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Sobre la postura erguida
1
En Útica
los ciudadanos
no quieren defenderse
en la ciudad estalló la epidemia
del instinto de conservación
el templo de la libertad
se trocó en rastro
el senado delibera
cómo no ser senado
los ciudadanos
no quieren defenderse
asisten a acelerados cursillos
de genuflexión
pasivos esperan al enemigo
escriben aduladores discursos
entierran el oro
cosen nuevos estandartes
inocentemente blancos
enseñan a los niños a mentir
abrieron las puertas
por las que ahora penetra
una columna de arena
por lo demás como de costumbre
comercio y copulación
2
Don Cógito
querría estar
a la altura de las circunstancias
esto es
mirar al destino
directamente a los ojos
como Catón el Joven
mirad en las Vidas
no tiene sin embargo
espada
ni ocasión
para enviar a su familia a ultramar
espera pues como los demás
pasea por la insomne habitación
contra los consejos de los estoicos
querría tener el cuerpo de diamante
y alas
mira por la ventana
cómo el sol de la República
se aproxima al ocaso
le quedó poco
en realidad sólo
la elección de la postura
en la que desea morir
la elección del gesto
la elección de la última palabra
por esto no se tiende
en el lecho
para evitar
ser estrangulado mientras sueña
querría hasta el final
estar a la altura de las circunstancias
el destino le mira a los ojos
en el lugar donde estaba
su cabeza
(1974)
Versión de Xaverio Ballester
MIENTRAS DESCIENDE EL SOL...
Mientras desciende el sol, lento como la muerte,
observas a menudo esa calle donde está la escalera
que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad; fuma y se asoma
hacia la calle desviada; sonríe solitario
a este lado de la ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre; una hora larga llevas
viendo tus propios movimientos,
pensando desde fuera, con piedad,
las ideas que en el papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin de una estrofa,
que es muy penoso ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa de mirar la mirada,
como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi enferma de tan lejana,
se sumerge en la noche
como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos caminantes pausados
se dejan agostar por la distancia; entonces
el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.
Canto I
Ha muerto mi padre.
Se repite su ausencia cada día
en el hogar vacío.
Yo pregunto,
y además de la ausencia y además
de perder los caminos de esta tierra,
¿qué es la muerte?
Yo te pregunto, padre, ¿qué es la muerte?
¿Has hallado la paz que merecías?
¿Encontraste cobijo en nueva casa
o vas errante, y sufres bajo el frío
del invierno más grande, del total
desamor?
Yo te pregunto, padre, si son algo
los muertos, o si la muerte es sólo
una inmensa palabra que comprende
todo lo que no existe.
No a la transmigración...
No a la transmigración en otra especie.
No a la post vida, ni en cielo ni en infierno.
No a que me absorba cualquier divinidad.
No a un más allá, ni aun siendo el paraíso
reservado a islamitas, con beldades
que un libro garantiza siempre vírgenes.
Porque esos son los juegos para ingenuos
en que mi agnosticismo nunca apuesta.
Mi envite es al no ser. A lo seguro.
Rechazo otro existir, tras consumida
mi ración de este guiso indigerible.
Otra vez, no. Una vez ya es demasiado.
Piedra arenaria
QUE SE LO COMAN TODO, y acabemos. Que se lo traguen,
entre gritos, a patadas, desde adentro de una
madre, revolviendo el agua del nacimiento.
En la escritura que arrojo por los hombros no hay más
que una presión, un alud de años, un mirar que
aprieta y sofoca, unas palabras que no tienen
acomodo en ninguna parte, unos papeles con ruidos,
con gruñidos, cuando una sartén se ha roto por
el mango, cuando te esponjaste como una gallina,
cuando cubriste el espacio que te correspondía
sin ser águila, cuando te pusiste a sanar del
ala seca, cuando te arrastraste a donde sonaba
la claridad.
Salgo, como he salido tantas veces, al aire descascarado,
con la camisa babeante, con la manga tiesa, y
la nuca sudada.
Alguien se retira de mí, a otro rincón, siguiendo la
sombra de mi mano que se desliza como un tren.
He caminado siguiendo a mis pies, he tropezado
con mis cejas. Me doy cuenta que el papel es
carne y que no hay fuego en esa caverna, que el
frío va entumeciendo sus ojos; descoyunta sus
rodillas, lo hace pedazos.
Todo empuja a arrancar, a crepúsculo embrocado, todo
camina en gestos, en grava. De un lugar a otro,
luces morroñosas, sábanas de antigua agua. Mi
camiseta se quema para florecer a solas. Camino
sobre de una uña, como en el mar. ¡Zumban, tumbados,
los aguaceros!
En la tiesura de las cigarras, sus secas alas alargan
el cielo, hieren su antebrazo. La navaja del
vuelo se oxida en mi garganta.
¡La señal! Y enmudecí siguiendo la luz de una lámpara.
Me eché para atrás como quien quiere detener a
la noche, junto a las polvosas palomas de las
vigas, como si alguien me arrancara de los hombros
y clavara mi cabeza en una pica, con una palabra
reventada en el puño.
No podía creerlo entre los restos de comida, entre
botellas rotas, en cada uno de los cabellos del
relámpago que mostraba sus ojos de ira, sus labios
de ultraje. Lo dije tantas veces sobre los carbones
prendidos debajo del comal, lo repetí a las cuatro
paredes de una habitación, lo reproduje en las
hojas que el tiempo ha podrido, mascado, y en
la lluvia que mira sobre los campos la fértil
acometida de las hierbas.
¡La vena a punto de reventar, hinchada en el esfuerzo
caudaloso! ¡El ojo que salpica cuando no hay nadie!
Poso la mejilla en el vientre de la estatua de sal,
la que sintió pasar un pájaro dentro de una gota
de ámbar, y siento el vuelo mojado de una mujer,
aire que me baña.
Sobre los huesos de los codos me levanto, para emparejarme,
para estar despierto. Desde esta posición veo
todo lo que he dejado atrás, mientras termino
de comer, cuando un halo baja hasta mi frente
y me anuncia que ya va a amanecer, entre pétalos
arrugados.
Me levanto a través del cielo áureo, con letras incompletas.
No morir hasta haberlo visto todo
Mi mujer cantando Alfonsina a las diez de la noche
Unas muchachas recostadas a los médanos
Un poeta robándose las obras completas de Severo Sarduy
Tres prostitutas en Medellín que me confunden con un nicaragüense
Un ciego de espaldas al mar
Fayad Jamis leyendo El ahorcado del Café Bonaparte
Una librería con todo Borges y Los alimentos terrestres de Gide
Un pingüino muerto en las costas de Talcahuano
Otra vez mi mujer haciendo pajaritas de papel
Mi madre tendiendo unas sábanas blanquísimas
Un policía leyendo a Rainer María Rilke
Thiago de Melo y María de Aparecida preguntándome por Cuba
Mi padre a punto de morir bebiendo té con bergamota
Una mesa llena de uvas negras y otras ambrosías desconocidas por mí
Tres mendigos sonrientes en la Avenida paulista
Dos revistas Orígenes en la Librería Renacimiento
Unas vacas nadando en el mar de Manzanillo
Un tren francés roto en las llanuras de Camagüey
Un vendedor de agujas con poemas publicados
Un ciervo herido que busca en el zoológico amparo
Mi hermana a la salida de un quirófano
La Plaza de la Revolución vacía y oscura
Los muros del Moncada a las tres de la tarde y en agosto
Esto he visto yo y espero no morir hasta haberlo visto todo.