Elizabeth Bishop
Por Pearl K. Bell
Considerada por muchos como una poeta para poetas, Elizabeth Bishop
(1911-1979) fue una de las voces más refinadas de la poesía estadounidense del
siglo pasado. Amiga de Marianne Moore y Robert Lowell, Bishop fue reconocida
con premios como el Pulitzer y el Neustadt. En este perfil, Pearl K. Bell hace
el recuento de los años brasileños de la autora de North &South.
La primera vez que vi a
Elizabeth, hacía pompas de jabón con una pipa de arcilla elegantemente curvada.
Mientras los globos de fragilidad tornasolada se elevaban en el aire y flotaban
vacilantes por un momento para luego desaparecer en el sol de verano, ella
seguía su ascenso hacia el olvido con una mirada afectuosa y atenta, luego
sumergía la pipa cuidadosamente en el vaso de agua jabonosa y soplaba hasta
liberar un nuevo ramillete de burbujas. Sabía que Elizabeth sufría de asma
crónica desde la niñez, y hacía poco tiempo había leído su extraño y jadeante
poema, "O Breath", cada línea partida en dos por la cesura profunda y
regeneradora. El poema imitaba su lucha con el misterio oculto en sus pulmones
("something moving but invisibly, / and with what clamor"). La
callada intensidad de su juego me impresionó —con su aliento, el agua jabonosa,
la frágil pipa de arcilla— y ella me pareció, tan redonda, pura y brillante
como las burbujas que creaba con tan serio deleite.
Era agosto de 1949, las dos
estábamos en Yaddo, una colonia para escritores y artistas en Saratoga Springs.
En medio de terrenos verdes bien atendidos, cargados con polvo del calor
veraniego, se alzaba la excéntrica mansión construida a fines de siglo por los
herederos de una fortuna ferroviaria. Ahora su vastedad laberíntica proveía un
tranquilo refugio para novelistas, pintores, poetas y compositores. A Elizabeth
le habían dado una habitación en la torre, con su propio balcón redondo que
daba al patio de la mansión neo-renacentista, neo-gótica,
neo-todo-lo-que-el-dinero-pudiera-comprar. Un amigo en Nueva York que conocía a
Elizabeth había insistido en que la buscara al llegar a Saratoga. Me acerqué a
su habitación, la puerta estaba abierta, pero no quise molestarla cuando se
reclinó en el barandal del balcón, disipando su precioso aliento. La observé, y
luego me escabullí.
Agosto es la temporada hípica en
Saratoga Springs —o al menos lo era hace cuarenta años— y en ocasiones, cuando
las palabras correctas permanecían obstinadamente fuera de nuestro alcance y la
tarde parecía más larga que la eternidad, Elizabeth y yo reprimíamos la culpa
que sentíamos por escapar y nos escabullíamos a la pista de carreras. Con
nuestra perfecta ignorancia sobre caballos y carreras, Elizabeth y yo recorríamos
los establos antes de que se cerraran las apuestas, tratando de decidir por
cuál apostaríamos. A Elizabeth le fascinaban los nombres de los caballos, y
esos nombres dirigían nuestras elecciones. Arriesgábamos nuestro dinero en
pencos que habían sido bautizados —¡con tan poética futilidad!— Flying Dolphin
o Speed of Light, justo los que invariablemente se arrastraban muy por detrás
de los otros, destinados una y otra vez a perder y pasar inadvertidos. Pero a
pesar de nuestros lastimosos fracasos, aquellas tardes con Elizabeth en la
pista de carreras eran regocijantes. Su mirada incansable absorbía la escena
con gusto y respondía a cada detalle con un placer agudo y contagioso: las
multitudes bullendo en el caluroso día; la tensa expectación, palpable cual latidos,
mientras los caballos galopaban alrededor de la pista; el brillo satinado de
los uniformes de los jockeys; el oscuro destello de los caballos al galope, y
finalmente los gritos triunfantes de los ganadores y los gemidos acres de los
perdedores. La atención de Elizabeth era absoluta, e incluso cuando estaba en
silencio me daba cuenta de la forma en que captaba el turbulento ajetreo de la
tarde, siempre observando, mirando, guardando, recordando.
