Carlos Montenegro
Un insurrecto
El capitán se alzó sobre los estribos, y llevándose
una mano a los ojos a modo de pantalla, oteó el horizonte. Delante de él se
extendía la sabana sin fin y, hacia su derecha, el pueblo lejano donde ya
comenzaba a encenderse alguna que otra luz apenas visible en las claridades
demoradas del crepúsculo. A sus espaldas, separadas de él por maniguazos,
yuraguanos y campos de ortigas, se echaba, como una mole cansada, la loma La
Vigía, de la que acababa de escapar gracias a la fortaleza de su caballo.
Estaba completamente solo; por estarlo más ni el
rifle le quedaba, perdido en la huida; ni podía contar siquiera con su montura,
que apenas se mantenía en pie bajo su peso. Le acarició el lomo empapado en
sudor, e inclinándose sobre ella, le dijo entre tierno y conmovido:
_Nos escapamos, Inglés.
Después, dándole cuenta de que sus cabalgaduras no
se sostenían, se apeó, le quitó los arreos y, ocultándola entre unas matas de
tibisí, emprendió el camino a pie hacia la loma donde las fuerzas enemigas lo
habían sorprendido.
Era valiente, pero aquella soledad le imponía, y
además estaba en la obligación de buscar a alguno de los suyos que se hubiera
salvado en la dispersión.
Aquella vez su experiencia no le había servido de
nada. Él y sus tres subalternos marchaban en busca de la confidencia, donde
debían encontrar medicamentos para la tropa diezmada por las palúdicas, sin
contar que él llevaba una misión especial que era el verdadero motivo del
viaje. Les soplaba de frente, es decir, de la zona enemiga, una fuerte brisa
que seguramente les advertiría de cualquier peligro antes de que su presencia
fuera notada. Y así marchaban con el paso demorado, cuando uno de sus hombres,
que iba detrás, interrogó:
_ ¿Oyen?
Todos pararon en seco sus bestias.
_ ¡Un tropelaje! _dijo otro de ellos.
El capitán miró hacia todos los lados, y de pronto,
al sentir detrás de sí el estruendo de la caballería, hundió las espuelas en
los ijares de su caballo dando un grito de alarma. Todavía vio cómo
relampagueaban en el aire los machetes, y cómo a Juan, su ordenanza, lo cogía
un soldado por la canana y lo volteaba del caballo.
Ya el suyo se había abierto en la carrera: de un
salto limpio se llevó unas matas de guao que se atravesaron a su paso, y
lanzándose por la ladera de la loma, se enfrentó con los barrancos pedregosos
que la cortaban casi perpendicularmente.
El capitán cerró los ojos; por unos instantes estuvo
en el aire fuera de la silla, pero el nuevo impulso del animal lo salvó, y sin
esperárselo, se vio galopando a una velocidad imposible por sobre los cascajos
de la sabana. A sus espaldas el tiroteo era nutrido. Se volvió y alcanzó a ver,
coronando el barranco, a los tiradores enemigos haciendo fuego sin atreverse a
seguirlo por el camino suicida.
Y ahora regresaba, después de cinco horas, para ver
si quedaba alguno de los suyos con vida o por lo
menos echarles unas cuantas piedras encima para evitar que fueran pasto de las
auras. Ya cerrada la noche se internó en la loma. Por avezado que
estuviera en el peligro, el aislamiento en zona enemiga, la posibilidad de una
emboscada y la idea de encontrarse a sus soldados descuartizados por el machete
de los guerrilleros, lo predisponían al temor. Apenas veía a dos metros de
distancia, y a un lado y otro los matojos le asemejaban a cada instante
guerrilleros en acecho. Gruesas gotas de sudor le corrían por la frente, y ya
no sabía si prefería aquella soledad o la presencia de la guerrilla.
Llegó al lugar de la sorpresa y, no viendo ningún
cadáver, la esperanza le creció; ahuecando las manos a modo de bocina, gritó a
la oscuridad:
_¡¡¡Juaaan!!!
De la selva brotó un grito múltiple -como si estuviera
toda poblada de enemigos- que lo hizo saltar hacia atrás rodando por el suelo.
