14 de diciembre de 2011

Severo Sarduy


 

















El hombre que parecía un caballo



Liberada de su aparato, la de la transfusión corría por los pasillos vestida de marinero -furor infantil de los fifties-; ahora, ganada por el amor al prójimo, empujaba la silla del que hablaba en agudo, como un indio. A la hora de la siesta, lo conducía bajo unos tilos, no lejos de la casona. La sombra de las hojas apacigua los nervios.
A veces, para suscitar un juego, mientras el aleijadinho hablaba de los astros, la marinero lo dejaba rodar pendiente abajo, por los declives ensamblados con madera que evitaban peldaños, hasta que la silla se detuviera sola. Se oían entonces chirridos fañosos: injurias y maldiciones.
Una madrugada insomne -toda la noche pasaron pelícanos-, la marinero se apareció en la habitación de Siempreviva, a quien la resaca del somnífero mecía a estas horas:
-Noticias -se limitó a pronunciar sin expresión alguna, convertida a su vez en un aparato reproductor de la voz.
-¿Del mundo de la moda? -indagó, entre dos aguas, Siempreviva.
-No. Vampiro nuevo.
Habían bautizado así a los médicos incipientes o cautelosos enfermeros que colectaban para los análisis la sangre dudosa de los reclusos.
-¿Cómo es? -interrogó Siempreviva saliendo de su letargo en un dos por tres.
-Grande y fornido. Con mucho pelo y cara de caballo.
Cuando entra en un lugar parece oler el aire, como asustado. Avanza a zancadas. Muestra las encías cuando se ríe. No sé cómo se llama. Dos días después, empujando la puerta con prudencia, temprano en la mañana se presentó el hombre que parecía un caballo. Siempreviva, ese día desperezada y vivaracha, lo reconoció enseguida. La bata blanca apenas disimulaba su corpulencia equina. En un carrito de tres pisos, como el de los postres en un restaurante con ínfulas, lo seguía el arsenal de los análisis, tintineante y siniestro.
-Buenos días. Soy...
-Ya lo sé.
-¿Cómo?
-Un presentimiento.
-¿Puedo?
-Aquí me tiene.
Siempreviva se dejó caer en la bergère -el menor gesto la sofocaba- como quien se derrumba en un remanso de hojas frescas al borde de un arroyuelo después de una carrera estival. Le ofreció el brazo derecho con el puño ya cerrado, sin la menor aprensión. Imaginó que todo se reducía a una esfera de vidrio del punzó de un vitral, con una sanguijuela regordeta y golosa presta a la succión. La sosegaba retrotraer el protocolo médico a sus orígenes, como si en esos siglos sulfurosos del exorcismo y el ajo todo hubiera sido indoloro, sedante y eficaz.
No sintió nada. Excepto -cuando él deshizo el garrote y le ordenó abrir la mano- el roce de sus dedos en la entrepierna, en la tela burda del pantalón.
-Lo mejor -le dijo reposada- es eliminar los líquidos putrefactos del cuerpo y extraer las piedrecitas calcinadas del cerebro, para sanar.
Él respondió con una risotada que, por supuesto, pareció un relincho. Y dio un paso adelante que fue una patada. Siempreviva observó sus zapatones deformes, de cuero rojo.
No volvieron a separarse.
Con su gorro de nailon azul claro, su máscara de gasa y sus guantes -manipulaba sangre, sudor y saliva, las tres eses de la contaminación, según lo que entonces se creía-, el potro se aparecía en el “amueblado”, como llamaban a la habitación de Siempreviva, por un sí o por un no: revisar la hoja clínica, bajar el azogue de los pesados termómetros, olvidar estetoscopios, o contemplar en silencio las ramas amarillas del tilo, dibujadas contra un cielo uniforme y gris.

Nuestros alientos se mezclaron, como los de dos animales fétidos; nuestros cuerpos se eslabonaron, se trabaron: un enredijo de ropas arrugadas y de miembros. La piel no fue límite, ni la consciencia: todo se anudó en un garabato incomprensible y furioso como un ideograma, sin otra voluntad que el placer, sin más fin que el goce en su borrosa inmediatez.
No nos atrevíamos a mirarnos; adivinábamos nuestras facciones, el contorno de los labios. Todo ocurría en la penumbra crepuscular y atribulada del hospital.
Lo sentí primero tocarme como por distracción, luego apretarme con los dedos la oreja derecha, el lóbulo de la oreja con el pulgar y el índice, como si quisiera arrancarme un pesado arete o conocer la textura verdadera, el grano de mi piel.
Me untó de su saliva. Sentí su asco al contacto de mis arrugas, de las manchas rugosas y oscuras que me cubren, de mis venas visibles e indolentes, sin el golpetazo brutal del flujo morado y espeso, arroyos empantanados, muertos. Mis garras afiladas y achacosas se posaron entonces en sus mejillas, más que maternales, ávidas.
“Deseoso”, pensé, “es el que huye de su madre, pero para volver.”
Mas los cuerpos que se aman jamás son los cuerpos reales, sino otros que suscita y proyecta la imaginación de los amantes.
Así, me vi desnuda, bajando de un tren muy antiguo, un ramo de flores moradas en la mano. El que yo ahora le ofrecía al Caballo era ese cuerpo imaginario, sin pesadez, astral casi, y no este amasijo de tendones vencidos, de nervios inútilmente alertas, de flacidez y hastío.
Por unos instantes, ocupamos la totalidad de nuestro cuerpo: ningún olvido muscular, ni la menor parcela de la piel fuera del tacto.
El Caballo me miró entonces, como si me reconociera. Despertabamos de algo. Volvíamos a la aciaga vigilia. Éramos los de siempre.
Todo en él fue inhábil, desacertado. Y, sin embargo, cada gesto, por torpe que fuera, irradiaba su fuerza precisa, el chisporroteo rojizo de esa energía que lo rodeaba como una aureola, en la luz declinante del hospital.
 Mis brazos fueron dos alas mustias; él, un risible centauro.
 -¿Te has aburrido -fue todo lo que acerté a decirle singando con una vieja?
-No -me respondió secamente-. Ahora voy a dormir bien.
A partir de ese momento, Siempreviva no tuvo más que una idea. Fija, por definición. Una obsesión, más bien: quela que fue hace cuarenta años, cuando dio una fiesta azul y plateada para recibir a Bola de Nieve, de regreso de París. Se propuso recurrir, si era necesario, a otras medicinas, a otro saber, para llegar a la coincidencia con esa imagen, aunque pasada, suya.
A nadie le habló de ese proyecto. Excepto –por supuesto- al Caballo.

Bajo la cúpula de cristal, esperando, en el crepúsculo lluvioso, flamencos o arcoíris, los desanimados comentaban la desligada liaison de Siempreviva y el potro: la pareja de un alazán brioso -un lobato para otros- y una medio mundana momificada por los años y los menjunjes, hoy enardecida -creían- por inyecciones de placenta de cordero, o por afrodisíacos en cocción, secretos.
Algunos rumoreaban que, con los agasajos de un monarca en exilio, la pelirroja había recibido un collar de perlas de una sola vuelta: dieciocho berruecos gordos como garbanzos, de un brillo grisáceo y fatal.
En una fotografía de fecha y ubicación inciertas, sobre un fondo confusamente balneario, se veía al volante de un Bugatti, con pamela de alas anchas y boquilla, tirando hacia arriba y adelante con el índice de la derecha el sobrio collar.
El traje: círculos rotos y concéntricos, en el cliché blancos y negros; azules y plateados quizá. La sonrisa y la mirada eran indudables: las mismas de hoy.
El potro travieso -se preguntaban algunos- ¿había olfateado esas perlas, como un drogado que sabe a ciencia cierta dónde va a encontrar su ración?
Otros -los menos, es verdad- desacreditaban por mezquina esa interpretación de los hechos: se trataba, simplemente, de amor.


Vuelta, no 211, Agosto 1993. (Capítulo de la novela Pájaros de la Playa).


No hay comentarios: