5 de diciembre de 2011

Gastón Bachelard















Una poética del fuego
(Fragmento)

Hay bellezas específicas que nacen del lenguaje, a través del lenguaje, por el lenguaje. Pensándolo bien, el estudio sistemático de la imaginación literaria tiene para nosotros una ventaja: la de que, al reducir nuestro problema, lo hemos precisado. Estamos, por cierto, frente a una imaginación ofrecida con toda sencillez, en la más simple de las intimidades, la de un libro y su lector. La imaginación literaria es el objeto estético que ofrece el literato amigo de los libros. La imagen poética puede caracterizarse como un vínculo directo de un alma otra, como un contacto de dos seres felices de hablar y de oír, en esa renovación del lenguaje que es una palabra nueva.

La imagen literaria  debe ser ingenua. Tiene, de este modo, la gloria de ser efímera, psicológicamente efímera. Renueva el lenguaje embelleciéndolo. Al leer a los poetas uno se adhiere a ese embellecimiento del lenguaje, a falta de tener el placer de crearlo.
Era entonces para nosotros un buen método abordar el problema más específico de la imaginación literaria: el problema de la expresión poética. Al considerar las imágenes poéticas del fuego tenemos una posibilidad más. Puesto que abordamos el estudio del lenguaje inflamado de un lenguaje que sobrepasa la voluntad del ornamento para alcanzar, alguna vez, la belleza agresiva. En el discurso inflamado, la expresión siempre sobrepasa al pensamiento. Al analizarlo desentrañaremos la psicología del exceso. Todo el psiquismo es arrastrado por imágenes excesivas. Las imágenes del fuego tienen una acción dinámica y la imaginación dinámica es un dinamismo del psiquismo. Esa franja de exceso que colorea imágenes literarias nos revela una realidad psicológica que deberemos poner en evidencia.
Al iniciar así el estudio de la estructura y el dinamismo del lenguaje poblado de imágenes, al estudiar con las imágenes literarias, la voluntad que se adueña de la palabra, me fui percatando lentamente, áridamente, de que la imagen literaria tiene un valor propio y directo, de que no es sólo una manera de expresar pensamientos, de traducir, en palabras bien dispuestas, placeres sensibles. Y es así como he llegado a entrever los gérmenes de una ontología poética en cada imagen literaria un poco nueva.

Con la imagen poética, uno puede aprehender el momento en que el lenguje quiere ser escrito. Cuando se conoce la felicidad de escribir, a ella es preciso entregarse, cuerpo y alma, mano y obra. George Sand lo sabía bien cuando decía: "De nada vale al pensar al escribir; el pensamiento y la palabra se llevan mal". La escritura es, de alguna manera, una dimensión que desploma la palabra. La imagen literaria es un verdadero relieve por encima del lenguaje hablado, del lenguaje sometido a la servidumbre de la significación. ¿Un relieve? Más aún: el valor poético consolida las trascendencias que podrían parecer simples retoños de la fantasía. Cuando se vive esa consolidación de la imagen literaria, de juguetona que era, se convierte en imagen poética, uno se convence de que la Poesía es un reino del lenguaje. El reino Poético no está más en relación con el Reino de la significación: se sitúa por encima de las oscilaciones del significante y el significado que el psicoanalista, a causa de su oficio de esclarecedor de enigmas, debe medir. A veces la imaginación poética violenta la significación. Los surrealistas proporcionan muchos ejemplos de esta violencia. Había allí una necesidad polémica para provocar la libertad de imaginar. Pero ahora que la poesía ha conquistado su derecho a la verticalidad, una simple exaltación del lenguaje nos da esta libertad.

No se recibe, en verdad, comunicación de una imagen poética si no se acepta esta imagen como una exaltación psíquica particular, como una metamorfosis del ser de la Palabra. Una filosofía del Reino poético debería pues sugerir una doble elevación del ser: por encima de la realidad usual de los objetos, y por encima de la realidad psicológica de lo vivido de la realidad ordinaria.
Contra tales relieves psicológicos y metafísicos, la crítica es fácil. (...) Se nos objetará que al evocar para el lenguaje un reino Poético en el que abandonamos las obligaciones del lenguaje cotidiano, huimos dos veces fuera del ser: fuera del ser del mundo, fuera del ser de nuestro propio vivir. Los filósofos del Ser, los filósofos "ontológicos" se convencen muy fácilmente de la permanencia del ser en todos los modos del ser. Se ocupan del ser hasta en las brumas del ser. Apenas nacidos, existen. Y la realidad del mundo es para ellos una garantía inmediata de su propia existencia en el mundo. Por lo tanto, toda expresión hablada sólo puede ser un eco de una sonoridad natural del ser, de su ser. Los filósofos del ser manifiestan el mundo y manifiestan su ser en un solo y mismo lenguaje. Y siempre el ser, un ser, los seres son una garantía de la Palabra. El ser de la palabra no es más que una forma del Ser. La Palabra jamás conquista una autonomía. Es siempre un instrumento. En la mejor hipótesis, es un grito civilizador. Existe siempre, en el ser de una palabra, un ser antes de su ser; la palabra "expresa". El ser de su expresión no es más que un ser delegado, un "modo" del ser que habla.

En verdad, el dinamismo de las palabras inflamadas -las imágenes poéticas que nacen en el recinto de la palabra-, un dinamismo semejante responde por el movimiento, por la explosión, a los partidarios del lenguaje estabilizado. Si pudiéramos hacer sentir a continuación que en la imagen poética arde un exceso de vida, un exceso de palabras, habríamos probado, detalle por detalle, que tiene sentido hablar de un lenguaje caldeado, fogón de palabras indisciplinadas donde se consume el ser, en una ambición casi alocada por promover un ser-más, un más que ser.

Uno de los leitmotiv de la fenomenología aplicada es la determinación, en primera conciencia, de las "experiencias vividas". Lo que uno mismo vive, en si mismo,  tiene -se piensa- un privilegio de clara conciencia. Pero a menudo esta determinación de una conciencia de lo vivido dice demasiadas cosas en una sola palabra. La palabra "vivido" sobrevalora muy fuertemente una experiencia que, como toda experiencia debe afinarse en incesantes análisis.
Bajo la pluma de los filósofos de nuestro tiempo, la palabra "vivido" es, a menudo, una palabra que reivindica. Se la escribe entonces contra otros filósofos de los que se juzga con cierto apresuramiento que no aborda lo "vivido", que se contentan con un juego fácil de abstracciones, que eluden "la existencia" para consagrarse al "pensamiento". El problema no nos parece tan simple, y puesto que nosotros mismos utilizamos la palabra "vivido", cargada tan a menudo de sentido existencialista, no es preciso explicarnos. ¿Cómo creen en efecto, que se tiene la vida, toda la vida, la vida en profundidad, en un acontecimiento pasajero, en la intensidad relativa de una elección psíquica excepcional? Lo vivido conserva la marca de lo efímero si no puede ser revivido. Y ¿cómo no incorporar con lo vivido la más grande de las indisciplinas que es lo vivido imaginativamente? Lo vivido humano, las realidad del ser humano, es un factor de un ser imaginario. Deberemos probar que una poética de la vida vive la vida reviviéndola, intensificándola, desligándola de la naturaleza, de la pobre y monótona naturaleza, pasando de la realidad al valor y, suprema acción de la poesía, pasando del valor respecto de mí al valor respecto de las almas afines aptas para la valorización por lo poético.

Por otra parte, ¿quién vive su vida, quién vive la vida natural en su amplitud y su diversidad? La vida natural se vive en nosotros sin nosotros. Si se la vive bien, la consecuencia es que se la expresa mal. En nosotros la vida no es un objeto que podemos asir en todo momento. No es una unidad de ser que puede determinarse en un estar-ahí. El ser humano es una colmena de seres. Son los pensamientos lejanos, las imágenes alocadas los que hace la miel del ser, la sustancia de la vida poética. La vida de un hombre no tiene un centro. ¿En qué periferia se anima la vida? Y puesto que se anima sobre todo al expresarse, hacia qué imagen, en qué poemas encuentra el ser su verdadera vida, la vida excesiva? El ser humano jamás está fijo, jamás está ahí, jamás vive en el tiempo en que los otros lo ven vivir, donde él mismo dice a los otros que vive. No puede tomarse la vida como una masa que avanza en una oleada y arrastra todo el ser en un devenir general del ser. A menudo, casi siempre, somos seres estancados sacudidos por remolinos. ¿Dónde está la dirección del movimiento de la vida en nosotros? Bergson no tuvo dificultad en demostrar que en una experiencia de lo vivido el cronómetro es un instrumento inútil y engañoso. El cronómetro es el tiempo de los otros, el tiempo de un "otro tiempo" que no puede medir nuestra duración. ¿Pero acaso no somos nosotros la gavilla mal ligada de un millar de otros tiempos? Los "tiempos" entonces abundan en nosotros sin encontrar la cadencia que regularía nuestra duración. ¿Dónde está el tiempo que marcaría de una manera muy fuerte la dinámica de nuestro ser, los múltiples dinamismos de nuestro ser? Basta con cambiar de imágenes para cambiar de tiempos. En el reino del fuego, somos una hoguera de seres. En nuestro fuego que nos da energía y vida, ¿dónde está el tiempo principal? ¿Es acaso el tiempo de la ceniza que mantiene al abrigo al fuego de mañana?

Las objeciones que creo poder dirigir, en un corto prefacio, a ciertos juicios de los psicoanalistas relativos a la piscología del lenguaje no se dirigen naturalmente a los principios del psicoanálisis. Las obras de Freud, tanto las pequeñas como las grandes, tiene para mí una tonalidad inaugural que debe convencernos de que no se puede ingresar en los estudios psicológicos sin una profunda reforma de los métodos de observación. La introducción de un valor nuevo en el lenguaje - que este valor sea una claridad de pensamiento, una bella imagen o un dicho ingenioso es como el comienzo de la palabra-, cuyo rol en una ética del psiquismo debería señalar la filosofía.

Querría mostrar que, en primer lugar que los seguidores de Freud no abordan verdaderamente la estética del lenguaje y, luego, que la estética del lenguaje cumple un rol útil para la salud psíquica.
Centro todo mi debate de una sublimación absoluta. Los poetas, dice Patrice de La Tour du Pin, encuentran "su base elevándose". Esta base es el umbral mismo de la sublimación absoluta. Ya he propuesto esta noción en mis obras anteriores.

Hay imágenes absolutas, es decir, imágenes liberadas de su sobrecarga pasional. Esas imágenes no subliman nada. La destilación poética ha tenido éxito, está acabada. La pureza poética fue alcanzada. La quintaesencia poética ha sido despojada de todos los residuos sensibles. El psicoanalista no considera este elevarse del lenguaje hasta su propia altura. Todas las imágenes permanecen -para él- impregnadas de materias psíquicas mal elaboradas, incluso de materias que rechazan la elaboración.
Para el psicoanalista hay siempre una resistencia a un movimiento, y una profundidad bajo una superficie. El psicoanalista mira en profundidad y mira bien. Ve claramente en los profundos estratos del ser. Pero con ello arriesga perder el sentido de la altura, la sensibilidad a los impulsos de una verticalidad psíquica. Para el psicoanalista la profundidad es lo estable, lo sólido, lo permanente. Para el psicoanalista, no hay vestido adornado que no lleve un grueso forro. Cuanto más adornado el vestido, más grueso el forro. Y está hecho con la sólida tela de los complejos. Un arlequín de retazos de forro, tal es la personalidad profunda de un psiquismo brillante.

Comienzo entonces la elucidación de la realidad psicológica oculta: "Muestras demasiado, en consecuencias escondes". Tal es el juicio que el psicoanalista pronuncia contra su paciente. Y cuando es en la palabra misma donde se manifiesta la necesidad de adorno, la voluntad de adorno, el placer por el adorno, el psicoanalista no siempre sabe entrar en el diálogo de las palabras juguetonas y encontrar de ese modo el fondo del fondo. Condena globalmente el lenguaje adornado. Cuando la expresión multiplica los matices, cuando matiza los matices, el  psicoanalista ve allí una pantalla abigarrada, una pantalla instalada por una represión sutil. Un ser hábilmente secreto se opone de ese modo a la mirada de un psicoanalista perspicaz. Hace ya largo tiempo que se ha dicho que la palabra fue dada al hombre para que pudiera ocultar su pensamiento.

Pero situar el problema bajo el signo de un pensamiento hábil en preservar los secretos equivale a no tener en cuenta la exuberancia de las palabras que expresan imágenes. Filtrarse en nuevas imágenes es un destino normal de la palabra.
En general, la excitación por hablar es una mala señal a los ojos de un psicoanalista. Emplea una palabra grosera, propia del manicomio, para condenar la exuberancia de las palabras como "verborragia". Cree que la excitación por hablar es una excitación sustitutiva. Jamás piensa en el beneficio directo que recibe un psiquismo. De todas maneras, para un psicoanalista esta exuberancia es un trastorno superficial. Los psicoanalistas se lanzan a investigar causalidades psicológicas más profundas.
En consecuencia, para un soñador del lenguaje poético, para un soñador del lenguaje completo, los psicoanalistas son como psicólogos lingüísticamente monoorientados, más exactamente como psicólogos semiverticalizados. No conocen la amplitud de toda la verticalidad del lenguaje. Y como no piensan incluir en el lenguaje los valores cimeros, los valores que sobrepasan la cima -es decir, los valores poéticos-, son insensible a la dinámica de la verticalidad positiva, aquella que atrae, que entusiasma a los poetas, los grandes del habla. Se sorprenderían si se les dijera que esos derrames de palabras poéticas son manifestaciones del soplo vital, de una forma muy humana de soplo vital. En la poesía el soplo vital del lenguaje se renueva sin cesar. Al leer a los poetas se tiene mil oportunidades de vivir en un lenguaje joven.

Una de las acciones más directas del lenguaje es preciso encontrarla en el lenguaje imaginativo. Al soñar entre abundante imágenes poéticas, el fenomenólogo puede suplantar al psicoanalista. Es posible incluso que un doble método que enlace dos métodos contrarios, uno que vuelva hacia atrás y otros que asuma las imprudencias de un lenguaje no controlado, uno dirigido hacia la profundidad y otro dirigido hacia las alturas, produjera oscilaciones útiles y permitiera hallar el punto de unión entre las pulsiones y la inspiración, entre lo que empuja y lo que aspira. Es preciso remitirse siempre al pasado y también, sin cesar, desembarazarse del pasado. Para vincularse al pasado es menester amar la memoria. Para desligarse del pasado es preciso imaginar mucho. Y esas obligaciones contrarias vivifican el lenguaje.
Una filosofía completa del lenguaje debería, pues, unir las enseñanzas del psicoanálisis y de la fenomenología. Sería entonces menester añadir al psico-análisis un poético-análisis donde se pondrían en orden las aventuras del lenguaje, donde se daría libre curso a todos los medios, a todos los talentos de expresión.

 Para desentrañar en todas sus sutilezas un poético-análisis de un hombre que se expresa, no hay que contar con los psicoanalistas. Son escasos los psicoanalistas que leen a los poetas, que señalan cada día de su vida por el amor a un poema. El poético-análisis debería ser una profundización muy íntima de la alegría de imaginar. Cada uno comenzara entonces, por medio de su poético-análisis, su propio psicoanálisis. Un autopsicoanálisis es fácil cuando se es viejo. Para un poético-análisis bueno y fervoroso sería necesario ser joven. Así el largo relato de mis tormentos de método, cuya historia he querido narrar, no conducen a una tranquilidad homogénea. Cuanto más trabajo, más me diversifico. Para encontrar una unidad de ser, sería necesario tener todas las edades a la vez.



Ed. Paidós, Bs. As., 1992

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