Cuando el mes en Yaddo terminó,
regresé a mi trabajo en Nueva York y Elizabeth se dirigió a Washington, donde
ocuparía el puesto de Robert Lowell por un año como Consultora de Poesía en la
Biblioteca del Congreso. En ocasiones recibía cartas escritas a mano cuya
lectura solía requerir una lupa, pero el esfuerzo valía la pena. (La letra de
Elizabeth era intimidante, pero más tarde descubrí que, aun cuando sus cartas
estuvieran mecanografiadas, resultaba difícil entenderlas, pues estaban llenas
de rayas, como los poemas de Emily Dickinson.) Era una maravillosa escritora de
cartas; las palabras fluían de sus dedos con una espontaneidad desinhibida, tan
diferente de la reticencia y reserva de sus poemas y relatos. Lejos de ser
prolífica en su obra publicada, vertía sus días en miles de cartas con generosa
vitalidad y desenvoltura. Podía evocar la atmósfera de su suntuosa oficina en
la Biblioteca del Congreso en unas pocas frases compuestas sin esfuerzo (su
secretaria escribe: "me trata con cariño, me sugiere hacer una tarea a la
vez, sirve jerez para los visitantes, etcétera").
Al final de su año como
Consultora de Poesía regresó a Nueva York y a su pequeño departamento en King
Street, en la periferia de Greenwich Village. Pero, como siempre, la ciudad no
tardó en exacerbar su irreprimible inquietud, su apasionada necesidad de
viajar, de desplazarse aun cuando no pudiera encontrar la respuesta a sus
"preguntas de viaje".
De niña, Elizabeth iba y venía
con sus abuelos y tías entre Nova Scotia, Worcester y Boston. De joven, por
voluntad propia, vagó de Europa a Nueva York a Key West, donde se estableció
varios años durante la guerra. En 1951, tras publicar un libro muy elogiado,
North & South, recibió una generosa beca del Bryn Mawr College y emprendió
su viaje más ambicioso. Elizabeth reservó un pasaje en un buque carguero que
bajaría por la costa este de América del Sur, rodearía el Cabo de Hornos y
luego subiría por la costa oeste, con paradas en Río de Janeiro, Buenos Aires y
—el lugar que más ansiaba visitar— la Tierra del Fuego. Planeaba escribir una relación
en prosa de este largo y arduo viaje —aunque secretamente, como me escribió un
poco en serio, deseaba poder gastar todo el dinero de la beca en un par de
aretes de diamante, lo cual consideraba una inversión mucho mejor para el
futuro que cualquier cosa que pudiera escribir.
Yo había vivido en Río durante
buena parte de un año cuando el buque de Elizabeth atracó en el puerto de
Santos. Había planeado dos visitas mientras el barco permanecía en puerto —una
conmigo en Ipanema y la otra con una amiga brasileña, Lota de Macedo Soares,
que había conocido en Nueva York durante la guerra. Pero el buque partió para
Montevideo, Buenos Aires y el Estrecho de Magallanes sin Elizabeth porque su
"breve" parada en el Brasil duró más de quince años. La razón inmediata
para este drástico cambio de planes fue la violenta reacción alérgica que tuvo
Elizabeth ante el fruto del anacardo varios días después de su arribo a Río. Se
sentía como envenenada, y el asma que la había atormentado desde la niñez se
unió al ataque. Cuando se recuperó, dos semanas después, Lota, con quien se
había quedado en Río, ya la había convencido de abandonar el viaje alrededor
del Cabo de Hornos y permanecer en el Brasil.
