7 de octubre de 2012

Yannis Lobaina
















Juana de León, esa soy yo

                                                                                                        A mi olvidada Baracoa


Hace veinte años que no salgo de casa. Tengo miedo de ver la luz del sol, tengo miedo de que la gente me agreda, me señale con sus dedos sucios, diciendo: mira quién viene por ahí, la Juana de León, y detrás sentir el bullicio de sus risas y comentarios dañinos. Es por eso que cuando me casé con Miguel Chicoy no les avisé. ¿Para qué?, ¿para que volvieran a ponerme en boca de cada habitante de la ciudad de Asunción de Baracoa?
Hace mucho que mi nombre no es Juana de León, sino Juana la desgraciada. Tengo casi sesenta años y la gente de esta ciudad me odia. A veces tengo ganas de morir, no soporto más esta vida de mentiras, de hipocresías. Mis pocas amigas ya se han marchado a la capital y mi familia ha muerto. Estoy sola, sola en esta tierra. Nadie me entiende, nadie me perdona lo que hice. Sí, eso pasó hace mucho tiempo.
A veces tengo ganas de que la tierra se abra y me trague, y de no recordar más ese día, aquel día, cuando me casé con Enrique y acepté vivir bajo su propio techo. Sí, lo sabía, sabía que era una mujer; él me lo había dicho. Pero yo la quería, lo respetaba, y era al único que le importaba mi vida. Imagino la vergüenza que sentiría mi madre al escuchar que su hija se había casado con una mujer igualitica que ella. Dios mío, ella nunca me lo hubiese perdonado, de solo pensarlo, quiero morir. Todos dicen que estoy loca.
Chicoy me ha encerrado en lo alto de la ciudad, en un lugar llamado Paraíso; pero es como el infierno. Está alejado de todos, apenas hay vecinos alrededor, cerca del cementerio. Su tierra es roja como la sangre, su loma empinada como todo el dolor que aún llevo por dentro. Vivo con la gran espina de la culpa atravesada en mi garganta, todo por no haber defendido a Enrique. La llevo como la cruz de Parra, pesada y dura en mis espaldas.
Pero hoy le pediré fervorosamente a San Juan que me perdone, deseo morir en paz. Nunca he tenido paz, las voces de la ciudad insultándome, maldiciéndome, están impregnadas en mi cabeza desde aquella mañana en que hicieron el juicio, hasta ahora el más escandaloso de la Isla. La mirada de ella, siendo juzgada, implorándome que dijera la verdad. ¿La verdad?... ¿Cuál es la verdad?
No concibo dormir, nunca duermo. Siempre estoy enferma. Hay días en que la dulce voz de Enrique se me hace presente, y es tan fuerte y real que debo encerrarme en la habitación por miedo a que mi esposo la escuche también. Me meto debajo de la cama, y allí conversamos largas horas. Muchas veces me quedo dormida debajo de la cama, y entre el calor y los pensamientos de Enrique… me despierto empapada en sudor. Pueden pasar varios días, y aún oigo esa voz susurrándome en los oídos. Su risa contagiosa la llevo conmigo en lo más hondo de mi ser. A ratos me sorprende algún que otro recuerdo de nuestros días en la casa, solo ella y yo en la habitación, cuando me asistía para tejer mi pelo largo, siempre enredado. Y a veces, al bañarme, puedo sentir las finas manos de Enrique, quien solía ayudarme cuando, por mi enfermedad, apenas me valía para hacerlo. Entonces, dulcemente, me restregaba la espalda con sus uñas delicadas, y pasaba largo rato observando mi piel. Me decía que era bella, y que mi piel brillaba como un azabache.
Creo que hoy será el día en que cuente a todos la verdadera historia de mi vida. En esta ciudad todos creen que estoy loca, y nadie me escucha, pero quiero que los jóvenes de este sitio maldito sepan la verdad sobre Juana de León. Algunos se dirán: y eso a qué viene ahora, si ya nada puedo cambiar…, pero contarla me ayudará a morir en paz.
De pronto recuerdo que estoy igual que esta ciudad: desgraciada y maldita. «Es una pena, con lo hermosa que es la ciudad, y con lo fértil de sus tierras, que estén rodeados de agua y tan alejados de la capital. Debemos irnos a la gran ciudad, Juanita», eso me solía decir Enrique y debí haberle hecho caso, mira que me lo repetía... Pero yo nunca lo quise escuchar. Quería permanecer en mi  Isla.
