre. Si hubiera tenido prisa, habría de todos modos
continuado su camino, pero no la tenía. Cuando a la mañana siguiente quiso
montar, se sintió repentinamente débil y se derrumbó. Se le habían hinchado el
brazo y el hombro, y como él los había comprimido bajo la armadura, no tuvo más
remedio que permitir que se la aflojaran. Mientras estaba de pie y dejaba
hacer, fue presa de unos escalofríos tan fuertes como no había imaginado que
existiesen. Sus músculos se contraían y bailoteaban de un modo tal que él no
podía ni siquiera juntar sus manos, y las piezas de la armadura, a medio
quitar, sonaban como un canalón suelto en mitad de la tormenta. Se dio cuenta
del lado ridículo de la situación y, con la furia pintada en el rostro, rió de
aquel golpeteo, pero sentía las piernas débiles como una criatura. Envió un
mensajero a su mujer; otro, a un barbero; un tercero, a un conocido médico. El
barbero, que fue el primero en llegar, ordenó compresas de hierbas calientes, y
pidió autorización para efectuar una sangría. Ketten, ahora mucho más
impaciente por llegar a su casa, le dio la orden de que lo sangrase, de modo
que muy pronto tuvo casi tantas heridas nuevas como antiguas. Era extraño
sentir esos dolores contra los cuales nada podía hacer. Ketten estuvo dos días
tendido sobre aquellas hierbas succionantes, luego se dejó fajar de pies a
cabeza y le transportaron al castillo. Tres días duró el viaje, pero aquella
cura brutal, que podía haberle provocado la muerte ya que consumía todas sus
defensas, frenó de algún modo la enfermedad. Cuando esas defensas parecían ya
tocar fondo, el intoxicado tenía aún una fiebre altísima, pero la infección
había sido detenida.
Semejante a un enorme incendio de pasto seco, la fiebre duró semanas. El
enfermo parecía irse fundiendo en ese fuego, pero también se consumían y se
evaporaban los malos jugos. Ni siquiera el célebre médico pudo conseguir
mejores resultados. Sólo la portuguesa colocaba, además, misteriosos signos en
la puerta y en la cama. El día en que apenas quedaba del señor de Ketten una
forma llena de ceniza blanda y caliente, súbitamente la fiebre bajó muchos
grados y a partir de ese instante ardió, suave y tranquila, en ese nuevo nivel.
Si por una parte los dolores, contra los cuales nada podía hacer, ya eran en sí
mismos bastante extraños, por otra, el enfermo no vivió lo que vino después
como alguien que está en el centro mismo de la peripecia. Dormía mucho, y aun
cuando abría los ojos, estaba ausente. Cuando recuperó la conciencia, era como
si ese cuerpo, sin voluntad, impotente, con la tibia temperatura de un niño, no
fuera el suyo, ni tampoco fuese suya esa alma débil que podía ser irritada por
un soplo. Sin duda, se sentía a sí mismo como un muerto, y durante todo ese
tiempo esperaba algo, no importaba qué, para el caso de que se recobrara una
vez más. Jamás se le había ocurrido que morir fuese algo tan placentero. Una
parte de su ser había muerto por anticipado y se había dispersado como los
viajeros que llegan a destino. Desde el momento en que sus huesos estaban aún
en la cama, y la cama estaba ahí, su mujer se inclinaba sobre él, y él, por
curiosidad, por cambiar un poco, vigilaba los gestos de aquel rostro atento.
Todo cuanto amaba, estaba lejos. El señor de Ketten y su hechicera, poderosa
como la luna, habían salido de él y se alejaban en silencio. Él los veía aún,
sabía que le habrían bastado unos pocos saltos para alcanzarlos. Sólo que no
sabía si estaba con ellos o si permanecía todavía en su lecho. Todo descansaba
en una mano buena y gigante, suave como una cuna, una mano que todo lo sopesaba
sin hacer mucho caso de la decisión. Seguramente sería Dios. Ketten no dudaba
al respecto. Tampoco se excitaba. Aguardaba simplemente, y ni siquiera
respondía a la sonrisa que sobre él se inclinaba, ni tampoco a las tiernas
palabras.
