Yannis Lobaina
Juana de León, esa
soy yo
A mi olvidada Baracoa
Hace veinte años que
no salgo de casa. Tengo miedo de ver la luz del sol, tengo miedo de que la
gente me agreda, me señale con sus dedos sucios, diciendo: mira quién
viene por ahí, la Juana de León, y detrás sentir el bullicio de sus
risas y comentarios dañinos. Es por eso que cuando me casé con Miguel Chicoy no
les avisé. ¿Para qué?, ¿para que volvieran a ponerme en boca de cada habitante
de la ciudad de Asunción de Baracoa?
Hace mucho que mi
nombre no es Juana de León, sino Juana la desgraciada. Tengo casi sesenta años
y la gente de esta ciudad me odia. A veces tengo ganas de morir, no soporto más
esta vida de mentiras, de hipocresías. Mis pocas amigas ya se han marchado a la
capital y mi familia ha muerto. Estoy sola, sola en esta tierra. Nadie me entiende,
nadie me perdona lo que hice. Sí, eso pasó hace mucho tiempo.
A veces tengo ganas
de que la tierra se abra y me trague, y de no recordar más ese día, aquel día,
cuando me casé con Enrique y acepté vivir bajo su propio techo. Sí, lo sabía,
sabía que era una mujer; él me lo había dicho. Pero yo la quería, lo respetaba,
y era al único que le importaba mi vida. Imagino la vergüenza que sentiría mi
madre al escuchar que su hija se había casado con una mujer igualitica que
ella. Dios mío, ella nunca me lo hubiese perdonado, de solo pensarlo, quiero
morir. Todos dicen que estoy loca.
Chicoy me ha
encerrado en lo alto de la ciudad, en un lugar llamado Paraíso; pero es como el
infierno. Está alejado de todos, apenas hay vecinos alrededor, cerca del
cementerio. Su tierra es roja como la sangre, su loma empinada como todo el
dolor que aún llevo por dentro. Vivo con la gran espina de la culpa atravesada
en mi garganta, todo por no haber defendido a Enrique. La llevo como la cruz de
Parra, pesada y dura en mis espaldas.
Pero hoy le pediré
fervorosamente a San Juan que me perdone, deseo morir en paz. Nunca he tenido
paz, las voces de la ciudad insultándome, maldiciéndome, están impregnadas en
mi cabeza desde aquella mañana en que hicieron el juicio, hasta ahora el más escandaloso
de la Isla. La mirada de ella, siendo juzgada, implorándome que dijera la
verdad. ¿La verdad?... ¿Cuál es la verdad?
No concibo dormir,
nunca duermo. Siempre estoy enferma. Hay días en que la dulce voz de Enrique se
me hace presente, y es tan fuerte y real que debo encerrarme en la habitación
por miedo a que mi esposo la escuche también. Me meto debajo de la cama, y allí
conversamos largas horas. Muchas veces me quedo dormida debajo de la cama, y
entre el calor y los pensamientos de Enrique… me despierto empapada en sudor.
Pueden pasar varios días, y aún oigo esa voz susurrándome en los oídos. Su risa
contagiosa la llevo conmigo en lo más hondo de mi ser. A ratos me sorprende
algún que otro recuerdo de nuestros días en la casa, solo ella y yo en la
habitación, cuando me asistía para tejer mi pelo largo, siempre enredado. Y a
veces, al bañarme, puedo sentir las finas manos de Enrique, quien solía
ayudarme cuando, por mi enfermedad, apenas me valía para hacerlo. Entonces,
dulcemente, me restregaba la espalda con sus uñas delicadas, y pasaba largo
rato observando mi piel. Me decía que era bella, y que mi piel brillaba como un
azabache.
Creo que hoy será el
día en que cuente a todos la verdadera historia de mi vida. En esta ciudad
todos creen que estoy loca, y nadie me escucha, pero quiero que los jóvenes de
este sitio maldito sepan la verdad sobre Juana de León. Algunos se dirán: y eso
a qué viene ahora, si ya nada puedo cambiar…, pero contarla me ayudará a morir
en paz.
De pronto recuerdo
que estoy igual que esta ciudad: desgraciada y maldita. «Es una pena, con lo
hermosa que es la ciudad, y con lo fértil de sus tierras, que estén rodeados de
agua y tan alejados de la capital. Debemos irnos a la gran ciudad, Juanita»,
eso me solía decir Enrique y debí haberle hecho caso, mira que me lo repetía...
Pero yo nunca lo quise escuchar. Quería permanecer en mi Isla.
Jamás creí que lo
suyo fuera un verdadero amor por mí. Ni imaginé que fuese capaz de dejarlo todo
por comenzar una vida conmigo. Me pedía una y otra vez que nos fuéramos a La
Habana, y decía: «Juanita, allá en la capital nadie sabrá nuestra historia.
Podemos ser felices juntas», mas no quise escucharla.
Hoy he querido
cocinar un plato que me hace evocar a Enrique. Esté donde esté, quiero que sepa
que estoy muy arrepentida. Cocinaré pensando en ella. Teti con arroz blanco, el
olor de este pequeño pez, me hace recordar la primera vez que visitó mi choza,
y le preparé para almorzar un sabroso compuesto de teti, con tomates maduros
fresquitos, acabados de recoger de mi pequeño huerto. Enrique me traía
especies, ajo, cebollas, y yo le añadí culantro, no sabía qué era esa hierba
hasta que la probó aquí. Me dijo que ese olor nunca se le olvidaría. Y me
abrazó.
Recuerdo que era
domingo y mis dos hermanos, mi madrina y yo, nos reuníamos para hacer entre
todos una buena comida el fin de semana. Cuando llegó le dimos lo que teníamos.
Salió satisfecho. Fue la primera vez que la vi, después de ese día comenzó a
visitarnos con más frecuencia. Decía que quería ayudarme. Yo acostumbraba a
estar enferma, a veces convulsionaba de las fiebres. Decía que nosotras
vivíamos muy lejos del pueblo, que un día me iba a morir y no daría tiempo de
nada. Recuerdo que me repetía una y otra vez que me casara con él, para
ayudarme, que me enseñaría a leer y a escribir, y que si quería también me
enseñaría otros idiomas.
Llegué a creer que
por tanta fiebre estaba delirando. No podía entenderlo, era demasiada suerte
para una pobre campesina. Aunque eso sí, Enrique no dejó de aclararme que, ante
todo, debíamos ser amigos, que una relación debe ser primeramente de amistad, y
que nunca, nunca me tocaría sin que yo estuviese de acuerdo.
Una noche de agosto,
a pocos días de nuestra boda, caí en cama con crisis de fiebre, y Enrique
estuvo junto a mí todo el día. Me cuidaba como si yo fuese su hija, me llevaba
la comida ella misma a la cama, me peinaba, y me aseaba. Esa noche, mientras
Enrique me ponía las compresas frías en la frente, algunas pequeñas gotas
rodaban hasta mi pecho, y ella lo secaba con delicadeza. En uno de tales
instantes, sentí su respiración entrecortada y un olor como a menta con
pachuli, que brotaba de su boca. Ambas nos quedamos mirando con fijeza, sus
ojos brillaron y yo me le acerqué hasta quedar mi boca cerca de la suya, y nos
besamos, y fue un beso largo. A veces las fiebres me hacen delirar. Pero no,
ese día, yo sabía lo que hacía, y repetimos varias veces, tarde en la noche,
cuando todos dormían, nuestros besos largos. Así, estuvimos varios meses. Sí,
yo acepté. Aquel día, ante el juez, fui tan cobarde, sentí tanta vergüenza de
mí misma, qué no supe qué hacer, qué decir. Sé que ese día la perdí para
siempre.
Ah, pero ella también
tuvo la culpa de que nos descubrieran. Era muy creativa, y le gustaba hacer
bromas. Así que un día construyó un aparato que imitaba el sexo del hombre, se
lo puso y se lo mostró al alcalde de Tiguabos, para que él confirmase que ella
era varón.
Ese día, cuando llegó
a casa muerta de risa y con aliento etílico, y me contó semejante historia,
quise morir. Le pedí varias veces que se deshiciera del instrumento, y ella me
juró que sí, que lo haría. Pero no fue así. Una noche Enrique me pidió que
durmiéramos juntas. Hacía un poco de frío, y yo acepté. Apenas pude dormir.
Sentía su cuerpo caliente cerca del mío, y ese aliento a menta con pachuli que
tanto me gustaba. No sabía qué hacer, hasta que me volteé, y la besé.
Sí, acepto que me
gustaba jugar con Enrique, y que ambas éramos felices en nuestros juegos. Ya
les dije que confesaré toda la verdad. Hoy quiero sentir la paz que desde hace
20 años, no siento. Quiero morir sin tener que sentir que no dije la verdad.
