11 de mayo de 2010

Caridad Atencio




















De El libro de los Sentidos





Encima de una noche le llamaba a calmar mi ansiedad. Pasaba suavemente la punta de sus dedos por mis piernas y brazos, y me cantaba para dormir “Las Mañanitas”. A esa hora mi padre era solo para mí, después de larga ausencia - Mi madre exhausta de un día de labor en solitario no era fiel a mis voces – El deslizaba sus dedos lentamente y entonaba como en la serenata un mexicano. Yo olvidaba los gatos que cruzaban mi ventana, el horror a lo oscuro, e ignoraba si al cubrirnos llegó o se despedía la sombra.




...



El agua impar de Varadero era el territorio de la justa. No soportaba verse entre los otros sin parecer el único. Entre familias de obreros que allí premiaban su sacrificio lo decía: soy un lobo de mar ¿Quién se atreve conmigo a nadar hasta el horizonte? Nadie le hacía caso en su medianía, solo un gigante joven con retraso, hijo de uno de los mejores amigos de mi padre. Todos gritaban para desalentarlos si entraban en el mar. Se confundían con las toninas a los lejos que yo creía ballenas. Y dejamos de verlos por un tiempo largísimo. Y vimos las toninas esta vez. Siento cuando se cruzan el silencio terror de mi madre, un hombre entrando en la vejez, y que sale del agua, que se piensa invencible.




...



Te dije que me habías destruido cerca de las piedras donde por vez primera te besé. Era la claudicación de un mito. El desdén de caballos pintados. Arrastré tu ilusión desde que era apenas una niña, la amasé, hasta que un día la recibí en la piedra. Venías a verme cada vez sin importarte lluvia o la mirada aviesa de mi padre. Construiste una aureola que destruyó tu aliento juvenil. Me dije: ‘No puedes conformar nada sin obedecer a la solemnidad de tu alma’. Desde entonces soy incólume y frágil y cuido más la huella de mi pecho que de mi corazón.

8 de mayo de 2010

Virgilio Piñera

















Vida de Flora

Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.
Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje.

Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire!
¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire?

Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada.
Una gran luz te brotaba. De los pies, digo, te brotaba,
y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada.

Un gran ruido se sentía en tu cuarto. ¿A Flora qué le pasa?
Nada, que sus grandes pies ocupan todo el espacio.
Sí, tú tenías, tenías la imponderable amargura de un zapato.

Ibas y venías entre dos calientes planchas:
Flora, mucho cuidado, que tus pies son muy grandes,
y la peletería te contrata para exhibir sus hormas gigantes.

Flora, cuántas veces recorrías el barrio
pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba.

De pronto subían tus dos monstruos a la cama,
tus monstruos horrorizados por una cucaracha.

Flora, tus medias rojas cuelgan como lenguas de ahorcados.
¿En qué pies poner estas huérfanas? ¿Adónde tus últimos zapatos?

Oye, Flora: tus pies no caben en el río que te ha de conducir a la nada,
al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados.
Tú querías que tocaran el tambor para que las aves bajaran,
las aves cantando entre tus dedos mientras el tambor repicaba.
Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas,
todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba.

Flora, te voy a acompañar hasta tu última morada.
Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.


...