Llegó el momento en que Ketten supo, de pronto, que ésa sería su última jornada
si no reunía toda su voluntad para mantenerse vivo. Precisamente fue en esa noche,
que cedió la fiebre.
No bien sintió bajo sus pies ese primer peldaño de la curación, dejó que
diariamente lo llevaran al breve espacio verde que coronaba el pico, rocoso y
desprovisto de murallas, que se elevaba en el aire. Envuelto en mantas, allí
permanecía extendido bajo el sol, y era imposible saber si dormía o estaba
despierto.
Cierta vez, cuando despertó, el lobo estaba junto a él. Ketten miró fijamente
esos ojos intensos y no pudo moverse. Transcurrió cierto tiempo, que él no pudo
calcular, y de pronto advirtió que su mujer estaba a su lado, con el lobo junto
a sus rodillas. Nuevamente cerró los ojos, como si no estuviera despierto. Pero
cuando lo llevaron de nuevo a su cama, pidió que le trajeran su ballesta.
Estaba tan débil que no pudo tenderla. Se quedó estupefacto. Le hizo señas al
criado para que se acercara, le dio la ballesta y le ordenó: el lobo. El criado
titubeó, pero él estaba rabioso como una criatura y, a la noche, la piel del
lobo apareció colgada en el patio del castillo. Cuando la portuguesa la vio y
se enteró por los criados de lo que había sucedido, la sangre se le heló en las
venas. Se acercó al lecho de su esposo. Él estaba blanco como la pared y por
primera vez desde que estaba enfermo, la miró a los ojos. Ella rió y dijo: «Con
esa piel me haré un gorro y vendré por las noches a chuparte la sangre.»
Más tarde, Ketten echó al clérigo. Cierta vez éste había dicho que desde el
momento que el obispo rogaba a Dios, era peligroso para Ketten; luego le había
administrado la Extremaunción. Pero eso no sucedió en seguida. La portuguesa
intervino para que el capellán fuese tolerado por lo menos hasta que
consiguiese un nuevo empleo. Ketten cedió. Aún se sentía débil y dormía
frecuentemente al sol, sobre la hierba. En cierta ocasión, cuando se despertó
en aquel sitio, estaba allí el amigo de su infancia, de pie junto a la
portuguesa. Acababa de llegar de su país, y aquí, en el norte, se parecía a su
compatriota. Saludó con noble decoro y pronunció palabras que, a juzgar por la
expresión de su semblante, debían ser de una particular amabilidad. Mientras
tanto, lleno de vergüenza, Ketten yacía como un perro entre la hierba.
Era posible, además, que esto aconteciera por segunda vez: Ketten estaba a
menudo ausente. Por otra parte, fue después cuando advirtió que su gorra le
quedaba grande. Esa gorra de cuero flexible que siempre le había quedado un
poco estrecha, ahora, al hacer un leve movimiento, resbaló hacia un costado
hasta que la oreja la contuvo. Todavía estaban juntos los tres cuando la portuguesa
exclamó: «¡Dios mío, se le achicó la cabeza!» Lo primero que pensó Ketten fue
que tal vez se había hecho cortar demasiado los cabellos, aunque no podía
recordar cuándo había sido. Se pasó disimuladamente la mano por la cabeza, pero
advirtió que el pelo estaba tan largo como de costumbre, y además desaliñado,
en razón de que él estaba enfermo. Pensó entonces que la gorra podía haberse
agrandado, pero era casi nueva, y además, ¿cómo podía haber aumentado de tamaño
sin haber sido usada, mientras estuvo guardada en el fondo de un arcón?