Sí, ya sé, es tarde. Ella se marchó, y yo, estoy vieja y sola. No importa. La
verdad que era muy raro, pero debo decirles que logré con ella el placer que
nunca tuve con mi esposo Chicoy. Creo que él siempre lo supo, y es por eso que
me encerró en lo alto de la ciudad, alejada de todos. Siempre me repetía que no
me dejaría salir, porque mi fiebre era contagiosa. Alejó de mí a mis pocas
amigas. Y las vecinas más cercanas ni me miraban. Todos creían que estaba
enferma y que el espíritu de la Faber volvería a mí.
Cada vez que pienso
en ese juicio: yo parada ahí, frente a ella, que me miraba con sus ojitos
azules, su pequeña boca roja, y decía que dijera la verdad. Y yo no dije nada,
me hice la que no sabía nada, alegué que nunca me dijo, que me engañó, y hasta
mentí más: dije que una vez me tocó. Cuando dije eso, mi boca se secó y mis
palabras parecían vacías, mis ojos se humedecieron y hubo un bullicio enorme en
la sala. El juez tuvo que pararlo a gritos. Después de esa gran mentira, me
sentí miserable.
Soy una miserable.
Debo gritarlo, para sentir que he hecho algo. Me escaparé sin que Chicoy me
vea, e iré a la ceremonia que la ciudad le ofrece a San Juan, hoy 24 de junio.
Todos van desde la ciudad caminando en fila, hasta los ríos más cercanos: el
Toa, o el Duaba. En las desembocaduras, celebran los rituales al santo. Dicen
que eso ayuda a purificar el alma, que te limpia de todas las culpas. Hoy lo
necesito. Necesito miles de veces ese ritual. Desde hace 20 años mi vida es un
hervidero de culpas. No hay un día, en qué no piense en Enrique, en qué le
habrán hecho… No sé si logró escapar de su prisión, tampoco si habrá regresado
a su país. Algunos dicen que anda deambulando por las calles de Baracoa, otros
dicen que por las calles de La Habana.
La verdad es que en
días como estos, todas las interrogantes del mundo se me vienen encima al
pensar en ella, en la delicada Faber, en su belleza, en lo amable que fue
conmigo, y en lo malagradecida que fui con ella. El pecho se me aprieta a
ratos, creo que el aire me falta de sólo pensar en aquella tarde soleada, en la
que me llevó a su casa, sola y desprotegida. Dios mío, a veces uno no sabe cómo
una acción puede hacer tanto daño, no somos conscientes de que una palabra
simple puede derrumbar una gran montaña.
Debo perder el miedo
a la gente y unirme al grupo. Iré hasta el río Duaba caminando, para que así
las culpas se acomoden. Eso le escuché decir a la espiritista Lucrecia. La
ciudad de Asunción está casi muerta. Los pregoneros apenas se escuchan, el
rumor del mar ni llega a la ciudad, cada día las calles de Baracoa se van
llenando de polvo, y con ella su gente y sus casitas de tejas rojas. Todo está
perdiendo el color. Yo, apenas veo el color de las casas de los hacendados
ricos. ¿A dónde han ido todos? Dicen que a Santiago, ya Baracoa no es el lugar
al que todos venían a comerciar. Me da miedo, todo está muy sucio, el olor del
pescado seco invade la ciudad, la gente está triste porque dicen que demolerán
la Iglesia.
Mi pobre ciudad de
Baracoa, hundiéndose en el mar, en la miseria. Ya lo dijo aquel que tomaron por
loco, el Pelú: será pobre siempre que exista. Dios mío, ojalá que
no sea así. No querría verme obligada a marcharme de mi tierra. Me gustaría
morir en ella, volver a la que me vio nacer. Aunque pobre igual que yo, quiero
morir en Asunción de Baracoa.
Sí, ya sé lo que
piensan. Estoy loca. Muy loca. Quizás me tiren piedras camino hacia el río. No
importa. Me falta el aliento y mis ojos casi no pueden distinguir a quienes se
burlan de mí, el pulso apenas me permite hacer un plato de teti con arroz
blanco. Todavía escucho a su defensor, diciéndonos «Enriqueta Faber no es un
criminal. La ciudad es más culpable que ella.
Mientras mis pasos
parecen no hacerme avanzar mucho, mi cuerpo ya está en la orilla del río Duaba.
Hundo mi cabeza en el agua, y grito a toda voz: San Juan, perdóname.
Este texto pertenece a la selección de cuentos realizada por Soleida Ríos, para la Editorial Thesaurus (Brasil) 2012. "El retrato ovalado".
Este texto pertenece a la selección de cuentos realizada por Soleida Ríos, para la Editorial Thesaurus (Brasil) 2012. "El retrato ovalado".
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