Céline, entrevista
Marc HANREZ.- Quisiera preguntarle diferentes cosas a propósito del aspecto místico de su obra, un aspecto éste que no ha sido todavía tratado por la crítica. Para mí, una concepción mística de la vida trasparece en algunos de los pasajes más feéricos del Viaje al fin de la noche, de Muerte a crédito y de otros libros…
Louis-Ferdinand CÉLINE.- Estamos al borde del problema. Me atrevería a decir que veo la cosa un poco de otra manera. Todos tenemos ganas de penetrar ese misterio del que usted habla, ése que tratan con más formas los pintores y los dibujantes. Está la línea, esa famosa línea: algunos la encuentran en la naturaleza, los árboles, las flores, el misterio japonés… Es necesario que nos hayamos interesado por la naturaleza. Yo, debo confesarlo, no estoy muy orgulloso de ello, me he ocupado mucho del cuerpo humano, por mi posición de anatomista, como diseccionador. Me gusta bastante la disección. No la he inventado yo; no soy el primer tipo al que le apasiona la disección… Pero eso no es todo: también me interesan las formas vivas. Lo que hace que toda mi vida haya perdido… no, no he perdido… he pasado mucho tiempo cerca de las bailarinas, porque me aproximaba a las líneas y los cuerpos que busco (lo cual está expuesto en La Iglesia y en Féerie). La búsqueda de esa línea abstracta… ¡un movimiento de danza me fascina! Valéry habla de ella, pero con grosería. Es gente que no siente. Yo, personalmente, me he refinado al respecto. Yo era pobre y mi madre trabajaba en encajes antiguos. Teníamos clientas; yo estaba impresionado por su belleza física y me interesaba mucho por ellas aun en nuestra desgracia (¡porque Dios sabe lo que trabajaba!). Mi padre, sin embargo -era dibujante-, tenía tendencia a buscar las líneas… Por lo general, es cosa de guarros, sin más. Hay en ello una parte de erotismo, no cabe duda. Es el instinto de reproducción el que está en marcha (no nos engañemos, no vamos a aspirar a la pureza), pero también hay algo más. Por otro lado, la fealdad y los defectos físicos me alejan del cuerpo humano, de la persona…
M. H.- En una obra que no es suya, ésa de ahí (las Entrevistas de Robert Poulet), dice usted que la mayoría de los hombres que frecuenta le parecen muertos. ¿Qué quiere decir con esto?
L.-F. C.- Se ocupan de historias groseramente alimenticias o de aperitivos; beben, fuman, comen de tal forma que están fuera de la vida, a causa de la vida. Digieren. La digestión es un acto muy complicado (del que conozco el mecanismo), que les absorbe todo: el cerebro, el cuerpo… Ya no son nada, no son más que miseria. Siéntese en una terraza, observe a la gente: desde el primer vistazo descubrirá todas las especies de distrofia, incapacidades groseras. ¡Son repugnantes, da lástima verlos! Además son feos en todos los países (porque yo he frecuentado no pocos países; trabajé para la sección de higiene de la Sociedad de Naciones en el mundo entero). Los veo, pues, muy absorbidos por las funciones bajamente digestivas. Es el instinto de conservación (hay dos instintos en el hombre: la conservación y la reproducción…). Zampan diez veces más, beben diez veces más de lo que sería necesario; no son más que aparatos digestivos. A duras penas se encuentra un ser en el fondo de esa bullabesa alcohólica y fumadora… No tiene interés. Se las ve usted con monstruos.
M. H.- Es decir, que el individuo pierde su conciencia…
L.-F. C.- Completamente. Ya sea en nuestro caso, en el de los negros, en el de los amarillos o en el de los rojos, el instinto de conservación los acapara. Están todos enrededados, se acabó… Hay algún cacareo, algún farfulleo, gruesas vanidades, una condecoración, las academias… y ya los tienes satisfechos. Satisfechos en cierta medida… En el fondo, guardan siempre el gusto por el circo romano. Estarían encantados de ver luchas a muerte, ver torturas ante ellos. Yo digo a menudo que todas las obras de teatro, el cine incluso, aburren. A la gente no le gusta el cine, no le gusta el teatro; se aburren más o menos. Se dice que una obra es buena cuando aburre menos que otra, pero no divierte. Lo que sería divertido sería que, a la salida del teatro, hubiese un circo romano abierto, con mirmidones, gladiadores, que se trinchen, que se abran en canal. ¡Eso es espectáculo! ¡Eso es lo que esperan! ¡Eso existe!
M. H.- Me dijo usted en un encuentro anterior que, actualmente, al mundo occidental le falta fe. ¿Cuál sería, en su opinión, la fe que podríamos reencontrar o que podríamos recrear?
L.-F C.- La cuestión es extensa, y está cerrada. Ya no hay fe porque somos demasiado viejos. El mundo occidental está desgastado por las guerras, por la palabrería, por el alcohol. Desde que se plantó la primera viña, es decir, cuatro o cinco siglos antes de Jesucristo, se puede considerar que la historia de Europa está acabada… ¡antes de los druidas! Ya no existe la historia.
M. H.- ¿Cuál es el pueblo o el conjunto de pueblos que hará la historia a partir de ahora?
L.-F C.- Será difícil. Será aquel que pueda abstenerse de beber, de zampar… serán los ascetas. Pero no acabo de ver llegar a los ascetas. Buda es enorme, un comisario del pueblo chino; tiene un gordo trasero, igual que un arzobispo. Comisarios del pueblo, arzobispos o ministros empiezan por tener un gordo trasero, mofletes, papada, excedentes por todos lados. Zampan… ¡están lo que se dice ‘bien comidos’! Así que están dispuestos a cualquier cosa.
Cuando un jefe de Estado reemplaza a otro jefe de Estado, cuando un general… cuando un presidente de la República ve a otro presidente de la República se confecciona un menú y ese menú se publica en los periódicos. El público mira y dice: “¡Ah! ¡Ahí tenéis unas cagadas admirables! Es lo que yo veo: una pulpeta de ternera, guisantes tostados… ¡Ah! ¡Qué cagadas, qué cagadas!”. ¿Entiende usted? Es dar a la digestión –al instinto de conservación, en consecuencia- una importancia enorme, y es eso lo que mata. El instinto de conservación, que es fomentado por la medicina que hace progresos todos los días, como usted sabe, la cirugía, etc. Tiene usted a gente inepta, ¡no los veo convirtiéndose en ascetas!
M. H.- Según usted, ¿la raza futura de la humanidad será una raza de ascetas?
L.-F C.- ¡Ah, únicamente una raza de ascetas! Ascetas que llevarán a cabo una cura terrible para eliminar todas esas tendencias hacia la panza… De otra manera, será una monstruosidad. Se intentará criar cerdos como se cría a los hombres… nadie querría… ¡cerdos alcohólicos! Estamos peor criados que los cerdos, mucho peor criados que los perros, los patos o los pollos… Ninguna raza viva resistiría el régimen que siguen los humanos.
M. H.- Habla usted de ese instinto de conservación que llevamos hasta el límite y que nos mata; pero está vinculado, a pesar de todo, al instinto de reproducción, pues para reproducirse, es necesario conservarse.
L.-F C.- Ahí, el instinto de reproducción se las apaña solo; en realidad, no nos necesita. Mientras el hombre tenga una erección, mientras descargue sus 2 cm3 de esperma -¡y todavía soy generoso!- consigue reproducirse. Funciona por sí solo, es así de fácil. En cuanto a la mujer, basta que se preste… Y está hecho… No hace falta ocuparse de ella; fabrica niños sin apercibirse. Vemos a madres de familia que han cumplido su deber conyugal y, luego, se acabó.