Jamás creí que lo suyo fuera un verdadero amor por mí. Ni imaginé que fuese capaz de dejarlo todo por comenzar una vida conmigo. Me pedía una y otra vez que nos fuéramos a La Habana, y decía: «Juanita, allá en la capital nadie sabrá nuestra historia. Podemos ser felices juntas», mas no quise escucharla.
Hoy he querido cocinar un plato que me hace evocar a Enrique. Esté donde esté, quiero que sepa que estoy muy arrepentida. Cocinaré pensando en ella. Teti con arroz blanco, el olor de este pequeño pez, me hace recordar la primera vez que visitó mi choza, y le preparé para almorzar un sabroso compuesto de teti, con tomates maduros fresquitos, acabados de recoger de mi pequeño huerto. Enrique me traía especies, ajo, cebollas, y yo le añadí culantro, no sabía qué era esa hierba hasta que la probó aquí. Me dijo que ese olor nunca se le olvidaría. Y me abrazó.
Recuerdo que era domingo y mis dos hermanos, mi madrina y yo, nos reuníamos para hacer entre todos una buena comida el fin de semana. Cuando llegó le dimos lo que teníamos. Salió satisfecho. Fue la primera vez que la vi, después de ese día comenzó a visitarnos con más frecuencia. Decía que quería ayudarme. Yo acostumbraba a estar enferma, a veces convulsionaba de las fiebres. Decía que nosotras vivíamos muy lejos del pueblo, que un día me iba a morir y no daría tiempo de nada. Recuerdo que me repetía una y otra vez que me casara con él, para ayudarme, que me enseñaría a leer y a escribir, y que si quería también me enseñaría otros idiomas.
Llegué a creer que por tanta fiebre estaba delirando. No podía entenderlo, era demasiada suerte para una pobre campesina. Aunque eso sí, Enrique no dejó de aclararme que, ante todo, debíamos ser amigos, que una relación debe ser primeramente de amistad, y que nunca, nunca me tocaría sin que yo estuviese de acuerdo.
Una noche de agosto, a pocos días de nuestra boda, caí en cama con crisis de fiebre, y Enrique estuvo junto a mí todo el día. Me cuidaba como si yo fuese su hija, me llevaba la comida ella misma a la cama, me peinaba, y me aseaba. Esa noche, mientras Enrique me ponía las compresas frías en la frente, algunas pequeñas gotas rodaban hasta mi pecho, y ella lo secaba con delicadeza. En uno de tales instantes, sentí su respiración entrecortada y un olor como a menta con pachuli, que brotaba de su boca. Ambas nos quedamos mirando con fijeza, sus ojos brillaron y yo me le acerqué hasta quedar mi boca cerca de la suya, y nos besamos, y fue un beso largo. A veces las fiebres me hacen delirar. Pero no, ese día, yo sabía lo que hacía, y repetimos varias veces, tarde en la noche, cuando todos dormían, nuestros besos largos. Así, estuvimos varios meses. Sí, yo acepté. Aquel día, ante el juez, fui tan cobarde, sentí tanta vergüenza de mí misma, qué no supe qué hacer, qué decir. Sé que ese día la perdí para siempre.
Ah, pero ella también tuvo la culpa de que nos descubrieran. Era muy creativa, y le gustaba hacer bromas. Así que un día construyó un aparato que imitaba el sexo del hombre, se lo puso y se lo mostró al alcalde de Tiguabos, para que él confirmase que ella era varón.
Ese día, cuando llegó a casa muerta de risa y con aliento etílico, y me contó semejante historia, quise morir. Le pedí varias veces que se deshiciera del instrumento, y ella me juró que sí, que lo haría. Pero no fue así. Una noche Enrique me pidió que durmiéramos juntas. Hacía un poco de frío, y yo acepté. Apenas pude dormir. Sentía su cuerpo caliente cerca del mío, y ese aliento a menta con pachuli que tanto me gustaba. No sabía qué hacer, hasta que me volteé, y la besé.
