El síndrome del diletante
A quién no le gustaría cantar como los dioses, caminar
sobre la cuerda floja o escribir a la manera de los clásicos. En La Calera
de Bernhard, el protagonista, megalómano y fanático empedernido del método de
Urbantschitsch, a raíz de ese método, idea un nuevo estudio, (así llamado por
él y nunca llevado a término) para perfeccionar el oído. ¿Su conejillo de
indias? La esposa. Una mujer inválida a la que somete a largas jornadas de
ejercicios auditivos.
Por supuesto, esa tortura, ese goteo constante de
palabras y frases sueltas, más allá de entrenarla para percibir a distancia el
zumbido de una mosca, la empuja sin retroceso a una otalgia que tarde o
temprano la sumirá en la sordera total. Al final, o al principio, (ya que
Bernhard es una máquina de repetición que envuelve de forma arrolladora al
lector) esta mujer, aparentemente manejable y siempre encajada en su silla de
ruedas, termina de la mano de su aparente instructor (o maestro, digámoslo así)
con uno, dos o tres disparos en la nuca, quién sabe. La precisión de los hechos
no es el tema que nos toca, sino el síndrome del diletante.
En la poesía, igual que en La Calera, hay mucho
destartalo y una azucarera de plata. Se ve, se lee de todo, pero no todo llega
a impresionarnos; eso sí, una buena metáfora, un verso sin más, puede marcarnos
y seguirnos durante años como un ritornelo. Las palabras deben rodar del mismo
modo que las piedras en el fondo del lago. Un ruido, no una matraca. Estilo y
contenido son harina de otro costal.
¿Alguien se ha montado en un toro mecánico? Es difícil no precipitarse súbitamente; todo
tiene su cosa, y el secreto es cuestión de práctica. Dejarse caer y volver otra
vez a la carga. La poesía no es simple caída y las bellas palabras la sumergen,
al igual que un submarino, en la vacuidad de la retórica. En efecto, no somos
Shakespeare. Pero solo los diletantes: aquellos que toman cualquier disciplina
a la ligera, están dispuestos unas veces por falta de talento y otras por
ceguera emocional, a tropezones que rayan en la puerilidad y en el peor de los
casos, en el ridículo.
En fin, se asemejan a esos disparos en la nuca de la
señora Konrad, o al tic tac a distancia de Urbantschitsch, ese tic tac que
parece debilitarse y que pierde el aliento como un moribundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario