Eliseo Diego
DE LOS TERRIBLES INOCENTES
Vivía en una buhardilla y era
diariamente feliz. La buhardilla tenía una ventana de vidrios gruesos, como el
ojo sabio e irónico de un anciano que, a la vuelta de tanto amable zapato
viejo, se hubiese aficionado al agridulce zumo de sus años. Sentado a su ventana
-"soy, decía, la pupila de la casa"- miraba la extensión
rojo-desierta de la azotea y, más abajo, las chimeneas de las otras casas,
negras, frágiles, con sus importantes caperuzas, que acostumbraban echar con él
una pipa de cuando en cuando. Tranquilos, sosegados, expelían todos a un tiempo
el humo gris, y entonces era un gusto ver, arropado al fin en el humo, el aire.
Pero, ¿quién que vive en una
buhardilla no es poeta? Había allí cosas, no la mesa, sino el modo de pesar la
mesa con sus desvencijadas patas sobre el suelo, rozando al mismo tiempo el
barro de la pared y ardiendo con luz propia en infinitas calidades de lumbre
según que la encarnase una u otra hora, relaciones, cosas, en fin, que pedían
con verdadera urgencia que se les inventase un nombre. ¡Ah, y qué tensa y
regocijada quietud hubo el día en que apareció la primera hoja en blanco y el
nuevo poeta hundió por primera vez la pluma en el tintero! Un candelabro roto
sobre el lavabo pareció que se empinase y no bastaba la brisa a justificar la
inquietud del sillón viejo. Hasta la ventana pareció que mirase hacia adentro
con extraña esperanza.
Tiernamente le escuchaban los
nombres que iba descubriéndoles, procuraban ayudarle, no permitiendo que
tropezase con sus esquinas agrias, acallando como podían esos roncos quejidos
que a las madrugadas, cuando agoniza la luna, el frío les arranca. Hasta una
tarde en que paseaba la azotea y se acercó demasiado al borde, el muro bajo se
las compuso para adivinarle el traspiés último y contenerlo a tiempo.
Pero pronto se acostumbraron a
oírlo y ya se impacientaban cuando dejaba su trabajo. Cierto mediodía en que
quiso salir por fresco a la azotea, se atoró y por poco se ahoga entre el humo
que una de las chimeneas le sopló poderosamente en la cara.
Hubo una noche en que la hoja
permaneció obstinadamente blanca. Al día siguiente fue igual, y al otro igual.
Ya el continuado esfuerzo de antes lo traía flaco y débil, y al tercer día,
luego de un desesperado argüir, le dio un mareo y cayó desgarrándose la frente con
el filo de la mesa. Durmió mal, golpeadas las sienes de rabiosos crujidos, de
pesados frotes entre la sombra. A la madrugada se despertó temblando. Tenía la
sensación de que alguien lo miraba. Al centro de los cristales empolvados y
ahora negros de la ventana aparecía la amarilla pupila con un helado resplandor
fijo.
Como un último recurso habló de
sí mismo durante siete días. Pareció que lo escuchaban con interés al
principio, luego distraídamente. Al séptimo le interrumpió un ruido fuerte. La
ventana se había abierto de un golpe. La casa toda bostezaba.
Resignadamente comprendió que
había llegado al fin de sí, dejó la pluma inútil y salió a la azotea. El
chirrido funéreo de sus zapatos le advirtió demasiado tarde. Se habían aburrido
de él y se despeñaba a la calle.
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