Resolvió entonces tomarlo a broma: con tantos años pasados junto a mercenarios,
lejos de caballeros instruidos, era posible que el cráneo se le hubiese
achicado. Al pronunciarla, advirtió de pronto que la broma se volvía demasiado
burda y, además, que no era válida como respuesta a la interrogante
fundamental, ya que, ¿puede verdaderamente achicarse un cráneo? La fuerza de
las venas puede disminuir; bajo el cuero cabelludo puede la grasa derretirse un
poco debido a la fiebre; pero es tan poco lo que eso representa. De vez en
cuando fingía alisarse los cabellos, o se preocupaba de secarse el sudor, o
bien procuraba doblarse hacia atrás en la sombra sin que nadie lo viera, para
poder tomarse la cabeza, en distintos lugares, con las puntas de los dedos,
como si éstos fueran un compás de albañil. Pero no había duda: su cabeza se
había achicado y cuando se la palpaba desde el interior con los pensamientos,
entonces parecía aún más pequeña, algo así como dos valvas unidas.
Hay muchas cosas inexplicables, es cierto, pero no se llevan sobre los hombros,
y no se sienten cada vez que se dobla el pescuezo hacia dos personas que hablan
cuando uno finge dormir. Había olvidado desde hacía mucho tiempo, y salvo
algunas palabras, aquella lengua extranjera. Pero en cierta ocasión comprendió
una frase: «Dejas de hacer lo que quieres, y en cambio haces lo que no
quieres.» El tono estaba más cerca del apremio que de la broma. ¿Qué había
querido decir? En otra ocasión, se asomó Ketten por la ventana hacia el
estruendo del río. Era un juego que en los últimos tiempos le divertía. El
ruido, entreverado como barrido de paja, tapaba los oídos. Luego, al volver de
esa sordera, podía escuchar claramente el diálogo de la esposa con el otro; un
diálogo animado, como si, al participar en él, aquellas dos almas se sintieran
muy a gusto. La tercera vez corrió tras la pareja que, a pesar de que ya había
caído la noche, se dirigía al patio del castillo. Ketten pensó que cuando ellos
pasaran frente a la antorcha que estaba sobre la escalinata, sus sombras
seguramente se irían a proyectar sobre las copas de los árboles. Al llegar ese
momento, Ketten se inclinó rápidamente hacia delante, pero las dos sombras, al
proyectarse sobre el follaje, por sí mismas se fundieron en una sola. En otros
tiempos, había tratado de eliminar el veneno de su cuerpo descargándolo sobre
los caballos o los criados, o tal vez quemándolo en el vino; pero el capellán y
el clérigo lector bebían y comían con tal voracidad que el vino y los alimentos
se les salían por las comisuras de los labios, y el joven caballero les tendía
riendo el jarro de vino, tal como se azuza a un perro contra otro. A Ketten le
repugnaba el vino que aquellos zafios con barniz escolástico bebían sin medida.
Hablando en alemán y en el latín de la misa, entreveraban el milenario Imperio,
los temas doctorales y los cuentos obscenos. Cuando hacía falta, un humanista
que estaba de paso servia de intérprete entre aquella lengua y la del
portugués; en realidad, el humanista se había torcido un pie y estaba
enérgicamente consagrado a su curación en el castillo. «Se cayó del caballo
porque vio pasar una liebre», bromeaba el clérigo. «Creyó ver un dragón», dijo
con involuntaria ironía el señor de Ketten, que asistía reticente a la charla.
«¡Y el caballo también!», rugió el capellán, «por algo saltó de esa forma. De
modo que el maestro entendía a la bestia mejor que el señor». Los borrachos se
rieron de Ketten, que los miró, avanzó un paso y golpeó en la cara al capellán.
Éste, que era un rechoncho y joven campesino, primero enrojeció hasta la raíz
de los cabellos; luego se quedó pálido y permaneció sentado. El joven caballero
se levantó, sonriendo, y fue en busca de su amiga. «¿Por qué no lo apuñaló?»,
susurró, no bien quedaron solos, el humanista de la liebre. «Es fuerte como dos
toros juntos», respondió el capellán, «y además la doctrina cristiana es
particularmente apropiada para servir de consuelo en estos casos». Pero la
verdad era que el señor de Ketten estaba aún muy débil y recuperaba lentamente
su vitalidad, como si no lograra encontrar el segundo peldaño de su curación.
El extranjero no prosiguió su viaje, y la compañera de infancia no comprendía
las alusiones de su señor. Se había pasado once años esperando a su esposo. Durante
once años él había sido el amante fantástico y glorioso; ahora, vagaba por el
patio y el interior del castillo y, carcomido como estaba por la enfermedad,
parecía un tipo vulgar si se lo comparaba con la juventud y la elegancia
cortesanas. La portuguesa no pensaba demasiado en todo esto, pero estaba un
poco cansada de este país que le había prometido cosas de maravilla. No se
decidía a alejar del castillo a ese compañero que tenía el aroma de la patria y
pensamientos que la divertían; la expresión contrariada de su esposo no le
parecía suficiente motivo. Nada tenía que reprocharse. Era verdad que, desde
hacía unas semanas, actuaba con cierta frivolidad, pero eso le hacía bien, y
ella sentía a veces que su rostro volvía a resplandecer como antes. Ketten
consultó a una adivina, y ésta le aseguró que no curaría hasta tanto no hiciera
una cosa determinada. Cuando él la apremió para que le revelara de qué se
trataba, la mujer se calló y eludió la respuesta diciendo que no sabía.
Ketten había tratado siempre, no sólo de no romper los lazos de la
hospitalidad, sino de estrecharlos cada vez más, y no había tenido
inconveniente en considerar sagrada la vida y sagrado el derecho a la
hospitalidad de aquellos que, durante años, habían sido espontáneos huéspedes de
su enemigo. Pero la debilidad que experimentaba durante la convalecencia le
hacía sentirse casi orgulloso de su torpeza. La inteligencia llena de astucia
no le parecía mejor que la pueril inteligencia verbal del joven. Le aconteció
algo extraño. Entre las oprimentes brumas de su enfermedad, el rostro de su
mujer le parecía más tierno de lo debido. No muy diferente de antes, cuando él
se había asombrado de encontrar a veces el amor de su mujer—sin que hubiera
motivos para ello—más impetuoso que de costumbre. Difícilmente habría podido
decir si era serenidad o tristeza lo que sentía, igual que en aquellos días en
que estuvo cerca de la muerte. No podía moverse. Cuando buscaba los ojos de su
mujer, éstos se entornaban y lo miraban con frialdad. Su propia imagen quedaba
fuera, ya que aquellos ojos no dejaban penetrar su mirada. Le parecía que, de
no sobrevenir un milagro, nada acontecería. Y cuando el destino quiere callar,
no debe exigírsele que hable, sino más bien estar a la espera de lo que venga.
Cierto día en que regresaban todos juntos al castillo, vieron un gatito frente
a la puerta. Estaba allí, como si no quisiera saltar sobre el muro, a la manera
de los gatos, sino penetrar en el castillo a la manera de los seres humanos. Se
arqueó en señal de bienvenida y se frotó suavemente contra las botas y las
faldas de aquellas enormes criaturas que, sin ningún motivo, se asombraban ante
su presencia. Se le hizo entrar, pero fue exactamente como si se acogiera a un
huésped. Al día siguiente ya parecía que se hubiera recibido a un niño y no a
un simple gato.
Tantas pretensiones tenía el gracioso animalito que, en vez de buscar su
diversión en los sótanos y desvanes, no abandonaba jamás la compañía de las
personas. Por otra parte poseía el don de ocupar el tiempo de todos, aunque eso
resultara en cierto modo inexplicable, ya que había en el castillo otros
animales más nobles sin contar, además, con que las personas también estaban
muy ocupadas consigo mismas. Quizás ello se explicara precisamente por el hecho
de que debían bajar la mirada para encontrar aquel pequeño ser que tan
imprevisiblemente se comportaba y que quizás era un poco demasiado tranquilo, y
hasta se podría decir que demasiado triste y meditabundo para tratarse de un
gato. Actuaba como si supiera qué era lo que los seres humanos esperaban de un
gato. Se subía al regazo y se tomaba un gran trabajo para ser amable con las
personas, pero podía advertirse que no estaba allí con todo su ser, y
justamente eso que le faltaba para ser un joven gato común y corriente era como
una segunda naturaleza, una ausencia, una aureola tranquila que lo rodeaba sin
que nadie hubiera encontrado aún el valor de decirlo. Cuando la portuguesa se
inclinaba con cariño hacia aquel animalito que estaba en su regazo y que con
las uñas diminutas buscaba sus dedos para jugar con ellos como un niño, el
joven amigo se inclinaba a su vez riendo sobre gato y regazo, y ese juego
aparentemente inocente recordaba, sin embargo, al señor de Ketten que él había
superado sólo a medias su enfermedad, tal como si ésta, con su letal suavidad
se hubiera infiltrado en el cuerpecito del animal, ó acaso no estuviera
solamente en el gato, sino entre ambos. Luego un criado advirtió que el gato
tenía sarna.
El señor de Ketten se asombró de no haberse dado cuenta por sí mismo. El criado
repitió que era preciso matar al gato sin demora.
Mientras tanto el animalito ya tenía un nombre, extraído de los libros de
cuentos. Cada vez estaba más suave y más dócil. Ahora ya era visible que estaba
enfermo y que tenía una debilidad poco menos que luminosa. Se quedaba más
tiempo que de costumbre en el regazo a fin de reponerse de los trabajos de este
mundo, y sus uñas se agarraban con cierta ansiedad. Ahora había aprendido a
examinar a todos, uno después del otro; desde el pálido Ketten hasta el joven
portugués, inclinado hacia delante. Este, a su vez, no le quitaba los ojos de
encima, aunque acaso dedicara sus miradas al vaivén respiratorio de aquel
regazo que lo sostenía. El gato los miraba como si quisiera que le perdonaran
lo feo que resultaba que él, por una misteriosa sustitución, sufriera por
todos. Y entonces comenzó el martirio.
Una noche empezó a vomitar, y estuvo vomitando hasta la mañana siguiente. A la
luz del día, su aspecto era lánguido y desconcertado, tal como si hubiera
recibido muchos golpes en la cabeza. Acaso se tratara simplemente de que, por
exceso de cuidado y de amor, se le hubiera alimentado en forma exagerada. Pero
ya no era posible que permaneciera en el dormitorio, de modo que se le instaló
en una habitación del patio, con los mozos de cuadra. Al cabo de los días éstos
se quejaron, diciendo que el gato estaba cada vez peor. No era posible que por
las noches lo dejaran afuera. El gato no sólo seguía vomitando, sino que además
padecía diarrea y nada estaba a salvo de sus deposiciones. Era una ardua prueba
tener que elegir entre una aureola casi invisible y aquella horrible
inmundicia. Después de haber averiguado la procedencia del gato (una granja
junto al río, al pie de la montaña) se decidió restituirlo a sus dueños. Hoy se
diría que fue devuelto a su comuna de origen, evitando de ese modo la
responsabilidad y a la vez el ridículo. Como también les remordía la
conciencia, le ofrecieron leche y un poco de carne, y hasta soltaron unas
monedas para que los campesinos (en cuya granja la inmundicia sin duda
importaba menos) lo cuidaran bien. Frente a ese proceder de sus amos, los
criados sacudían la cabeza.