En las montañas de Petrópolis, a
unos noventa kilómetros de Río —antigua residencia de verano de los emperadores
brasileños—, Lota poseía un gran trecho de tierra, una fazenda llamada
Samambaia, donde estaba construyendo una casa que personificaría sus
apasionadas ideas sobre la arquitectura y el diseño modernos. Como muchas
mujeres brasileñas de clase alta de su generación, Lota nunca había ido a la
universidad. Pero aun sin un adiestramiento formal en arquitectura, había leído
mucho y era una entusiasta observadora de los edificios modernistas creados por
arquitectos brasileños de renombre como Oscar Niemeyer, quien algunos años
después construiría el paisaje lunar de Brasilia. Talentosa amateur y bien
informada del diseño moderno, Lota provenía de una familia acaudalada cuyos
orígenes brasileños se remontaban a los colonizadores portugueses del siglo
XVI. Pero hacía ya tiempo Lota se había alejado de su excéntrico padre, dueño
del Diario Carioca, uno de los periódicos más grandes de Río. Cálida y
dinámica, rebosante de energía tempestuosa, Lota creía que el Brasil podía
darle a Elizabeth la tranquilidad y la paz doméstica que necesitaba para su
trabajo y bienestar. Vivirían en la casa en construcción de Samambaia, aunque
Lota también tenía un pied-à-terre en la sección Leme de Río, con vista a la
playa de Copacabana y a la magnífica bahía, cuyos peñascos surgen del agua como
los dedos rocosos de un gigante, y que los primeros exploradores portugueses
confundieron con un gran río, el Río de Enero.
La noticia de que Elizabeth se
quedaría en Brasil me dejó perpleja y no poco preocupada. Por buena parte de un
año había vivido en Brasil con quien entonces era mi esposo, y ya ansiaba
alejarme del calor sofocante, la mala comida, las hormigas indomables que
desfilaban sin cesar por nuestra cocina, el ubicuo sopor y la incompetencia, la
inquietante sensación de un mundo que se derrumba.
No sólo por mi propio descontento
con el Brasil consideraba arriesgada la decisión de Elizabeth. Por momentos,
durante mis visitas ocasionales a Samambaia, Elizabeth me parecía tan frágil
como las pompas de jabón que la vi haciendo en Yaddo. Prácticamente no sabía
nada sobre ese enorme país, y aun así, a sus cuarenta años, se estaba
comprometiendo con una extranjería más compleja de lo que incluso una viajera
tan experimentada como ella había conocido jamás. ¿Podría encontrar la medicina
para el asma sin la cual no podía vivir? ¿Podría aprender portugués, un idioma
que me desquiciaba? ¿Y no sería alarmantemente inadecuado el modesto ingreso
que había heredado de la familia paterna frente a un índice inflacionario que
se salía cada vez más de control?
Durante una temporada demostró
ser alérgica a todas las plantas y árboles del exuberante y extraño paisaje,
pero con el tiempo Dona Elizabetchy —como los sirvientes de Lota pronunciaban su
nombre— se volvió mucho menos vulnerable a los peligros, internos y externos, y
su vida en el Brasil se convirtió en la época más feliz que había conocido
hasta entonces. En "Arrival at Santos", uno de los primeros poemas
que giran en torno a su nuevo sentido de lugar, se burla de las exorbitantes
expectativas con que había comenzado su viaje a América del Sur, aunque en
cierta forma todas se hicieron realidad: "Oh, tourist / is this how this
country is going to answer you / and your immodest demands for a different
world, / and a better life, and complete comprehension / of both at
last..." Cuando dejó de ser turista, sus exigencias "inmodestas"
fueron satisfechas, pues Lota —perspicaz, generosa y sabia, plena de opiniones
firmes e irreprimibles acerca de todo— se había dado cuenta de que Elizabeth,
para su salud, su cordura y su escritura, no necesitaba todas esas semanas
solitarias en un buque, ni el estruendo fragmentador de Nueva York, sino la
afectuosa protección de un hogar, una sensación de pertenencia, las
consolaciones ordenadas de la costumbre y la cotidianidad, la voluntad de
quedarse en su lugar. Se volvieron amantes, aun cuando Lota hacía las veces de
madre para Elizabeth, la niña.
Regresé a Nueva York unos meses
después de que Elizabeth se instalara en Samambaia, y no sentí saudades por
Brasil. Fue entonces cuando nuestra amistad llegó a depender, a la enorme
distancia de once mil kilómetros, de las muchas cartas que intercambiamos con
regularidad por más de diez años. Si bien era feliz en el Brasil, Elizabeth
necesitaba mantener los lazos con su propio país, y dependía en gran medida de
las respuestas a sus cartas, de Robert Lowell, Marianne Moore, Randall Jarrell,
y muchos otros.
Ansiosa, esperaba la llegada de
sus cartas con algunos meses (o a veces menos) de separación; eran
maravillosamente espontáneas y divertidas, tan diferentes de sus poemas
fríamente lacónicos. Llegaban en sobres endebles de correo aéreo, con la orilla
rayada en verde y amarillo (los colores nacionales del Brasil) —varias piezas
de papel barato ("tan delgado", escribía Elizabeth, "que se
arruga como las sábanas") casi completamente cubiertas de líneas
mecanografiadas a un espacio y varias reflexiones escritas a mano con su
garabateo desquiciante.
El ojo cruel y vigilante, que
usaba con tan tangible precisión en su poesía, se deleitaba en la extraña y
exasperante variedad de su nuevo hogar, y cuando el portugués de Elizabeth
mejoró —fue mucho más sensible que yo al idioma—, sus narraciones sobre
Samambaia y las ocasionales visitas a Río ganaban confianza y capacidad
evocativa en cada carta. Unos meses después de mudarse a Samambaia, Elizabeth
apenas podía contener su gratitud cuando Lota le mandó construir un estudio
cerca de la casa principal, pero suficientemente lejos para escapar del tumulto
diario de sirvientes y obreros. El estudio estaba en lo alto de una cascada,
cuyo sonido no molestaba a la poeta en su lugar privado, donde podía trabajar
en paz y tranquilidad.
La culpa la desgarraba implacable por haber
terminado muy pocos poemas e historias dignos de publicar, en su opinión.
(Cuando llegó al Brasil, Elizabeth sólo había publicado un libro de poemas
—North & South— a la edad de treinta y cinco años.) Carta tras carta
lamentaba su incapacidad para escribir con rapidez y soltura, con la aplicación
segura y prolífica de su amiga y colega Mary McCarthy, y se reprendía sin
piedad. Después de leer un extenso artículo sobre Italia que Mary McCarthy
había publicado en The New Yorker, Elizabeth confesó "Estoy puerilmente
celosa de la habilidad [de Mary] para escribir esas cosas. Cómo desearía
poder... Lo que envidio es la cantidad, más que nada —pero la poesía no puede
hacerse así, supongo, y yo abordo todo, incluso los relatos, de la misma manera
esporádica y emocional, y eso no funciona muy bien". Por su parte, Mary
McCarthy admitió en alguna ocasión: "Envidio la mente oculta tras las
palabras [de Elizabeth Bishop], como un 'yo' que cuenta hasta cien esperando
que lo encuentren." Dados sus muy disímiles temperamentos y talentos, no
había manera alguna de mitigar esa envidia.
No sólo la "indolencia"
de Elizabeth —era su palabra autorreprensora— explicaba su magra cosecha
literaria. Aunque tuviera su estudio para refugiarse, la vida diaria en el
Brasil, incluso para la eficiente Lota, podía ser una lucha exasperante que
devoraba el tiempo: el clima, la inflación enloquecida, los obreros
incompetentes que se resistían a cualquier forma nueva y mejor de hacer las
cosas. Como la casa de Lota estaba todavía en construcción, existían muchas
razones prácticas para posponer el trabajo de algún poema o historia
inconclusos. Tal conmoción no impidió que este extraño país proporcionara a
Elizabeth la tranquila seguridad de un hogar, y esa estabilidad le permitió enfrentar
las imborrables memorias de su niñez en formas que nunca antes había intentado.
Como John Unterecker ha señalado, en el Brasil "su extranjería la dejó ser
más como ella misma", y por primera vez pudo encarar directamente en su
escritura la confusión y el sentimiento de abandono que había sentido de niña
por la locura de su madre.
En una época cuando los poetas se
sienten obligados a confesar incluso los pecados que no cometen, la resistencia
de Elizabeth a incluir experiencias personales en su obra es por demás
admirable. Pero si bien en "In the Village" se permitió escribir con
un extraño candor sobre los desgarramientos y las pérdidas de su niñez, la
historia no dejó de inquietarla. Cuando este poema en prosa fue publicado en
The New Yorker, en 1953, Elizabeth se alegró sobre el pago (generoso, comparado
con las pequeñeces que estaba acostumbrada a recibir de revistas pequeñas),
pero no podía silenciar su grave incertidumbre: "Me siento temiblemente
rica... y por supuesto tengo temibles dudas sobre si debí haber escrito 'In the
Village' o no, y en todo caso, sobre si tendrá el más mínimo valor para la
lengua inglesa."
Elizabeth era una perfeccionista
consumada. Podía ser mordazmente severa sobre el trabajo de otros escritores
que no estaban a la altura de sus exigentes estándares, pero no era menos dura
consigo misma. Era este inexorable rigor, más que ninguna otra cosa, lo que le
impedía enviar cualquier poema o historia que a su parecer tuviera la más
mínima falla —o que fuera "horrible", una de sus palabras favoritas.
Con todo, Elizabeth sabía que la "materia de Flaubert" —así se
refería en broma a la búsqueda obsesiva de la perfección— era su única forma de
funcionar como escritora.
En la primavera de 1956, el
segundo libro de Elizabeth, Poems: North & South — A Cold Spring, ganó el
premio Pulitzer de poesía, y su autora reaccionó con el característico recelo:
"Seguro saben cuán avergonzada me siento por este Pulitzer, aunque fue
divertido recibirlo. Nunca tan poco trabajo había atraído tantos premios... y
me interrogo y preocupo continuamente sobre el porqué." Elizabeth pensaba
sinceramente que Randall Jarrell merecía el premio más que ella; aunque no pudo
evitar que la reacción oficial estadounidense en Río la divirtiera, y hasta
impresionara un poco: "Incluso la Embajada, nuestra Embajada, se puso a la
altura de la ocasión —a la cima de la montaña, en una enorme camioneta negra;
ahora nos invitarán a ver algunas películas, esperamos..."
Los años de Elizabeth en Brasil
estuvieron marcados por una irritante frustración: la dificultad de importar
cosas de Estados Unidos que no se podían obtener por nada del mundo en el país
subdesarrollado. Afortunadamente, por alguna misteriosa razón, los libros y las
revistas carecían de valor para la aduana, por lo que se podían enviar con
bastante confianza. Uno de los placeres especiales que proporcionaban las
cartas de Elizabeth era la constante relación de sus lecturas, y la frescura mordaz
de sus comentarios. Podía criticar acerbamente poemas o novelas malos o
pretenciosos, o algún libro que consideraba ridículamente sobrestimado (como
por ejemplo Charlotte's Web de E.B. White), y siempre tenía algo original que
decir sobre los escritores que admiraba.
En un invierno marcado por
lluvias bíblicas que no pararon en días, Elizabeth comenzó a leer las cartas de
Coleridge, y por seis semanas más continuó leyendo todo lo que tenía de él.
Durante esta tormenta interminable, Elizabeth se quedó sola en Samambaia unos
días —"sola" porque Lota estaba en Río, pero todos los sirvientes
estaban en la casa, "y el tucán, que tiene un pie malo, y el gato (a quien
le estaban quitando la landrilla) y la ruidosa cascada— siento como si hubiera
tenido una experiencia estilo Robinson Crusoe". De hecho, antes de que
Coleridge acaparara toda su atención, Elizabeth estaba leyendo la novela de
Defoe (que no le gustaba mucho). Si bien escribió el gran poema "Crusoe in
England" varios años después, es tentador preguntarse si acaso sería
entonces cuando comenzó a tomar forma en su imaginación. (A menudo empezaba a
escribir un poema y luego lo dejaba reposar; en este caso podría haber reposado
diez años.)
