7 de febrero de 2014

José Miguel Ullán

















 
El fondo inabarcable, angustioso. El imán en su ser preciso; despojo, párpado frío: “Hoy mi reino es aquella tierra de nadie”.

Como las estaciones, los órdenes pintados. El hilo y su ramaje, al fin. Poco después de la revelación de invierno y en lo figurable: lo cristalino.

Orden, también, poético:

“La vida se escribe con la savia de los árboles”.

“La muerte se lee en su hojas amarillentas”.



Y hay otro orden sin morada, moral, no escrito, sólo cantable,

Que no es cosa de muerte o vida:



Pintan varios en ti, pero el dolor es uno.

La relativa quietud, el destino, la percepción: El ramaje (Gevurah), contemplando como semilla (Malkut).



Hasta dar con la cantidad estricta, apagada, para alabar la violenta huella de un pensamiento para siempre ido:

quedarse,

sin hojarasca de esperanza alguna:



“Quisiera pintar algo que venga de las cosas, igual que viene el vino de las uvas”.



El pensamiento vegetal regresa, se hace ejercicio, línea comunicante.

¿Con qué? ¿Con quién? Con la savia. Con la memoria de raíz.






xxx



Entre pliegues de olvido,

algo.



Entre blancos renglones

torcidos,

algo.





Ni isla.

Ni palabra.

Ni cabeza.



Algo

(afable embrión, dudosa pertenencia),

algo.


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