La vida entera

No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo que más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte.
¿Y a cuál de los dos mecánicos escogería yo como instrumento de mi liberación? ¿Sólo a uno o a ambos?
Sí, no podíamos ser sino estudiantes de Filosofía y Letras, adorar de rodillas la Belleza y coleccionar objetos de arte.
Juzgo ocioso declarar el año de mi nacimiento. Se cita el año de llegada al mundo cuando se pertenece a un país donde, en el momento en que se nace, algo ocurre —ya sea en el campo de lo militar, de lo económico, de lo cultural... En tal caso la fecha tendría un sentido. Verbigracia: «Cuando nací en mi patria invadía el Estado tal o era invadida por el Estado más cual; cuando vine al mundo las teorías económicas de mi compatriota X daban la pauta a muchas otras naciones; cuando vine al mundo nuestra literatura dejaba sentir su influencia". Pero no, ¡qué curioso! cuando en 1912 (ya ven, pongo la fecha para que no queden con la curiosidad) yo vine al mundo nada de esto ocurría en Cuba. Acabábamos, como quien dice, de salir del estado de colonia e iniciábamos ese triste recorrido del país condenado a ser el enanito irrisorio en el valle de los gigantes... Nosotros nada teníamos que ver con las cien tremendas realidades del momento. Pondré un ejemplo: la guerra de 1914 significó para mi padre una divertida pelea entre franceses y alemanes. Y también un modo de matar el tiempo a falta de otra cosa que exterminar. Papá, en compañía de otros papás, pasaba gran parte del día jurando que los alemanes eran unos vándalos (probablemente nunca se detuvo a pensar en virtud de qué usaba tal calificativo) y que los franceses eran unos ángeles; que Foch era un estratega y Ludendorff un sanguinario. En cuanto a mi madre, a la cabeza de mis tías y de otras parientes, tomaban tan al pie de la letra la inminente caída de París, que veía alemanes hasta en la sopa. Un día qué el cañón Bertha tronó más que de costumbre sobre los techos parisinos se nos prohibió salir a la calle. ¡Temíamos ser bombardeados!
Me había tocado en suerte vivir en una ciudad provinciana; esto, que no es cosa grave y hasta positiva si se sabe que allá existe una capital en toda la acepción de la palabra, significaba, en el caso nuestro, una tal ausencia de comunicación espiritual y cultural que, a la larga, terminaría por encartonarnos. Vivía, pues, en una ciudad provinciana, una capital provinciana, que, a su vez, formaba parte de seis capitales de provincia provincianas con una capital provinciana de un estado perfectamente provinciano. El sentimiento de la Nada por exceso es menos nocivo que el sentimiento de la Nada por defecto: llegar a la Nada a través de la Cultura, de la Tradición, de la abundancia, del choque de las pasiones, etc. supone una postura vital puesto que la gran mancha dejada por tales actos vitales es indeleble. Así, podría decirse de estos agentes que ellos son el «activo» de la Nada. Pero esa Nada, surgida de ella misma, tan física como el nadasol que calentaba a nuestro pueblo de ese entonces, como las nadacasas, el nadaruido, la nadahistoria... nos llevaba ineluctablemente hacia la morfología de la vaca o del lagarto. A esto se llama el «pasivo» de la Nada, y al cual no corresponde «activo» alguno.
Muchas veces me he preguntado por qué los hombres y mujeres que formaban mi pueblo natal, Cárdenas, no se llamaban todos por el mismo nombre. Por ejemplo, Arturo. Arturo se encuentra con Arturo y le cuenta que Arturo llegó con su hijo Arturo y con su hija Arturo, que su mujer Arturo pronto dará a luz un nuevo Arturo, pero que ella no quiere ser asistida por la partera Arturo sino por la otra partera Arturo que es la partera de su cuñado Arturo madre del precioso niño Arturo cuyo padre Arturo trabaja en la fábrica Arturo... Por supuesto, mi familia formaba parte del clan Arturo.
La secreta aspiración de papá fue el cenobio: por qué equivocó esta vocación, por qué se casó, y lo que es todavía más contradictorio, por qué tuvo seis hijos (aspiraba a tener doce pero mi madre se enfermó) es cosa que jamás podrá quedar dilucidada. Quizás la explicación habría que buscarla una vez más en ese "arturismo"‚ de nuestro pueblo: papá sólo pudo seguir la rutina de los días y aceptó el matrimonio como uno de esos males necesarios; en cuanto a los hijos, los iba haciendo a falta de otra cosa más importante que realizar. Por otra parte, y he aquí una nueva contradicción: a medida que la gente es más mísera se despierta en ellas un furioso deseo de procrearse. En esas noches en que los matrimonios van a la cama muy temprano porque el aburrimiento les destroza sólo les queda la rutinaria copulación, sin belleza, sin lujuria, sin pasión; una cópula practicada, no por ellos sino por la inercia.
(...) Había llenado la casa con seis hijos, llegados al mundo un año tras otro; lo que hubiera sido su mayor ambición: soledad de mi madre y de él, todo esto hubo de trocarse por la vocinglería de seis muchachos. Su hambre de silencio era cada día más apremiante; estaba decidido a calmarla costare lo que costare. Las consecuencias de esta decisión serían pagadas por nosotros. Dos tipos de silencio deberíamos observar: uno, el silencio porque el padre estaba callado; otro, porque el padre estaba hablando... El segundo era más estricto que el primero. Seríamos castigados severamente si, en ocasión de estar papá anegado en su silencio, con su cabeza sumergida en el mar de la Nada, alterábamos este silencio con alguna risa, ruido o voces. Entonces, saltaría como una furia y seríamos perseguidos y copados en las faldas de nuestra madre.
No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo que más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte. Lo primero, porque un buen día nos dijeron que no «se había podido conseguir nada para el almuerzo». Lo segundo, porque también un buen día sentí que una oleada de rubor me cruzaba el rostro al descubrir palpitante bajo el pantalón el abultado sexo de uno de mis numerosos tíos. Lo tercero, porque igualmente un buen día escuché a una prima mía muy gorda que apretando convulsivamente una copa en su mano cantaba el brindis de «Traviata». Para no menoscabar la autoridad de la naturaleza me veo obligado a decir que reaccioné en toda la línea. La molesta sensación del hambre la aplaqué saliendo subrepticiamente a la calle y robándome un plátano de la frutería. En cuanto al sexo, mi reacción fue más elaborada, lo primero que se me ocurrió fue buscar un sitio aislado, pero no bastándome la soledad, busqué el concurso de las tinieblas. Un ciego instinto me avisaba que, habiéndome apoderado de la imagen de mi tío, debería, so pena de perderla, sumirla en el rincón más oscuro de mi ser. Pero como yo era un niño de siete años y no un psicólogo, hice lo que hacen los niños en estos casos: busqué la oscuridad física. La encontré en la carbonera; entonces me puse a revolcarme como un desesperado; desesperado, porque ignorando totalmente dónde ubicar el sexo de mi tío en mi cuerpo, sólo acertaba a hacerme una imagen del tío como encimándose pero sin llegar a posarse en algún punto preciso. Pero —¡oh poder del centro de gravedad!— ya encontraba el mío pues la mano fue cayendo hacia el centro de mi cuerpo, en donde mi diminuto e informe sexo, grotescamente erecto, solicitaba el acompañamiento de la mano para regalarme la áspera melodía de la masturbación. A los pocos instantes me sacudió un estremecimiento de placer y entonces supe que todo pasaba en el cerebro, pues el tío, como la roja lumbre de un cigarrillo me quemaba y desgarraba la cabeza cual si yo fuera el hígado de otro Prometeo.
