13 de marzo de 2008

Alberto Abreu















RITO RAMON AROCHE:
La poesía, la ciudad, y sus aparenciales latitudes




















En una entrevista concedida, hace más de cuatro décadas, Lezama se hacía emisario de la siguiente agitación: “Que maneje las fuerzas que lo arrebatan, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya al lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario. Que le guste la granada que nunca ha probado y que guste de la guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y se aleje por repugnancia.” Si tenemos en cuenta que el interlocutor de Lezama es el poeta, y en particular el poeta de la Cuba de hoy (la de los años sesenta y su conversacionalismo) sus palabras pudieran leerse como un emplazamiento, un desafío.
Otra posible lectura, la que me interesa, tiene que ver con los reiterados ejercicios metaoperativos mediante los que el autor de “Muerte de Narciso” reflexiona sobre el ser de la palabra, y de la angustiosa lucha que sostiene con ella en el acto de nombrar. Una contienda donde el verbum se esfuma, se torna inasible, pez, agua escurridiza. Hay, todavía, en esta actitud ante la palabra y las cosas (sus opresiones e incertidumbres); un sentimiento propio del escritor moderno hacia el lenguaje y sus instancias de representación. Es el patetismo que me deleita y exaspera cada vez que leo Confluencias: “A veces la espera y llegada de la mano era infructuosa y eso alejaba desmesuradamente una sílaba de la otra, una palabra de su compañera de navegación”
Sobre estas cuestiones meditaba a propósito de la reciente edición por la Editorial Extramuros del El libro de los colegios reales, de Rito Ramón Aroche (La Habana, 1961). “Tal vez, o un poco re- accionando ¿pendulando? Contra esto, es que aparezco. Es decir, es que golpeo contra ellos. Es decir, es que me apropio. Que me muevo.” Con estas declaraciones se inicia el libro. No podrán negarme que en este aparente desvarío del sujeto lírico hay mucho de teatralidad, subversión, como si se tratara de una aparición en escena. Un performance de conscientes implicaciones epistemológicas. Escribo esta palabra con toda intención. Ya lo afirma en este libro su autor: “Un texto es un ensayo que escapa de la esfera.”
¿Qué clase de textos son estos donde las vivencias intelectuales, lo escritural se transforman en vivencia existencial? Y lo que resulta más delirante: la violencia del espaciamiento a través de la cual la palabra se inscribe con una evidente voluntad lúdrica.
He aquí, mencionados sin querer, las tres dimensiones que configuran el discurso de Rito Ramón Aroche en El libro de los colegios reales: los juego escriturales, la ansiedad espacial y la representación.
El primero: el juego, acoge a un grupo de procedimientos escriturales: las aporías; las asociaciones libres, inesperadas entre las palabras. El diálogo intertextual __explícito o velado __ que su autor sostiene con algunas voces poéticas de su generación: Carlos Alberto Aguilera, Ricardo Alberto Perez, Pedro Márquez de Armas. La manera en que las tesis de Berkeley, Charles Albert, Harold Bloom, Blanchot, Derrida, Octavio Paz, Valery... son releídas e inscriptas en el espacio textual por un yo poético que se hace y deshace en el acto de nombrar:
Aquí me armo.

Igual que el roto del cristal, veo. Me
recuerdas algo echado.
O un animal echado __dijo. O algo dijo, creo, por
las zonas.
Es decir, que el juego también sirve de pretexto para sus visitaciones y andanzas por algunas regiones de la historia y el pensamiento literario contemporáneo. Un juego donde la memoria y la palabra se torna agua: júbilo, del agua. Después de todo, el lector no es otra cosa que un epígono y todo poema un heraldo, y toda lectura un acto de manipulación.
Quizás los textos más paradigmáticos en este sentido sean: “Arenas movedizas” “Dilataciones/Delaciones” y “Algo sobre el texto expansivo.” En los dos primeros hay ciertos galanteos con escritura de Lezama, sobre todo con los poemas incluidos en la sección dos de La fijeza. Además de una especie de réplica intertextual a lo que un contemporáneo suyo ha llamado “la poética del límite.” En “Algo sobre...”, como su título indica, el referente sobre el cual se discurre son las tesis de Charles Albert sobre el texto expansivo. Pero en el fondo se trata sólo de dobleces, enmascaramientos, simulaciones, que ocultan una sola obsesión: la escritura en la cual no hay nada concluyente. En este sentido, el libro todo lo interroga, lo pone en dudas, construye y deconstruye los significados. Reflexiona sobre su propia operatoria; se admira en el espejo fragmentado de una textualidad que difumina los límites genéricos entre la poesía, el ensayo; e ignora la finitud, lo concluso. Es la apoteosis, el summum del narcisismo: “Corporeizar el mundo y el submundo, el mundo y el trasmundo, hacerlo macro o limpio o neblinoso, asible o inasible ¿acción del texto? ¿acción del sujeto sobre el texto? ¿del objeto sobre el sujeto?”
La segunda dimensión, tiene que ver con tematización del espacio. Lo disyuntivo, la discontinuidad y las fisuras. La manera perversa, esquizofrénica en que tales procedimientos se inscriben, textualizan. Esos guiones, espacios vacíos o puntos de indeterminación, digresiones... que permiten relacionar segmentos textuales -a primera vista- discordantes. Se me antojan como ademanes de fuga, gestos de insubordinación, que reniegan de lo lineal, la unidad, lo homogéneo... ¿Final de la historia como escritura o de la escritura como historia?
El sujeto lírico, (no sé hasta qué punto sería pertinente llamarlo así) en El libro de los colegios reales vive asediado y escindido por múltiples codigos, voces, estilemas, autores, referentes temáticos, lingüísticos propios del mundo contemporáneo, que dinamitan aquellas normativas ortodoxas prefijadas para el correcto funcionamiento de la lengua y su escritura, (lo que Julio Ramos llama la ética del buen decir), y no han sido más que expresión del terror y desasosiego del sujeto letrado frente a las dispersiones acarreadas por el uso popular de la lengua. Es precisamente, este acto de contaminación, lo que propicia en, El libro... la confluencia y dispersión de todos los límites, difumina esas parcelaciones literarias que la retórica llama géneros.
La última de estas dimensiones o instancias es la representación. El desmantelamiento de los conceptos metafísicos de representación y verosimilitud. La mueca, la parodia dirigida contra esas pretensiones, llamémosle realistas, propia de la ontología occidental, en sus intentos por ordenar lo real, lo vivencial a través del lenguaje, su escritura; lo lineal, y el dominio de la razón.
Confieso que, finalizada mi lectura de, El libro de los colegios reales me divertía al predecir la suerte que podría correr, en manos de nuestra crítica literaria, la recepción de un libro como este. Sobre todo cuando es ella misma , sus patrones de análisis y valoración de la poesía, los que, de una forma u otra, están siendo interrogados, impugnados desde sus páginas.


Cárdenas, septiembre del 2006

No hay comentarios: