Mario Vargas Llosa
Todavía
llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes
preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde
el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy
ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al colegio Champagnat.
Hermano
Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el "Tercero A", Hermano?
Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara,
ahora a callar.
Apareció una
mañana, a la hora de la formación, de la mano de su papá, y el Hermano Lucio lo
puso a la cabeza de la fila porque era más chiquito todavía que Rojas, y en la
clase el Hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía,
jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú?
Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San
Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina.
Era chanconcito
(pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y
después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse
malas notas. Los catorce Incas, Cuéllar, decía el Hermano Leoncio, y él se los
recitaba sin respirar, los Mandamientos, las tres estrofas del Himno Marista,
la poesía: Mi bandera de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le
decía Lalo y el Hermano muy buena memoria jovencito, y a nosotros ¡aprendan,
bellacos!' Él se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a toda la
clase por encima del hombro, sobrándose (de a mentiras, el fondo no era
sobrado, sólo un poco loquibambio y juguetón. Y además, buen compañero.' Nos
soplaba en los exámenes y en los recreos nos convidaba chupetes, ricacho,
tofis, suertudo, le decía Choto, te dan más propina que a nosotros cuatro, y él
por las buenas notas que se sacaba, y nosotros menos mal que eres buena gente,
chanconcito, eso lo salvaba).
Las clases de
la Primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía
romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol.
Tiraban los
maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido, ponte en
el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau,
paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba
saltos mortales, guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo se escapa un
día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los
daneses sólo mordían cuando olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi
viejo, y Choto yo me treparía al arco, ahí no lo alcanzaría, y Cuéllar sacaba
su puñalito y chas chas lo sonaba, deslonjaba y enterrabaaaaauuuu, mirando al
cielo, uuuuuuaaauuuu, las dos manos en la boca, auauauauauuuuu: ¿qué tal
gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la media y
a nosotros los grandes nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las
lenguas afuera, sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y
salíamos a la calle. Bajaban por la Diagonal haciendo pases de básquet con los
maletines, chápate ésta papacito, cruzábamos el Parque a la altura de Las
Delicias, ¡la chapé! ¿Viste, mamacita?, ven la bodeguita de la esquina de D'
Onofrio comprábamos barquillos ¿de vainilla? ¿Mixtos?, echa un poco más, cholo,
no estafes, un poquito de limón, tacaño, una yapita de fresa. Y después seguían
bajando por la Diagonal, el Violín Gitano, sin hablar, la calle Porta, absortos
en los helados, un semáforo, shhp chupando shhp y saltando hasta el edificio
San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía, vamos al
Terrazas, le pedirían la pelota al Chino, ¿no quería jugar por la selección de
la clase?, hermano, para eso habría que entrenarse, ven vamos anda, sólo hasta
las seis, un partido de fulbito en el Terrazas, Cuéllar. No podía, su papá no
lo dejaba, tenía que hacer las tareas. Lo acompañaban hasta su casa, ¿cómo iba
a entrar al equipo de la clase si no se entrenaba?, y por fin acabábamos
yéndonos al Terrazas solos.
Buena gente
pero muy chancón. Decía Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no
era culpa suya, su viejo debía ser un fregado, y Chingolo claro, él se moría
por venir con ellos y Mañuco iba a estar bien difícil que entrara al equipo, no
tenía físico, ni patada, ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni nada. [ ... ]
Pero Cuéllar,
que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó tanto en el verano
que al año siguiente se ganó el puesto de interior izquierdo en la selección de
la clase: mens sana in corpore sano, decía el Hermano Agustín, ¿ya veíamos?, se
puede ser un buen deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su
ejemplo. ¿Cómo has hecho?, le decía Lalo, ¿de dónde esa cintura, esos pases,
esa codicia de pelota, esos tiros al ángulo? [ ... ] Su padre lo llevaba al
Estadio todos
los domingos y ahí, viendo a los cracks, les aprendía los trucos ¿captábamos?
Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas, sólo
viendo y jugando fútbol mañana y tarde, toquen esas pantorrillas, ¿no se habían
puesto duras? Sí, ha mejorado mucho, le decía Choto al Hermano Lucio, el
entrenador. [ ... ]
En julio, para
el Campeonato Interaños, el Hermano Agustín autorizó al equipo de “Cuarto A” a
entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes a la hora de Dibujo y
Música. Después del segundo recreo, cuando el patio quedaba vacío, mojadito por
la garúa, lustrado como un chimpún nuevecito, los once seleccionados bajaban a
la cancha, nos cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros,
salían de los camarines en fila india, a paso gimnástico, encabezados por Lalo,
el capitán. [ ... ] Entrenamos regio, decía Cuéllar, bestial ganaremos. Una
hora después el Hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las
aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir
a sus casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te las copias todas
las de los cracks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Toto Terry?) se metía
siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces ellos se duchaban
también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas se apareció en la puerta
de los camarines, guau guau guau, sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau
guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló
se escapó mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el
hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de
agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y
oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón
de tiempo después, les juro (pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más
hermano, y Choto ¿cinco?, más mucho más), el vozarrón del Hermano Lucio, las
lisuras de Leoncio (¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?,
no, pero se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz), los
carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los
Hermanos, su terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo
vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y
sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero en purita sangre. Qué
más, qué pasó después mientras yo me vestía, decía Lalo, y Chingolo el Hermano
Agustín y el Hermano Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección,
los vimos desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por
hora, tocando bocina y bocina como los bomberos, como una ambulancia. Mientras
tanto el Hermano Leoncio perseguía a Judas que iba y venía por el patio dando
brincos, volatines, lo agarraba y lo metía a su jaula y por entre los alambres
(quería matarlo, decía Choto, si lo hubieras visto, asustaba) lo azotaba sin
misericordia, colorado, el moño bailándole sobre la cara.
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