Mi primera hambre artística la calmé con ese almibarado engaño que el arte pone bajo los ojos de aquél que se le enfrenta por la primera vez: me refiero al bocado de la imitación. Tal parece que nos dijese: —Aquí me tienes; sólo tendrás que parecérteme y entonces tu angustia será calmada pues otros se querrán parecer a tu demonio...—. Pero ¡ay!, cada nuevo ejercicio de imitación nos va alejando su rostro y terminamos pisoteados por sus horrendos cascos.
Me encerré en la alcoba de mi madre y sobre mis ropas de niño eché un peinador; puse una cinta en mi cabeza y una flor de papel al talle. Entonces agarré un búcaro y elevándolo a la altura de mi cara canturreé una y diez veces la poca melodía que se me había pegado del famoso Brindis. El resto del día lo pasé, como se dice, en religioso silencio. ¿Silencio de los mundos o de qué...?
Claro que no podía saber a tan corta edad que el saldo arrojado por esas tres gorgonas: miseria, homosexualismo y arte, era la pavorosa nada. Como no podía representarla en imágenes, la representé sensiblemente: tomé un vaso, y simulando que estaba lleno de líquido, me puse a apurarlo ansiosamente. Mi padre me sorprendió; muy intrigado preguntóme por qué fingía que estaba bebiendo... Entonces le respondí: que estaba tomando «aire». Se explica muy bien que simbolizara inconscientemente la nada si se tiene presente que la materia que se oponía a mi materia no se podía combatir en campo abierto, sino que la lucha se desarrollaba en el angustioso campo de lo prohibido. No hubiera podido salir a la calle y declarar abiertamente nuestra hambre; infinitamente menos confesar, y lo que es más importante, practicar, mi inversión. En cuanto al problema del arte, no era tan bárbara mi familia como para prohibírmelo, pero como en la niñez el futuro artista no lo es, y en cambio, sí es y nada más que pura sensación, sólo atina a abrir una inmensa boca y sufrir las angustias del éxtasis.
Francamente, sigo considerando a La Habana como un sepulcro. Un vasto sepulcro dividido a su vez, en sepulcros más pequeños. Pero aclaro en seguida que tal impresión sepulcral no tiene nada que ver con esas típicas sensaciones de aplastamiento propias de las grandes ciudades. (...) No, si yo digo que la ciudad me sigue pareciendo un vasto sepulcro se debe pura y simplemente a una contingencia privada y personal: me refiero a la miseria. Así como el Vía Crucis de la Pasión tiene sus Estaciones, así también tengo yo por la ciudad señaladas mis tumbas, partes de ese vasto sepulcro, y en el correr de los años y tras algunos pasados en el extranjero no he logrado que tal impresión desaparezca, o, al menos, se atenúe. Y si voy a hablar con mayor franqueza, aunque tenga que enfrentarme con el ridículo, declararé que hasta evito cuidadosamente ciertas calles y ciertas casas en las cuales estas marcas de la miseria me hicieron padecer más de lo acostumbrado. Pero aclaro también en seguida que si las evito es precisamente porque ni una pizca de delectación hay en mi alejamiento de ellas. Sencillamente las veo como puentes cortados, fragmentos de mi existencia que en nada me religan ni podrían religarme con mi vida presente. ¿Qué tengo yo que ver, por ejemplo, con el Virgilio del año 38, inquilino de un cuarto en la calle de Galiano? Y si fatalmente debo pasar por tal lugar lo observo con la misma indiferencia que todo mi ser asumiría ante el sepulcro de Tutankamen... No podría tener piedad con cadáveres ajenos. Entre estos milenarios también se clasifica el mío de ese año '38(...)
Decliné una invitación a bailar esa noche y me despedí de mis amigos. Desde Camagüey había escrito a una tía política que viviría en su casa. La había escogido a ella porque a pesar de su pobreza vivía a dos cuadras de la Universidad.
Un camión de bultos postales me transportó a La Habana. No tengo que decir que el viaje era gratuito, favor que me hacía un amigo de la infancia y que le agradecí doblemente pues así me ahorraba los cuatro pesos que, con sumo trabajo, había ahorrado para el ticket del ómnibus. Viajar durante catorce horas en un camión, echado entre bultos —un bulto más— es algo realmente pintoresco: una inmensa tela embreada cubre por entero la superficie del camión y se ve uno obligado a rodar interminablemente con una tienda de campaña sobre la cabeza. Mi amigo el camionero me improvisó en la parte posterior del camión una suerte de cucheta y, con ayuda de dos tablas suspendió un tanto la lona y así podía ver yo el fugaz paisaje: sabanas o colinas, árboles o palmas y los eternos verdores de nuestros campos. En suma, monotonía y monotonía...
Pero también monotonía dentro de mí. Cumplida ampliamente la mayoría de edad seguía yo practicando a diestra y siniestra la recitación y la masturbación: yo lo recitaba todo desde la prosa hasta los versos y me masturbaba tanto física como mentalmente, esta línea de menor resistencia era una mullida almohada adonde mi cabeza se reclinaba impúdicamente. Expresar los pensamientos ajenos y evadir todo contacto real con el sexo se había convertido para mí en una mecánica cotidiana, matizada por el tantalismo que ponía yo en todos mis actos, si no llegué a chocar con la imbecilidad fue debido a una especie de contra yo que analizaba mis actuaciones, quiero decir que algo me advertía constantemente de la falsedad de mis reacciones y me pinchaba para que saliera del impasse, he ahí por que viajaba yo en un camión. La Habana me curaría del recitador y del masturbador; aprendería esa técnica impostergable que consiste en contar el sueño de nuestra existencia y echándome en los brazos del primer hombre conocería por fin el sexo tal y como yo lo entendía. Tales reflexiones me iba haciendo mientras sus ruedas me alejaban de la provincia, y como quiera que las generalidades llevan a las particularidades, me encontré, de súbito, totalmente erotizado, con el audaz pensamiento de que conmigo viajaban dos hermosos y nobles hombres con los cuales podría poner en práctica mis eróticos ensueños.
Dicho y hecho, aprovecharía la próxima parada del camión en uno de esos descampados que los choferes escogen para escapar un tanto a la angustia del volante y allí sería Troya... Me ayudaría la Naturaleza —frescas brisas, árboles copados, si es posible, hasta murmurante arroyuelo y el tibio calor del sol entre los ramajes. Y también esa otra Naturaleza, la humanidad, y sobre todo, ésa de los hombres de los cuales, había leído que son a tal punto sexuales que desconocen toda discriminación en cuanto a satisfacción sexual se refiere. Sí; todo se conjugaría y esta vez me tocaría a mí ser arrrojado del paraíso. Hasta ese momento yo era una triste presa del Señor y, sin duda, el diablo quería su parte; me abandoné a endiabladas ensoñaciones : ¡oh, supremo instante en que el ángel me arrojaría hacia el valle de las lágrimas! ¿Y a cuál de los dos mecánicos escogería yo como instrumento de mi liberación? ¿Sólo a uno o a ambos? Yo había también leído, como se lee en las descripciones de viajes famosos, que en casos desesperados la elección puede ser fatal, que es preciso echar mano a cualquier recurso y que pararse en pelillos puede significar la muerte del viajero... Entonces, si no lograba separar a uno del otro, mediante acción rápida, propondría a los dos desempeñar el papel de Adán, y digo Adán y digo paraíso y digo ángel, porque en mi obligado papel de recitador ya me había disparado hacia una suerte de retórica, que, por otra parte, iba anunciando que todo pararía en vanas palabras.