Sí, acepto que me gustaba jugar con Enrique, y que ambas éramos felices en nuestros juegos. Ya les dije que confesaré toda la verdad. Hoy quiero sentir la paz que desde hace 20 años, no siento. Quiero morir sin tener que sentir que no dije la verdad. Sí, ya sé, es tarde. Ella se marchó, y yo, estoy vieja y sola. No importa. La verdad que era muy raro, pero debo decirles que logré con ella el placer que nunca tuve con mi esposo Chicoy. Creo que él siempre lo supo, y es por eso que me encerró en lo alto de la ciudad, alejada de todos. Siempre me repetía que no me dejaría salir, porque mi fiebre era contagiosa. Alejó de mí a mis pocas amigas. Y las vecinas más cercanas ni me miraban. Todos creían que estaba enferma y que el espíritu de la Faber volvería a mí.
Cada vez que pienso en ese juicio: yo parada ahí, frente a ella, que me miraba con sus ojitos azules, su pequeña boca roja, y decía que dijera la verdad. Y yo no dije nada, me hice la que no sabía nada, alegué que nunca me dijo, que me engañó, y hasta mentí más: dije que una vez me tocó. Cuando dije eso, mi boca se secó y mis palabras parecían vacías, mis ojos se humedecieron y hubo un bullicio enorme en la sala. El juez tuvo que pararlo a gritos. Después de esa gran mentira, me sentí miserable.
Soy una miserable. Debo gritarlo, para sentir que he hecho algo. Me escaparé sin que Chicoy me vea, e iré a la ceremonia que la ciudad le ofrece a San Juan, hoy 24 de junio. Todos van desde la ciudad caminando en fila, hasta los ríos más cercanos: el Toa, o el Duaba. En las desembocaduras, celebran los rituales al santo. Dicen que eso ayuda a purificar el alma, que te limpia de todas las culpas. Hoy lo necesito. Necesito miles de veces ese ritual. Desde hace 20 años mi vida es un hervidero de culpas. No hay un día, en qué no piense en Enrique, en qué le habrán hecho… No sé si logró escapar de su prisión, tampoco si habrá regresado a su país. Algunos dicen que anda deambulando por las calles de Baracoa, otros dicen que por las calles de La Habana.
La verdad es que en días como estos, todas las interrogantes del mundo se me vienen encima al pensar en ella, en la delicada Faber, en su belleza, en lo amable que fue conmigo, y en lo malagradecida que fui con ella. El pecho se me aprieta a ratos, creo que el aire me falta de sólo pensar en aquella tarde soleada, en la que me llevó a su casa, sola y desprotegida. Dios mío, a veces uno no sabe cómo una acción puede hacer tanto daño, no somos conscientes de que una palabra simple puede derrumbar una gran montaña.
Debo perder el miedo a la gente y unirme al grupo. Iré hasta el río Duaba caminando, para que así las culpas se acomoden. Eso le escuché decir a la espiritista Lucrecia. La ciudad de Asunción está casi muerta. Los pregoneros apenas se escuchan, el rumor del mar ni llega a la ciudad, cada día las calles de Baracoa se van llenando de polvo, y con ella su gente y sus casitas de tejas rojas. Todo está perdiendo el color. Yo, apenas veo el color de las casas de los hacendados ricos. ¿A dónde han ido todos? Dicen que a Santiago, ya Baracoa no es el lugar al que todos venían a comerciar. Me da miedo, todo está muy sucio, el olor del pescado seco invade la ciudad, la gente está triste porque dicen que demolerán la Iglesia.
Mi pobre ciudad de Baracoa, hundiéndose en el mar, en la miseria. Ya lo dijo aquel que tomaron por loco, el Pelú: será pobre siempre que exista. Dios mío, ojalá que no sea así. No querría verme obligada a marcharme de mi tierra. Me gustaría morir en ella, volver a la que me vio nacer. Aunque pobre igual que yo, quiero morir en Asunción de Baracoa.
Sí, ya sé lo que piensan. Estoy loca. Muy loca. Quizás me tiren piedras camino hacia el río. No importa. Me falta el aliento y mis ojos casi no pueden distinguir a quienes se burlan de mí, el pulso apenas me permite hacer un plato de teti con arroz blanco. Todavía escucho a su defensor, diciéndonos «Enriqueta Faber no es un criminal. La ciudad es más culpable que ella.
Mientras mis pasos parecen no hacerme avanzar mucho, mi cuerpo ya está en la orilla del río Duaba. Hundo mi cabeza en el agua, y grito a toda voz: San Juan, perdóname.




Este texto pertenece a la selección de cuentos realizada por Soleida Ríos, para la Editorial Thesaurus (Brasil) 2012. "El retrato ovalado".

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