El criado que recibió el encargo de transportar el gato hasta abajo contaba que
cuando inició el regreso vio que el animal corría tras él. De modo que el
criado había tenido que bajar dos veces más. Dos días después, el gato
reapareció en el castillo. Los perros lo evitaban; los sirvientes, por miedo a
sus amos, no lo apresaban. Cuando los criados advirtieron su presencia, fue
tácitamente aceptado que nadie le impediría morir allí arriba. El gato había
enflaquecido y perdido su brillo; sin embargo, parecía haber superado la etapa
más repugnante de su dolencia, limitándose a volverse cada vez menos corpóreo. Siguieron
luego dos días durante los cuales volvió a acentuarse lo que antes había
pasado: lento y vacilante deambular en el sitio donde se le cuidaba; distraído
entretenimiento de las patas, que trataban de apresar algún trozo de papel que
se moviera en la cercanía; de vez en cuando, cierta vacilación a causa de su
debilidad y a pesar de su condición de cuadrúpedo. El segundo día llegó a
caerse hacia un costado. En una persona, tal desvanecimiento no habría tenido
nada de extraordinario, pero en aquel animal parecía la consecuencia de una
metamorfosis en algo casi humano. Lo contemplaban casi con respeto. Desde su
particular situación, cada uno de esos seres no podía dejar de pensar que su
propio destino estaba representado en ese gato poco menos que desligado de la
tierra. Al tercer día recomenzaron los vómitos y la inmundicia. El criado
estaba allí, y aunque no se atrevía a repetirlo, era evidente que su silencio
tenía un solo significado: había que matar al gato. El portugués inclinaba la
cabeza como quien se enfrenta con una tentación y luego le decía a su amiga:
«De otra manera, no saldremos de esto.» Le parecía haber pronunciado su propia
condena a muerte. De pronto, todos miraron al señor de Ketten. Éste se quedó
pálido como la pared, luego se levantó y salió. Entonces la portuguesa le dijo
al criado: «Llévatelo.»
El criado llevó el gato a su habitación. Al día siguiente, el animal había
desaparecido. Nadie hizo preguntas, pero todos sabían que el criado lo había
matado a palos. Se sentían oprimidos por una culpa inexpresable. Tan sólo los
niños no advertían nada, y encontraban perfectamente normal que el criado
matara a golpes a un gato asqueroso con el que ya no se podía jugar. A los
perros, que en el patio olisqueaban la hierba iluminada por el sol, las patas
se les ponían tiesas, la piel se les erizaba; después, miraban de reojo. En uno
de esos momentos se enfrentaron el señor de Ketten y la portuguesa.
Permanecieron de pie, uno junto al otro; dirigieron la vista hacia los perros y
no hallaron nada que decirse. La señal había sido visible, pero ¿cómo
interpretarla? Y además ¿qué se esperaba que aconteciese? Sobre ambos se formó
una cúpula de silencio.
Si desde ahora hasta la noche ella no le sugiere que se vaya, me veré obligado
a matarlo, pensó el señor de Ketten. Llegó la tarde y nada sucedió. Pasó la
hora de las vísperas. Ketten estaba sentado, con expresión grave, y también con
un poco de fiebre. Fue hasta el patio para refrescarse y allí permaneció
durante largo rato. No tuvo fuerzas para tomar la última decisión a pesar de
que, en toda su vida, eso había sido un juego para él. Montar a caballo,
ajustarse la coraza, empuñar la espada, todo eso que había dado el tono a su
existencia, le parecía ahora algo disonante. El combate era un movimiento ajeno
y sin sentido. Aun la breve senda de un cuchillo era como una de esas largas,
interminables rutas, donde siempre es posible marchitarse. Por otra parte,
sufrir no era la especialidad de Ketten. Se daba cuenta de que, si no salía de
esto, no curaría jamás. Pero junto a esos dos pensamientos había también un
tercero que reclamaba espacio: cuando muchacho había soñado siempre con
encaramarse a la inaccesible pared que se elevaba al pie del castillo. Era una
idea desatinada y suicida, pero que llevaba en sí misma un oscuro
presentimiento, como si se tratara de un dictamen divino o de un milagro
inminente. Le parecía ahora que ya no él, sino el gato, podría regresar, por
esa vía, directamente desde el más allá. Rió por lo bajo, y sacudió la cabeza
como si quisiera sentirla sobre los hombros; pero, mientras lo hacía, había ya
iniciado el descenso por el camino pedregoso.
Al llegar abajo, junto al río, se volvió. Pasó primero sobre las rocas entre
las cuales corría ya el agua, y luego entre los arbustos, hasta llegar al muro.