Ya iba a sonreír, precisando dentro de su temor que había sido el eco quien le
había contestado, cuando se notó encima de algo blando y viscoso. Súbitamente
tuvo la impresión de que había caído sobre un cadáver. Y sin apresurarse, con esa resignación
inconsciente que procura lo fatal, se echó a un lado.
Y allí estaba Juan, casi descuartizado, como si «el
tropelaje» que fue el primero en precisar le hubiera cruzado por encima,
destrozándolo. Y allí, con él, se quedó el capitán hasta el alba, encaneciendo,
sintiendo sobre su ánimo, hasta aquel día esforzado, el tropel del miedo.
Con los claros del día comenzó a buscar piedras con
que cubrir el cadáver, y ya había hecho un buen acopio de ellas, cuando notó en
una de las manos del muerto un papel que le llamó la atención; lo tomó y leyó:
«Dígame al generalíto que mande a buscar la quinina
a la farmacia del pueblo, pues difícilmente la encontrará en El Tambor».
La sorpresa se retrató en el rostro del capitán.
Precisamente en El Tambor estaba la confidencia -es decir, el lugar que sirve
de punto de contacto entre los revolucionarios y sus amigos del pueblo-; a él
se dirigía a buscar las medicinas. Aquel papel puesto en las manos del cadáver
quería decir no sólo que la confidencia había sido descubierta y probablemente
arrasada, sin que en todo aquello había un traidor, lo que también confirmaba
las sospechas del general, que lo enviaba a él, con el pretexto de buscar los
medicamentos, a investigar quién era el confidente del enemigo.
Más intranquilo aún después de este descubrimiento,
se apresuró a cubrir con las piedras recogidas el cuerpo de su compañero, y ya
se marchaba cuando, entre unas matas de espartillo, vio otro pedazo de papel
que se apresuró a recoger. Esta vez su rostro se cubrió de palidez. Como si
dudase de la evidencia se pasó la mano por los ojos y volvió a mirar con
detenimiento lo que le había producido tanta emoción.
_Entonces..., ¿era cierto? _dijo en voz alta_; no
cabe duda de que es la misma letra del alférez Román... Su misma letra.
Y apresurando el paso en busca del sitio donde había
dejado su caballo, siguió mirando el pliego que tenía en las manos y que
representaba un plano. Después, uniéndolo con la nota encontrada en poder de
Juan, comprobó que ambos pedazos correspondían al mismo pliego. Pensó que el
segundo que había hallado, o bien fue tirado al azar, o bien se perdió cuando,
para escribir la nota de burla, lo partieron por la mitad. El capitán no salía de
su asombro. Ya no le cabía la menor duda de que el alférez Román era el
traidor. Hacía dos días, cuando el general lo había llamado para confiarle
aquella misión que le repugnaba, lo había defendido:
_Eso no es sino una calumnia, general; ese hombre
es demasiado valiente para ser traidor. Aquí se le tiene envidia; no le falta
comida, no le faltan mujeres, pero, ¿cuál es el que tiene tanto corazón como él
para conseguir lo que desea?
Callaba, para no comprometer su defensa, que él
incluso le debía la vida. Y ahora, de súbito, cuando menos lo esperaba, le caía
en las manos aquella prueba irrefutable, precisamente cuando su gente había
sido victima del traidor, cuando él mismo había escapado de milagro.
Ya a caballo siguió estudiando el plano encontrado;
en él, partiendo de Villaclara hacia el Norte, estaba el camino de Hatillo; a
un lado del camino, la finca de Longino Ruiz; separada por el camino, a su
lado, la de Gonzalo. Partiendo de Hatillo hacia el Este, se veía la bifurcación
del Arenal que atravesaba la finca de don Goyo Ruiz, padre de los anteriores, e
iba a perderse orillando El Tambor _donde estaba establecida la confidencia_,
en los realengos entre los cuales se iniciaba la Vereda de los Alambres,
serventía de la finca de don Benito Pérez. La zona de la confidencia estaba
denunciada por una cruz, y asimismo todos los pasos y «gateras» que conducían a
ella. Una cruz marcaba también el inicio de la Vereda de los Alambres. En
cambio, el otro paso más al Norte, donde el camino de Hatillo y el río Yabú
coincidían, no estaba señalado. Una serie de notas completaban el plano, al final de
las cuales había una última escrita con una letra que para el capitán era
desconocida.