Y así fue, lo de dicho y hecho fue dicho y hecho, mas... dentro de mí. A los pocos minutos el camión se había detenido en un lugar punto por punto igual al descrito por mi imaginación. Desde ese instante —inicio de una realidad que yo temía— un sudor frío me inundó todos los miembros: me quedé paralizado, y una pierna que dejaba ver su carne fue descubierta automáticamente con una punta de la lona. ¡Ahí estaba ya: templo que se opone a que sea rasgado su velo! Sentí que los mecánicos se acercaban, entonces me tiré totalmente la lona por encima y me hice el dormido. Pero ellos, alegres y riendo ruidosamente, me sacaban del camión y me señalaban un lugar encantador. Tan pálido debí mostrármeles que me preguntaron si me sentía enfermo. Hice que no con la cabeza y salté del camión. Nos internamos en el campo y ya comenzaba a serenarme cuando advertí que mi amigo llevaba en la mano una botella de ron. Me eché a temblar de nuevo: era que la vista de la botella —argumento poderoso para convencer al más reacio y despertar al más embotado— me llenaba de pavor. Así era yo: cuando las cosas llegaban a un plano de inmediato cumplimiento iniciaba la vergonzosa retirada. ¿Adónde habían ido a parar mis audacias de hacía unos minutos? Todo aquel paisaje sensual, todo aquel erotismo bajo una lona se había diluido y veíame parado como un corredor al que se le ha interpuesto un obstáculo en plena carrera.
Topamos con el inevitable arroyuelo y allí nos detuvimos. El ayudante de mi amigo me miraba de soslayo y advertí en su mirada que me examinaba con la misma curiosidad que un animal cualquiera examina a otro de una especie diferente; sentía que medía su fortaleza por mi debilidad y a tal punto se sintió protector que me ofreció por asiento la piedra más pulimentada. En seguida me alargó la botella y me dijo desplegando una irónica risita si no quería tomar un poco de agua después del trago. Entonces mi amigo comenzó la consabida charla sobre las mujeres. En menos tiempo del que empleo para contarlo aquí me describieron unos coitos complicadísimos y, aunque mi desconocimiento en materia de psicología masculina era bien superficial, me percaté de que todo obedecía a esa táctica viejísima que consiste en dejar traslucir lo extranormal mediante alusiones a lo normal. Todo ello corregido y aumentado con la inevitable excitación que cualquier relato erótico nos procura. Pero todos sus cálculos fallaron, porque mis inexorables moiras de la recitación y la masturbación se interpusieron y me vi, yo también, imbécil y medroso, relatando unas imaginarias hazañas habidas con docenas de mujeres. Hablé hasta por los codos y tanta «masculinidad» desplegué que ellos se vieron constreñidos a ese desdén calculado que es de rigor entre connotados tenorios. Había fracasado una vez más y mi residencia en el paraíso se prolongaba. Volvimos al camión bajo un silencio de muerte y ya no paramos hasta la entrada de la capital.
Mis primeros contactos en el terreno así dicho del arte los hice con dos tipos de gente en extremo dudosas. Las primeras formaban fila en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras; las segundas eran muchachos inclinados a lo bello, sensibles, amantes de las bellas artes. Unas y otras eran homosexuales y tras un estudio detenido de las mismas nunca se podía saber si eran homosexuales porque aspiraban a ser artistas o si aspiraban a serlo porque eran homosexuales. Por otra parte resultaba algo muy revelador el hecho de que la mayor contribución de homosexuales a los cuadros universitarios fuese dada por la Facultad de Filosofía; ninguna de las restantes Facultades podía exhibir siquiera la cuarta parte de los de aquélla. Eran muchachos pálidos, nerviosos, que no «perdían» un concierto, que hablaban afectadamente y hacían versos. Me encontré con que todos y cada uno eran poetas, con libro o sin él, que en los patios buscaban ansiosamente a nuevos reclutas, se olían y reconociéndose comenzaban por la confesión lírica para llegar abruptamente a la confidencia homosexual. Naturalmente, yo había escogido por carrera la de Filosofía y Letras. ¡Cómo podía no ser así! Entre el corazón anatómico y el poético no podía dudar; me quedaría siempre con el poético. Digo esto porque pienso en nuestra brillante hornada de invertidos líricos estudiando la carrera de Medicina a merced de fríos profesores de anatomía y deportivos muchachos. No, nosotros, con verdadero instinto animal, nos habíamos replegado a la sombra de Minerva: alguno de entre los profesores quizás si nos comprendiese y hasta compartiese nuestras inquietudes... Y asimismo para el buen éxito de nuestros insatisfechos ensueños eróticos nos era imprescindible lo Bello: podrían revirarse los ojos, caer en éxtasis, suspirar, si leíamos un verso de Dante o de Keats; la vista de una lámina que mostrara un vaso sagrado del templo de Amón o el Rapto de Proserpina nos autorizaría a vernos transmutados en el sacerdote o en la diosa... Sí, no podíamos ser sino estudiantes de Filosofía y Letras, adorar de rodillas la Belleza y coleccionar objetos de arte.
Pero quedaba, en esta sospechosa arqueología intelectual, un «renglón» no menos importante. Me refiero a las llamadas «antigüedades», sembradas, regadas y recolectadas por los homosexuales de garçonnière. A poco de haber entrado a una de tales garçonnières el amigo que nos presentara al dueño de casa rogaba a éste que nos mostrase su «antigüedad» o «antigüedades». El anfitrión, bajando la vista y lleno de rubor se apresuraba a ponernos delante de los ojos todo lo antiguo de que era poseedor. En el ochenta por ciento de los casos este homosexual de garçonnière era persona muy inculta, pero como se había corrido la voz entre los del oficio que las «antigüedades» eran espirituales, que daba «cachet» el poseerlas, él se apresuraba a adquirir, por lo menos, una. Ahora bien, dichos invertidos se cansaban muy pronto de sus «antigüedades». Se levantaban una buena mañana diciendo que ya no podían pasar frente a la paloma de plata tal, o al plato de porcelana o a los candelabros de bronce sin experimentar un fuerte fastidio. Entonces se llamaban por teléfono y se proponían los trueques más pintorescos. Porque resultaba, con arquetípica frivolidad homosexual, que X se había enamorado de la antigüedad que precisamente daba ya náuseas a Z, y en esto podríase establecer un ajustado paralelismo en lo que a elección y posesión de hombres se refería. Antigüedades y hombres iban y venían por la ciudad, se intercambiaban y a menudo se tapaba uno con esto: la antigüedad y el hombre de X, vistos en su casa la semana última los veríamos hoy en la garçonnière de Z, extremo que procuraba un fuerte desasosiego y confusión puesto que no se encontraba en el momento una explicación del fenómeno.
Comprobé entonces que tanto el estudiante de filosofía y letras como el homosexual de garçonnière tenían algo muy en común conmigo. ¡Ellos también recitaban y se masturbaban según todos los matices y en todas las acepciones! No bien plantado todavía en la capital y ya estaba fuertemente metido en el mismo juego. El único cambio radicaba en la variedad; en la provincia yo me masturbaba y recitaba en soledad; aquí, en La Habana comenzaba a hacerlo en compañía; en compañía dudosa y lacrimosa, llena de corbatas chillonas, de frasquitos de perfume, de antigüedades y objetos de arte...

4 de mayo de 2010

Paul Bowles
























Nueva York, 30 de diciembre de 1910 - Tánger, Marruecos, 18 de noviembre de 1999. Escritor, compositor y viajero estadounidense.


POR MARCOS ROSENZVAIG



“Lo único seguro en la vida... es la muerte”

Recluido por obligación en su mítica casa de Marruecos, otrora un imán para toda una generación de narradores, el legendario escritor estadounidense espera su último suspiro sin tensión: “Si la muerte entrara por esa puerta trataría de ser lo que soy, un hombre cortés”, dice en esta entrevista exclusiva con Página/12, en la que recuerda momentos con Allen Ginsberg, Salvador Dalí, Tristan Tzara y otras figuras excepcionales de la cultura y se confiesa un admirador más de Jorge Luis Borges.


Llegar a la casa de Paul Bowles es más sencillo que espantar a los desocupados marroquíes. Hombres y niños de obsesa insistencia se pegan a uno para oficiar de acompañantes en Tánger. Cerca del centro, en un viejo edificio descuidado, acompañado desde hace años por su fiel doméstica y por un chofer, conocido por media ciudad de Tánger (empleados, buscavidas, actores, taxistas y camareros), continúa con sus 88 años viviendo este genial escritor estadounidense. Es la mañana, aunque en su departamento pareciera que fuese de noche: las ventanas cerradas, el leño encendido, libros desparramados por los dos únicos ambientes, libros que jamás leerá debido a su ceguera parcial y a su completo desinterés por el mundo. Allí está Bowles, extendido a lo largo de la cama, a un costado del mundo, rodeado de cientos de cartas que jamás contestará. “Recuerda los años de peregrino incansable, algunos atardeceres, algunas noches de luna, sólo algunas, el hombre recuerda a lo largo de la vida”, escribió este mismo hombre, y ese texto se escucha en off, al final del film Refugio para el amor, de Bernardo Bertolucci. La doméstica pauta el tiempo de la entrevista. Para ella, cuidarlo es conservar su trabajo. Para él, conservarla a ella es extender su vida.

–En la edad intermedia como la mía, la infancia suele ser tan lejana como brumosa, pero en la vejez el hombre suele vivir con mayor intensidad los primeros recuerdos. ¿Qué imagen conserva de su infancia?
–Muchas imágenes. Siempre estaba solo, porque no había conocido a otro niño hasta los seis o siete años. Yo creía que sólo existían los adultos. Cuando ingresé a la escuela tenía que protegerme de sus ataques, de su salvajismo. Hasta hoy no comprendo a los niños, gritan, juegan, suelen ser feroces.

–¿Nunca pensó en tener un hijo?
–Nunca. Bueno, sí... recuerdo haber hablado con mi mujer. Jane dijo que era muy fácil hablar para un hombre. Mi madre sufrió mucho cuando yo nací, con los pies afuera y la cabeza adentro. Además hay millones de niños en el mundo, ¿para qué necesitamos más?

–El castigo al que era sometido Kafka era una penitencia en un balcón interno. ¿De qué forma lo castigaban a usted?
–A mí no me castigaban porque yo me rebelase. Mi padre era un hombre severo, antipático. Yo no sabía querer. En cambio, sabía mucho acerca del temor. Las palabras de mi padre eran pausadas pero capaces de arrastrar ciudades. En cambio mi madre era dócil, tenía una gran ternura. De niño, más que leer a los escritores, me deleitaba leyendo mis propios cuentos. Los releía durante las noches para volver a escribirlos durante las mañanas.

–¿Su primer rebelión fue a los 18 años, como está escrito?
–Me fui sin decir nada, no hice daño a nadie. Bueno, a mi madre, según dijo mi padre. A esa edad comencé a viajar por el mundo. Así llegué un día a París.

–¿A quién conoció?
–La segunda vez que estuve en París conocí a Tristan Tzara, era un hombre serio. Tenía esculturas africanas y un gato siamés enorme y maravilloso. El gato siempre en los tobillos del cocinero pidiendo comida. El cocinero solía darle patadas, hasta que un día dejó la puerta semiabierta de la cocina y el gato le saltó al cuello. Al día siguiente le dijo a Tristan Tzara y a su mujer, que era una hermosa sueca, “si el gato se queda yo me voy”. Era un buen cocinero, pero se tuvo que ir. Conocí a Schönberg y a B. Hause, que ahora está olvidado. Cuando la guerra terminó, los franceses lo metieron en la cárcel. Era del otro lado, amigo de un ministro de cultura que habían mandado los nazis a Francia. En general no conocía mucha gente porque siempre estaba solo, siempre me ha gustado estar solo. En Berlín conocí a un arquitecto, Gropius, que era un hombre de negocios, no parecía un artista. En realidad nunca supe por qué fui a conocerlo. Tal vez porque en ese momento me pareció que era importante. Los alemanes que conocí eran todos judíos, el dueño de la tienda más grande de Alemania en el año ‘31, antes de la debacle. El no imaginaba nada de lo que iba a pasar, y yo menos, creo que yo vivía como en un teatro.

–¿Recuerda alguna anécdota con Allen Ginsberg?
–La primera vez que vino a Tánger mi mujer estaba enferma, había tenido un derrame. Yo estaba de viaje y fue ella quien atendió el teléfono. “¿Quién es?”, preguntó, y desde el otro lado del teléfono respondió una voz diciendo “¡Allen Ginsberg, joder!”. “¿El qué?”, dijo mi mujer y Ginsberg le dijo: “¿Usted cree en Dios?”. Mi mujer le contestó: “No voy a discutir esas cosas con usted por teléfono”. Ella consintió en encontrarnos al día siguiente de mi llegada. Ella tenía destruida la mitad de su vista a causa del derrame. Ginsberg dijo: “Bueno, si no puede verme tal vez pueda imaginarme”. Mi mujer no le tenía ninguna simpatía, creo que lo odiaba.

–¿Y a Krishnamurti?
–Lo conocí en el año ‘31, él vivía en Holanda. Era una persona muy simpática, claro que yo era demasiado joven como para discutir temas filosóficos con él.

–¿William Burroughs?
–Era muy divertido, en el jardín de su casa había construido una casita de plomo, él estaba convencido que esa casita lo colmaba de alegría. Después de una larga insistencia, un día accedí a encerrarme allí dentro, y pasé un frío insoportable. Salí congelado, era horrible. Su opinión fue que yo me apresuré, que necesitaba por lo menos una hora más de encierro. Tenía ocurrencias rarísimas, decía que tenía una aureola en la cabeza que lo hacía invisible. Salía a la calle y no veía a nadie y él decía que nadie lo podía ver.

–¿Salvador Dalí?
–Era ridículo. El no hubiese sido tan ridículo si no fuera por Gala. Ella sabía hacer buena prensa. La publicidad era muy importante para él. En una oportunidad yo hacía la música de una obra y él era el realizador de la escenografía. Yo no había podido asistir a los ensayos, había dejado la música escrita y aparecí un día antes del estreno. Dalí estaba sentado sobre una butaca dos filas delante, al darse vuelta hizo un gesto de triunfo acerca de la realización de su escenografía. Para mí era horrorosa, no tenía nada que ver ni con la música ni con la obra. El estaba contento de su realización y yo quería desaparecer cuanto antes.

–¿Por qué cosas le gustaría seguir viviendo y por qué cosas le gustaría no despertar jamás?
–La razón por la que quiero seguir viviendo es porque soy un animal, y todos los animales quieren prolongar la vida a costa de lo que sea. Es una razón existencialista.

