7 de enero de 2012

El síndrome del diletante





















Por Dolores Labarcena


A quién no le gustaría cantar como los dioses, caminar sobre la cuerda floja o escribir a la manera de los clásicos. En La Calera de Bernhard, el protagonista, megalómano y fanático empedernido del método de Urbantschitsch, a raíz de ese método, idea un nuevo estudio, (así llamado por él y nunca llevado a término) para perfeccionar el oído. ¿Su conejillo de indias? La esposa. Una mujer inválida a la que somete a largas jornadas de ejercicios auditivos.

Por supuesto, esa tortura, ese goteo constante de palabras y frases sueltas, más allá de entrenarla para percibir a distancia el zumbido de una mosca, la empuja sin retroceso a una otalgia que tarde o temprano la sumirá en la sordera total. Al final, o al principio, (ya que Bernhard es una máquina de repetición que envuelve de forma arrolladora al lector) esta mujer, aparentemente manejable y siempre encajada en su silla de ruedas, termina de la mano de su aparente instructor (o maestro, digámoslo así) con uno, dos o tres disparos en la nuca, quién sabe. La precisión de los hechos no es el tema que nos toca, sino el síndrome del diletante.

En la poesía, igual que en La Calera, hay mucho destartalo y una azucarera de plata. Se ve, se lee de todo, pero no todo llega a impresionarnos; eso sí, una buena metáfora, un verso sin más, puede marcarnos y seguirnos durante años como un ritornelo. Las palabras deben rodar del mismo modo que las piedras en el fondo del lago. Un ruido, no una matraca. Estilo y contenido son harina de otro costal.

¿Alguien se ha montado en un toro mecánico?  Es difícil no precipitarse súbitamente; todo tiene su cosa, y el secreto es cuestión de práctica. Dejarse caer y volver otra vez a la carga. La poesía no es simple caída y las bellas palabras la sumergen, al igual que un submarino, en la vacuidad de la retórica. En efecto, no somos Shakespeare. Pero solo los diletantes: aquellos que toman cualquier disciplina a la ligera, están dispuestos unas veces por falta de talento y otras por ceguera emocional, a tropezones que rayan en la puerilidad y en el peor de los casos, en el ridículo.

En fin, se asemejan a esos disparos en la nuca de la señora Konrad, o al tic tac a distancia de Urbantschitsch, ese tic tac que parece debilitarse y que pierde el aliento como un moribundo.

 

 

 


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