Guardó el plano en uno de los bolsillos de la
guayabera y siguió el camino hacia la zona vigilada. Ahora, con doble motivo,
tenía que cumplir su misión. Ya no contaba con los auxiliares que el general le
había dado, pero su convicción le parecía más efectiva que todos los auxiliares
juntos. Si no podía conducir vivo al traidor hasta el cuartel general,
conduciría el cadáver cruzado en la grupa de su caballo, o por lo menos
su cabeza, pues no era cosa de fatigar demasiado a Inglés con el peso de tanta
inmundicia.
Por las precauciones el camino se hacía largo, y ya
atardecía.
Evitando todos los lugares señalados en el plano,
llegó al camino de Hatillo. Comprobó que la confidencia de El Tambor había sido
arrasada, y retrocedió hasta la finca de Longino, donde esperaba encontrar
algún amigo. Allí supo que el alférez Román se encontraba enfermo en uno de los
rincones de la finca, en un rancho disimulado entre júcaros y palmas canas, y
ordenó que lo llevaran hasta él. Por el camino había pensado que debía emplear la
astucia si no quería fracasar, ya que no tenía a nadie consigo, y no sabía
tampoco con quién podía contar en caso de resistencia.
_ ¿Qué hay, Román? _dijo al entrar.
El alférez estaba echado en el suelo sobre una
estera; por encima de la ropa y aun en la oscuridad del rancho se notaba
fácilmente que estaba enfermo.
_ ¡Salud, capitán! ¿Qué te trae por aquí? Yo
esperaba que viniera alguien, pero nunca se me ocurrió que podrías ser tú.
_ ¿Y qué podría importar que fuera yo o cualquiera
otro, Román?
_Hombre... siempre es peligroso venir a esta zona, y
yo preferiría a cualquiera de los otros y no precisamente al único al que le
tengo amistad. ¿Qué tal de camino? _dijo, después de una pequeña pausa.
_Mal. Me mataron a tres hombres y entre ellos a
Juan, mi ordenanza. Yo escapé por un milagro que realizó Inglés.
Román no hizo gesto alguno. Solamente dijo:
_Ya ves cómo tenía razón en preferir que viniera
cualquiera de los otros.
_En todas partes hay peligro. ¿Qué pasó con El
Tambor?
_Lo arrasaron hace dos días los españoles. Yo había
salido a buscar un confidente a pesar de encontrarme bien malo. A la Fundora le
llevaron al moño de un balazo... _hizo una larga pausa y de pronto añadió_:
capitán, ya me duele esta guerra de la que no veré el fin. Tengo deshechos los
pulmones.
A ti, que eres mi amigo, te lo puedo contar todo; te
salvé la vida, ¿no? Si pudiera me presentaba...
_ ¿Con traición?
_ ¿Y por qué con traición? ¿Ya piensas como los
otros?
_Sé que me has defendido en varias ocasiones de
habladurías, por eso te tengo amistad.
_Bueno, dejemos eso. ¿A donde ha sido trasladada la
confidencia?
_A la finca de Benito Pérez. ¿Piensas ir?
_Sí, y espero que me acompañes; llegando allá te
sentirás más atendido.
_Tal vez. Yo en el monte no tengo salvación. ¿Cuándo
partes?
_En seguida.
_ ¿Que camino piensas tomar?
_El del Arenal, atravesando la finca de don Goyo y
El Tambor hasta la sabana.
_Me han dicho que hay una guerrilla regada por ahí.
Ve mejor por «Dinamarca» a cruzar el río Yabú y te acompañaré.
_No, me es imposible. Tengo que ver a alguien por el
camino. ¿Quieres venir conmigo?
_Por ahí no te acompañaría nadie, capitán; te
advierto que difícilmente llegarás si te empeñas en seguir ese camino.
Hablaba con cierta premura bajo la mirada
investigadora del oficial.
_Pues, chico, no puedo seguir otra ruta que ésa,
pase lo que pase; no es un capricho.
_ ¿Y si yo te dijese que vas en busca de la muerte?
_La seguiría lo mismo. Ya te he dicho que no es un
capricho mío.
El alférez se quedo meditabundo.
_Bueno, allá tú. Yo he hecho todo lo posible por
disuadirte. Si llegas, me encontrarás mañana allá. Oye _dijo de pronto_, llévate
mi capa. Veo que estás desabrigado, y yo podré encontrarme otra por aquí.
Además, te presto mi caballo; no tiene nada que envidiarle al tuyo y basta con
que lo sueltes para que te lleve solo a la Vereda.
_Tú sabes, Román, que Inglés también conoce el
camino.
_Pero está cansado. Yo lo montaré una hora o dos
después que tú, más fresco ya, sin contar que apenas tengo peso.
Otra vez el capitán se le quedó mirando
profundamente. No sabía qué sentir ante el interés de aquel hombre en evitarle la
muerte. Enterado de todo, le era fácil percibir la angustia en las palabras del
alférez. Y aquello le gustaba. Olvidaba su misión, sus compañeros muertos, la
confidencia arrasada. Pero fue sólo un instante. Dijo:
_Bueno, compañero, llevaré tu capa y tu caballo. A
lo mejor me sirven de resguardo.
El alférez lo miró interrogante. Pero el rostro del
capitán estaba impasible; sólo dejó traslucir una sonrisa que acaso era
sinceramente amiga, aunque las comisuras de los labios terminaban en un rasgo
demasiado enérgico. El alférez insistió:
_Te voy a dar un último consejo. Un confidente me ha
asegurado que el santo y seña de la guerrilla que opera en la zona que tienes
que atravesar es: «Fuego en El Tambor.» Si te dan el alto, no te detengas y responde con
esa contraseña.
Una hora después, el capitán, vestido con la capa
del alférez y montando su caballo negro, se alejó en la busca de la
confidencia; pasado algún tiempo lo siguió, por el camino del Norte, el alférez
Román.
Tres veces en el trayecto le dieron el alto al
capitán, y las tres veces el santo y seña le abrió el paso. Ya en el alba llegó
a la nueva confidencia, donde se extrañaron de verle vestir aquella
capa conocida por todos y montando el caballo del oficial enfermo.
_He oído decir que en el cuartel general se
desconfía del alférez Román _dijo Fundora_; por allá quieren saber demasiado, y
mientras tanto, uno aquí perdiendo hasta el moño.
Todos miraron al capitán, pero éste sólo dijo:
_No sé; no participo de esas desconfianzas. Estoy
seguro de quién es el alférez. Él me aseguró que llegaría hoy aquí y me prestó
todo esto, y en cambio, yo le dejé a Inglés. Tomó por el camino de «Dinamarca».
Si llega, me tendrá que acompañar al cuartel general; si no, me iré sólo. A lo
mejor _añadió_ le habrá ocurrido algún percance en el camino...
Aquella tarde todos se sorprendieron viendo llegar a
Inglés sin jinete, con la silla manchada de sangre. Como si esto fuera lo único
que esperaba el capitán, ensilló el caballo negro, se puso la capa sobre los
hombros, tomó a Inglés del cabestro y, bajo las miradas desconfiadas de los
insurrectos, se dispuso a emprender el camino hacia el cuartel general...
Ya montado en el caballo, dijo:
_Tengan cuidado; los españoles han tomado todas las
salidas de la confidencia; el santo y seña de ellos es «Fuego en El Tambor».
Salud.
Después de caminar un largo trecho, sacó del
bolsillo de la guayabera el plano encontrado y leyó en voz alta la nota escrita
con una letra que no era la del alférez:
«Vigílese también cuidadosamente el paso del río
«Yabú» en el camino del Hatillo y la finca Dinamarca.»
El capitán rompió en pequeños pedazos el plano, y
siguiendo su marcha, lo regó en la manigua. Al día siguiente, al llegar al
cuartel general, se cuadró delante de su jefe y dijo:
_General, ratifico mi juicio sobre el alférez Román;
ha muerto como un valiente en el paso del río Yabú. Era un insurrecto.
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