–¿Sintió en algún momento el miedo a la soledad?
–No, la soledad es un estado perfecto. Tengo más miedo de la gente que de la soledad. La soledad no tiene sorpresa. Uno no puede fiarse de los seres humanos, nunca se sabe lo que esconden.

–¿Qué lo llevó a ingresar al Partido Comunista?
–Era una manera de contestar a mi padre, una forma de manifestar mi libertad. El era muy reaccionario, a tal punto que para él fue una tragedia. No fue serio, fue más bien una razón puramente personal.

–¿En qué lugar comenzó a escribir “El cielo protector”?
–En Fez, y la terminé allí. Durante ese período continué viajando por el Sahara, no paraba de escribir mientras viajaba, pero la mayor parte de la novela la escribí en un hotel llamado Belvedere, estaba al lado de la Medina, a un costado de la puerta. Era un lugar agradable, de buena comida. Cuando la comencé estaba solo, y cuando la terminé estaba con Jane. Terminé de escribir la novela en el ‘48 y ella murió en el ‘73. Era demasiado alcohólica, sufría de alta presión, era una mujer que desbordaba energía.

–¿A qué persona le gustaría ver?
–A ella, me gustaba estar con ella. Era una mujer que comprendía todo, algo así como una adelantada para la época. Su infancia fue desafortunada a causa de varias operaciones en una pierna. Era muy joven cuando nos casamos, no hicimos ni fiesta ni tampoco invitamos a amigos. Sólo compré unos folios que llenamos y fuimos a firmar, después nos llegamos hasta una iglesia como para darle el gusto a mis padres. Ignoro por qué, dado que ellos eran ateos. A lo largo de mi vida no tuve ninguna relación con Dios, nunca fue un tema que me preocupó.

–¿Cree usted estar identificado con el personaje de Porter en El cielo protector?
–No, no estoy identificado con el personaje protagonista. Los personajes brotaban de mi imaginación. Creo que la novela debe ser así, un viaje a lo imaginario; no se trataba de un viaje realizado, tal vez una suma infinita de viajes hechos a lo largo de mi vida. Siempre escribí en la cama con una lapicera, ni máquinas de escribir ni computadoras. No me fío de las máquinas, tampoco de las personas. Las personas son como máquinas.

–¿Para usted el hombre se parece a las águilas?
–¿Por qué?

–Porque las águilas vuelan solas.
–Puede ser.

–Cincuenta años antes usted veía en El cielo protector lo que sucede en la era de la globalización económica y cultura. “La gente de cada país se va pareciendo cada vez más a la de los otros. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos resistirán la enfermedad más tiempo del que supones. Verás, en el Sahara.” ¿Cómo imagina el nuevo milenio?
–Algo electrónico, que no se puede imaginar. Creo que la vida va a ser menos normal, tal vez sea mejor.

–¿Qué caminos volvería a ver, qué ciudades, pueblos o desiertos si pudiera?
–No quiero volver a ver lo que vi, prefiero morir con las imágenes de las ciudades tal como las conocí, imaginar que nada ha cambiado, es mejor no volver. Entre tantos viajes que hice recuerdo haber estado en Colombia y en Venezuela: allí la gente era rara.

–¿Por qué?
–Hacía calor pero las mujeres usaban pieles de animales, porque era chic. Otra de las cosas que me llamó la atención era que ellas tenían sus heladeras a la entrada de las casas. Una barbaridad, la heladera debe estar en la cocina. Pero ellos me contestaron que era bueno que la gente pudiera ver lo que había dentro. Era una forma ridícula de manifestar la riqueza.

–¿Por qué eligió Marruecos?
–No sabía nada sobre Marruecos. Estaba en la casa de G. Stein y le pregunté: “¿Adónde vas?”. El me dijo “vamos a Tánger”. Yo no tenía ninguna idea, sus argumentos eran de los más graciosos, él había elegido Tánger porque no llovía. Aquí uno puede pasarse cuatro meses sin una gota y sobre todo hay mucho sol. En 1931, cuando llegué aquí por primera vez, Tánger era una bonita ciudad para descansar, la vida era barata y había mucha libertad. Los franceses tenían su parte y los españoles tenían su ciudad. La parte española era pobre. Los soldados carecían de botas, había miles de soldados sin calzado, en cambio la parte francesa era más rica. En Estados Unidos nosotros éramos pobres. En Tánger teníamos tres sirvientes, se hacían fiestas a lo grande. En fin, éramos ricos con sólo cruzar el mar.

–¿Cuáles son sus escritores predilectos?
–No sé, cada época de la vida tiene sus escritores. Pero si tengo que nombrar a dos elegiría a Kafka y a Jorge Luis Borges.

–¿A qué escritor argentino le hubiese gustado conocer?
–A Julio Cortázar, sin dudas.

–Si la muerte entrara por esa puerta y fuese una mujer hermosa. ¿Usted qué le diría?
–La invitaría a que se siente, le convidaría un chocolate, trataría de ser lo que soy, un hombre cortés. Además, espero su llegada. Lo único seguro en la vida... es la muerte.








EL HOMBRE QUE SUPO COMO DESAPARECER A TIEMPO


La máquina radicada en Tánger
Por Rodrigo Fresán


En la entrevista que aparece en estas páginas, el escritor Paul Bowles se define, sin dudarlo y a los casi noventa años de edad, como un hombre tan cortés que no dudaría a la hora de servirle un chocolate a esa muerte a la que intuye cercana. Tal vez esa misma cordialidad es la que, desde hace años, convirtió a Bowles en una atracción turística de la ciudad de Tánger a la vez que versión respetable del emigré norteamericano de la época en que viajar y desaparecer tenía algún sentido, porque el mundo era grande y el verbo desaparecer era una posibilidad cierta a la hora de sentirlo como parte importante de la obra artística.
Desde joven –nacido en 1911, hijo único de un odontólogo neoyorkino–, Bowles se preocupó por trazarse un perfil diferente: sus cuentos y novelas gozan y hacen disfrutar de un cierto aire clásico. Los mejores –reunidos en el volumen The Delicate Prey o en los recomendables Cuentos escogidos (Alfaguara)– lo convierten en una suerte de Edgar Allan Poe nómade y exótico cruzado con Kafka y Camus. Uno de sus cuentos más famosos –“La presa delicada”– culmina con un final que se las arregla para ser al mismo tiempo feliz y terrible: “Una vez que se fueron, el moungari hizo silencio para esperar a lo largo de las horas frías por el sol que traería primero tibieza, luego calor, sed, fuego, visiones. Para la noche siguiente, ya no sabía dónde estaba, no sentía el frío. El viento le llenaba la boca de arena mientras cantaba”.
Su vida, sin embargo, es decididamente vanguardista: viajero sin mapa ni brújula, casada con la talentosa y enloquecida Jane Bowles, músico experimental discípulo dilecto de Aaron Copland y punto de referencia para escritores que pueden llamarse Truman Capote o Tennessee Williams o Allen Ginsberg o Jack Kerouac o Gore Vidal o Jay McInerney o Patricia Highsmith, cuya mejor novela, El temblor de la falsificación, es un inteligente tributo al mundo literario de Bowles. Haber estado en Tánger y no haber visto a Bowles –su casa, dicen, está siempre abierta– es como ir a New York y no haber subido a las cimas del Empire State. Algo así.
Algo de eso se percibe en su aparición como narrador/coro griego en la buena adaptación cinematográfica de El cielo protector (estrenada aquí como Refugio para el amor) que hiciera Bernardo Bertolucci. En su momento Debra Winger se confesó perdida e inexplicablemente enamorada de este anciano atemporal que, en el film, contempla el devenir de una historia de amor maldito con la parsimonia de quien se detiene a intentar percibir el instante preciso en que cambian las mareas. “Mi idea era que en la novela los personajes se mantendrían en movimiento por el desierto, que uno de los protagonistas iba a morir y que a partir de ese punto el libro se escribiría solo”, recordó Bowles. Tal vez siguiendo esas instrucciones, Sting escribió “Tea in the Sahara” para el Synchronicity de The Police.
Los últimos años los pasó en la cama presagiando un choque tan inevitable como definitivo entre el Islam y Occidente, feliz de saber que no estará para verlo: “Ya no hay nada, no queda nada. Yo estoy aquí no porque quiera estar, sino porque no me puedo ir, no tengo fuerza física. Y, además, a dónde iría... No quiero volver a ningún lado. Yo fui feliz cuando tenía 20 o 30 años. Ahora tengo muchos más y no estoy contento, pero al menos estoy vivo. No importa, la felicidad no tiene importancia. Yo siempre sostuve que nunca fui dueño de una vida personal o interior. Eso lo ha hecho más fácil a la hora de desaparecer. Siempre dije que no soy una persona, no tengo opiniones ni reacciones. La soledad es preferible a todo. Vivo y veo. Soy una máquina”, declaró hace poco.
Una de sus fotos más reveladoras lo muestra casi recién llegado a Tánger, en un traje blanco y con el cuerpo tenso de quien se resiste a ser arrastrado por un viento que sopla desde todas partes y de ninguna. Si se mira fijo la foto, si se dejan pasar unos minutos, se descubre que, como en sus cuentos, no puede discernirse el punto exacto donde termina el escritor y empieza el viento. O viceversa.

TOMADO DE: TÁNGER/TANGEREXPRESS

Luis Jimenez Hernández















ILUMINACIONES


I



Un pedacito de muérdago en la boca,
comes,
despacio, luego ese sabor a hierro.
Pretendes no distraer al polvo
- ¿Tendrá voz?
Masticas despacio y tragas
un poco de sonido quizás.


A gritos por la calleja, salieron,
lo llevaban de la mano a rastras.
Tirado en la esquina
el aire/entre/cortado.
Como el café en casa de Pablo
el agua sucia que sale
de los tanques. Por la boca
arenosa
se coloca
desde arriba el sol.
Los postes,
detrás las sombras que rotan
una luna manchada.
Iluminado el plato desde un espacio a otro,
un pez bajo el vacío.






II



Sobre los vidrios
entre las piedrecitas de la calle
resplandores verdes y ambar
en el charco.

En el basural las moscas zumban,
revienta el cadáver, vuelan agitadas
con el ruido y el calor,
la blancura, vertiginosa
se mezcla con el movimiento
de sus patas, similar al de las damas
que secan los platos en el comedor
de la estación de bombeo.

En la ventana,
el tiempo
cerrado en los bordes.
Se atraviesa el calor
en las barras que retienen
fragmentos de luz.



III


Quietos por encima del hombro
hablan de limpieza.
En la tarde,
ese olor a lluvia y sol;
El techo y colgarse,
en aquella nota de maníes salados.


La sombra del árbol
y una brisa ligera,
los hedores discurren,
el cadáver no sabe que
la hierba nunca será un puente.


Suena la campana del templo,
bajo los álamos
la calma,
pretendes no distraer al polvo.
- ¿Tendrá voz?
Masticas despacio y tragas
un poco de sonido quizás.