La luna indicaba con trazos de sombra las pequeñas cavidades en las que manos y
pies podían afirmarse. De pronto, una piedra cedió bajo sus pies. Sintió el
tirón en los músculos, después en el corazón. Ketten escuchó: le pareció que
transcurría un lapso infinito antes de que la piedra golpeara el agua. En ese
momento ya había ascendido por lo menos un tercio de la pared. Fue como si
despertara y sólo entonces comprendiera lo que había hecho. Únicamente un
muerto podía volver abajo; arriba, en cambio, le aguardaba el diablo. Tanteando
hacia arriba, buscó un apoyo. En cada asidero, su vida pendía de esas diez
delgadas correas que eran los tendones de sus dedos. En su frente había gotas
de sudor y un extraño calor ascendió por su cuerpo. Sus nervios se habían
convertido en hilos de piedra. Pero, cosa extraña, durante esta lucha la fuerza
y la salud, como si le llegaran desde fuera, comenzaron a instalarse nuevamente
en sus miembros. Y lo increíble aconteció: todavía tuvo que evitar un saliente,
luego pudo introducir su brazo en una ventana. Por otra parte, no había otra
posibilidad, pero él ya sabía dónde estaba; de modo que saltó, se sentó en el
antepecho de la ventana e introdujo sus piernas en la habitación. Al mismo
tiempo que la fuerza también había recuperado la osadía. Respiró. No había
perdido el puñal. Le pareció que el lecho estaba vacío. Aguardó, sin embargo, a
que su corazón y sus pulmones se tranquilizaran. Advirtió, cada vez con mayor
nitidez, que estaba solo en la habitación. Sin hacer el menor ruido, se acercó
a la cama: evidentemente, esa noche nadie había dormido allí.
Ketten se deslizó a través de habitaciones, corredores y puertas que nadie
habría podido encontrar sin la ayuda de un guía, y así llegó a la alcoba de su
mujer. Escuchó y aguardó, pero no le llegó ni un murmullo. Entró en la pieza:
la portuguesa dormía y respiraba suavemente. Ketten se inclinó hasta los
rincones más oscuros, y cuando al fin salió de la alcoba hubiera cantado, tanta
era la increíble alegría que experimentaba.
Recorrió todo el castillo, pero ahora las tablas del piso y las baldosas
sonaban bajo sus pasos, tal como si fuera al encuentro de una alegre sorpresa.
En el patio, un centinela quiso saber de quién se trataba, y él aprovechó para
preguntarle por el huésped. El hombre respondió que el extranjero se había ido
en el instante mismo en que asomaba la luna. Ketten se acomodó sobre una pila
de madera a medio descortizar, y el centinela se asombró al ver que permanecía
allí durante tanto tiempo. De pronto, Ketten tuvo la certeza de que, si volvía
a la alcoba de la portuguesa, ya no la encontraría. Golpeó con fuerza en la
puerta y entró. La joven se comportó exactamente como si, en su sueño, hubiera
estado esperando eso. Lo vio de pie frente a ella; vestido en la misma forma
que cuando la había dejado. Nada se había probado; nada tampoco estaba borrado.
Pero ella no hizo preguntas y él, por su parte, nada hubiera podido preguntar.
Descorrió la pesada y ruidosa cortina de la ventana, detrás de la cual todos
los Catene habían nacido y habían muerto.
«Si Dios llegó a convertirse en hombre, también puede llegar a convertirse en
gato», dijo la portuguesa. Ante semejante blasfemia, él tendría que haberle
tapado la boca con su mano, pero ambos sabían que ni una sola palabra saldría
jamás de aquellos muros.
Italo Calvino en dos mitades
-
Tiempos modernos (Buenos Aires), Año I, núm. 1., 1 de diciembre 1964, pp.
35-36. Antes en Marcha, XXI, 8 de mayo de 1964.
La guerra italiana contro la malaria
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Il grande storico francese Fernand Braudel scrisse poco prima di morire che *«Sebbene
pericolosa, la peste, importata dall'India e dalla Cina attravers...
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La editorial Verbum acaba de publicar la primera novela de la escritora
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