Un año Elizabeth estaba fascinada
con una selección de los diarios de Virginia Woolf, y en una larga carta rumió
que Woolf siempre "me recordaba algún insecto maravilloso —con 'visión de
mosaico' como el ojo de una abeja— en realidad un poco inhumana... No creo que
nadie —o nosotros, americanos, quizás (y al parecer no le gustábamos)— podría
ser tan puramente 'literario' de nuevo..." Una semana más tarde, después
de acabar el libro, Elizabeth se mostró menos indiferente, pensando sobre su
propia "indolencia": "...es mucho más heroica de lo que había
notado —y la cantidad de trabajo que logra hacer me llena de desesperación. La
cantidad de disciplina es atemorizante".
Las lecturas de Elizabeth en el
Brasil cubrían un amplio espectro: Sea and Sardinia, de Lawrence, que
consideraba su mejor libro; una biografía de Melbourne; la vida de Freud de
Ernest Jones; el diario de Darwin en el Beagle, cuyas quejas sobre la
ineficiencia e indolencia de los brasileños le parecían divertidas, pues las
cosas habían cambiado muy poco desde la época de Darwin. Un relato de Salinger
en The New Yorker, "Seymour: An Introduction", la indignó: "Esa
horrible falta de naturalidad, cada oración se comenta a sí misma y comenta
sobre sus comentarios sobre sí misma, y al parecer quería ser divertido. Y si
los poemas [de Seymour] eran tan buenos, ¿por qué no darnos uno o dos y luego
callarse, por amor de Dios?"
Y en ocasiones las lecturas de
Elizabeth resultaban útiles de maneras insospechadas. En una carta
particularmente cautivadora que escribió después de enfermarse de conjuntivitis
durante un viaje a Ouro Preto (donde más tarde compraría y restauraría una casa
vieja), dice: "Mis ojos me molestaban tanto que no pude leer ni escribir
durante algunos días, y no dejaba de pensar que si pudiera llorar, me sentiría
mejor. Así que me senté y leí Little Women durante unas dos horas y lloré
bastante, como siempre lloro con el sentimentalismo, y de inmediato mis ojos se
sintieron mucho mejor..."
Aunque nunca dejó de reprocharse
a sí misma el escribir tan poco, Elizabeth oscilaba entre la confianza en sus
logros y el temor contradictorio de que todo lo que había hecho no tenía ningún
valor. Un año, se irritó profundamente cuando Vogue publicó un artículo sobre
ella hábilmente cifrado en la ignorancia sobre la naturaleza de su poesía.
Cuando ese número de la revista llegó finalmente a sus manos, se lamentó:
"Caray, odio esa imagen de mí misma... y esa insistencia en mi frialdad y
precisión, etc. —pienso que es una especie de cliché que se aplica siempre a
las poetisas, al menos yo no sentía escribir de tal manera." Una y otra
vez, los críticos y los periodistas ponían atención solamente en la superficie
de sus imágenes descriptivas, y no lograban escuchar el murmullo de dolor y
desesperación, el solitario clamor detrás del control absoluto y la máscara de
indiferencia. Elizabeth sabía mejor que nadie la facilidad con que su
satisfacción precaria, incluso en el Brasil, podía verse amenazada.
Este autoconocimiento provocó, en
parte, su intensa aflicción cuando supo que Dylan Thomas había muerto en Nueva
York en 1953. Elizabeth sintió pena no sólo por un joven poeta que había muerto
precipitadamente, sino por todos los poetas, incluida ella, que vivían
demasiado cerca del filo de la autodestrucción. En su carta sobre Thomas,
Elizabeth se preguntaba: "¿Por qué algunos poetas se las arreglan para
pasarlo bien y viven hasta convertirse en viejos aviesos y aburridos como Frost
o —probablemente— viejos pedantes, como Yeats, o viejos locos como Pound —y
algunos simplemente no pueden hacerlo?" A pesar de que su trabajo tenía
poco en común con la poesía de Dylan Thomas, al lamentarse por su muerte,
Elizabeth recordó la "simpatía y piedad instantáneas" que sintió al
conocerlo en Nueva York, pues creía que "él hacía que la mayoría de nuestros
contemporáneos parecieran repulsivamente egoístas, cautelosos, hipócritas y
fríos...".