M. H.- A propósito de la mujer… En su obra, la mujer ocupa un lugar relativamente importante, pero el amor –y, sobre todo, el amor sentimental- apenas tiene lugar. ¿Es, sencillamente, porque lo niega? ¿O porque estima que no añade nada al relato, que es algo que debe quedar sobreentendido?
L.-F C.- Yo no le niego su lugar, al contrario. Es algo muy respetable, la asociación de dos seres, y muy normal para resistir los golpes de la vida, que son innumerables. Es algo bueno, agradable, pero no creo que merezca toda una literatura. La encuentro grosera y pesada también, la historia del ‘¡Te quiero!’… Es una palabra abominable, que, por mi parte, nunca he empleado, pues es algo que no se expresa; se siente y se acabó. Un poco de pudor no es malo. Esas cosas existen, pero se dicen acaso una vez cada siglo, cada año… no a lo largo de la jornada, como en las canciones.
M. H.- En el Viaje se percibe que el protagonista siente un gran afecto por la mujer (pienso en las diferentes mujeres con las que se encuentra y, en especial, en las dos americanas), pero es un afecto que –como acaba usted de decir- no se expresa con palabras como ‘te quiero’, etc. ¿Cree usted que ese afecto debe hallarse en la base del amor, pero que no debe expresarse?
L.-F C.- No veo por qué. Es un sentimiento, es un acto -¡por Dios!- de lo más bestial… y, naturalmente, ¡tiene que ser bestial! Engalanarlo con florecillas me parece grosero. El mal gusto es, precisamente, poner flores allí donde no se necesitan para nada. Son cosas que pueden hacerse… no es algo muy esencial. Uno entra en un delirio (el coito es un delirio); racionalizar ese delirio con manejos verbales es algo que me parece bastante bobo.
M. H.- ¿Considera, entonces, el coito como el acto supremo, como la realización total del amor?
L.-F C.- El amor, por decirlo con una palabra, es el acto de la reproducción. No hay más historias, es algo que nos es dado. Es una prima que la naturaleza da al coito y a la reproducción; da al hombrecito un delirio de algunos segundos que le pone en comunicación con ella. A la mujercita, en absoluto; no es importante.
M. H.- Como ciertas creencias hindúes, ¿ve usted en el momento del delirio una comunicación mística con la naturaleza?
L.-F C.- Pues claro que sí… Mística, no sé. Dar una prima al hombrecito para que se sienta divinamente transportado a un mundo que no conoce, el mundo de la naturaleza…
M. H.- ¿Cree usted que existen otros medios, aparte del delirio del coito, para alcanzar ese conocimiento, esa especie de acoplamiento con la naturaleza?
L.-F C.- Es algo muy poderoso. No hay nada que decirle a la naturaleza. Es suprema, puesto que nos pone ahí, puesto que nos recupera. Yo digo que los hombres tienen un destino muy difícil y muy doloroso, porque, en el fondo, la naturaleza se sirve de ellos. Como dice La Rochefoucauld: “No sienten nada al nacer. Sufren para morir y esperan poder vivir”. Es eso: esperan poder vivir, pero jamás viven de verdad… Sienten que mueren y sufren la mayor parte del tiempo (99 %). Esperan su jubilación, esperan una promoción, esperan sacarse el bachillerato, siempre esperan algo. Esperan al ser amado, después tienen algunos meses de delirio, algunos arrebatos en el coito, y después vuelven a una vida de numerosas obligaciones. Me parece que son grandes desgraciados, más desgraciados aun cuando se ocupan de los otros, aunque en sí mismos sean muy egoístas. ¡Su destino no es cosa de risa!
M. H.- Habría, entonces, en el hombre una impotencia para atrapar los momentos, para gozar de la vida tal como se presenta en un momento dado.
L.-F C.- Sí. El hombre no es un animal, puesto que conoce su porvenir. Luego tiene miedo, y bien justificado, a lo que le espera. Las bestias no saben; les llega su destino y sufren, pero no lo anticipan o lo anticipan muy poco (el caballo tiene un poco el presentimiento del matadero). La bestia a la que se mata siente, pero es muy breve, en tanto que el hombre puede hacerse ya una idea de lo que le espera con sesenta años de adelanto. Los estudios de la medicina nos informan admirablemente sobre la vida. Cosas como éstas la ensombrecen. El hombre corrige entonces sus pensamientos lúcidos mediante el alcohol y el papeo, y luego mediante el viaje, los coches, todas las formas de engañar a su lucidez… Ya no es lúcido. Va a las academias, al teatro. Le remueven los sesos… al contrario de lo que se intenta hacer con los religiosos. En este caso, se repite todo el tiempo: “¡Atención! ¡No es eso! ¡La realidad de la muerte!”. Envejece en su tumba. (Su lugar, el lugar del hombre, está evidentemente en acostarse cada noche en su ataúd).
M. H.- Luego, en su opinión, un pensamiento lúcido es un pensamiento escatológico esencialmente.
L.-F C.- Esencialmente. El hombre no tiene más que avenirse a su suerte, pensar en su padre, en su madre, en sus hermanos, en sus primos…
M. H.- Es un tema que expresa usted al comienzo de Muerte a crédito, cuando habla de la muerte de su portera. Uno percibe, por otro lado, en todas sus obras que es un problema muy importante para usted.
L.-F C.- Es el primer problema de los hombres.
M. H.- Pero hay dos maneras, creo yo, de considerar el problema de la muerte: bien como una parálisis de la acción y del pensamiento, bien como un estimulante. Hay gentes que, en el modo de considerar la muerte y su perspectiva, llegan a no actuar más, a no atreverse a actuar. Supongo que usted no es de estos últimos…
L.-F C.- Yo era muy médico de temperamento; mi vocación no era literaria. A su edad e incluso más joven, ya tenía vocación médica (en mi miseria, porque era muy pobre), que consiste esencialmente en hacer la vida más fácil y menos dolorosa a los otros. Mi práctica, si le parece, es una mística –la única que tengo-, ¡y que no me ha salido bien! Es una especie de ideal de ‘hermana de la caridad’ que yo sentía muy poderosamente: darme por entero al alivio de las enfermedades.
M. H.- Durante su juventud, ¿le educaron en una perspectiva cristiana?
L.-F C.- Hice la primera comunión, como se hace con esa edad; luego, de aprendiz con los patrones; a los once años se había terminado. No puedo decir que estuviese poseído por la religión; estaba poseído por la medicina. No estaba desesperado. Por otro lado, no se ve la vida igual: ¡cuando uno tiene veinte, quince o trece años, uno ve, uno cree la muerte en el quinto pino! No se piensa en ella. Uno piensa inmediatamente en la vida y quiere hacerla más fácil… Yo era un buen muchacho, nada más. Me ocupaba sobre todo de la medicina, que me interesaba; y luego, llegué a esa literatura que usted conoce… Esto último es un accidente.
M. H.- Pero es un accidente que, en cualquier caso, usted se ha tomado en serio.
L.-F C.- Porque me hicieron imposible la práctica de la medicina. Uno no puede hacer libros y al mismo tiempo… pasar por alguien serio. En fin, ahora todo ha cambiado. El médico generalista, como era yo, ya no significa nada. O se es especialista o no se es nada. Pero en mis tiempos, había muchos así… ¡Un tipo que hace libros! A mí siempre me ha parecido un farsante, alguien que se sienta a una mesa y garabatea grandes pensamientos. Encuentro todo eso completamente abusivo, inmodesto e impúdico. No me parece seria esta forma de mirar la historia y, sin embargo, la continúo… Además, ahora ya no tiene importancia, da igual. Ya está.
[Fuente: Marc HANREZ, Céline, Gallimard, Paris, 1961, pp. 219-228]
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