Unas semanas más tarde, todavía
incapaz de sacudirse la tristeza por la muerte de Thomas, Elizabeth se permitió
un extraño estallido de candor mordaz: "Los poetas deberían excluir por
completo de sus sistemas la desconfianza hacia sí mismos —como se puede ver que
han hecho los sobrevivientes... Y claro que no sólo los poetas —todos somos
desdichados—, y la mitad o tres cuartos del tiempo pienso que es un mundo
completamente repugnante —y luego el horror se desvanece por un rato,
misericordiosamente. Pero a mi reducida manera, sé lo suficiente sobre
bebida-y-destrucción." Esta carta me alteró; Elizabeth nunca había
escrito, al menos para mí, con tal desaliento. Pero tampoco volvió a mostrarse
tan desalentadora de nuevo. El hecho es que la muerte de Dylan Thomas había
perturbado un nervio que no se acallaría por algún tiempo.
A pesar de los premios y las
loas, de la alegría de su vida con Lota, la desgarradora inseguridad sobre sí
misma nunca dejó de mortificar a Elizabeth. Cuando Philip Rahv le advirtió
sobre una reseña hostil de A Cold Spring que aparecería en el siguiente número
de Partisan Review, Elizabeth se crispó ansiosamente: "Me estoy
endureciendo, pero por el momento me siento bastante mal sobre mi propio
trabajo. Nunca me ha importado la crítica, cosa extraña, —pero, ¿y si este
crítico [Rahv no había revelado el nombre] dice la VERDAD?, —¿si señala las
terribles fallas que sé que están ahí? He sido demasiado afortunada y
consentida, lo sé." Dona Elizabetchy no se dejaba llevar por la falsa
modestia; su inseguridad era una constante, una carga que no se podía quitar de
encima.
Con el paso de los años, al leer
y saborear las entusiastas cartas que Elizabeth enviaba desde el Brasil, me
convencí de que la satisfacción y el arraigo que Lota había entregado con
cariñosa devoción duraría por siempre. Podía ver a las dos mujeres envejeciendo
juntas en la cima de la montaña de Petrópolis, amigas antes que amantes,
felices por su trabajo, por su acogedora vida doméstica, por el afecto y el
respeto mutuos. Pero esto no sucedería. La mujer animosa y alegre que yo
recordaba con cariño fue consumida por la oscuridad. Tornándose recelosa y
hostil, Lota envenenó con acusaciones sin fundamento el confortable mundo que
había creado para sí misma y para Elizabeth, culpándola de abandono y traición.
Cuando Elizabeth no pudo más,
voló hacia el norte a fines del verano de 1967 —transcurría un invierno
lluvioso en el Brasil— para quedarse en Nueva York con algunos amigos. En
verdad necesitaba que el tiempo y la distancia la separaran de la desconfianza
y la confusión de Samambaia. Lota la siguió, pese a que Elizabeth le había
rogado que no lo hiciera, y, en el departamento de aquellos amigos, se suicidó.
Si bien Elizabeth pasó algunos períodos en la
casa de Ouro Preto después de 1967, el Brasil sin Lota no podría ser nunca más
un puerto ni un hogar. No fue sólo la trágica y desesperada venganza de Lota lo
que destruyó la vida en que Elizabeth había florecido durante quince años; sus
amigos brasileños le dieron la espalda, haciéndola responsable de la muerte de
Lota.
A principios de los setenta,
abandonó el país para siempre. Pero ese lugar retuvo su imaginación, con la
insistente ancla de la memoria, en los poemas brasileños —"Santarem"
y "Pink Dog"— que escribió en su última década, y en su perturbadora
elegía, "One Art," cuyo estribillo burlón ("The art of losing
isn't hard to master") intensifica irónicamente la negación que el poema
hace de la continuidad y la esperanza.
Saudades, Dona Elizabethchy.
Saudades, Brasil.
Traducción de Adriana Santoveña
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