José Miguel Ullán
El fondo inabarcable, angustioso. El imán en su ser
preciso; despojo, párpado frío: “Hoy mi reino es aquella tierra de nadie”.
Como las estaciones, los órdenes pintados. El hilo y su
ramaje, al fin. Poco después de la revelación de invierno y en lo figurable: lo
cristalino.
Orden, también, poético:
“La vida se escribe con la savia de los árboles”.
“La muerte se lee en su hojas amarillentas”.
Y hay otro orden sin morada, moral, no escrito, sólo
cantable,
Que no es cosa de muerte o vida:
Pintan varios en ti, pero el dolor es uno.
La relativa quietud, el destino, la percepción: El ramaje
(Gevurah), contemplando como semilla (Malkut).
Hasta dar con la cantidad estricta, apagada, para alabar
la violenta huella de un pensamiento para siempre ido:
quedarse,
sin hojarasca de esperanza alguna:
“Quisiera pintar algo que venga de las cosas, igual que
viene el vino de las uvas”.
El pensamiento vegetal regresa, se hace ejercicio, línea
comunicante.
¿Con qué? ¿Con quién? Con la savia. Con la memoria de
raíz.
xxx
Entre pliegues de olvido,
algo.
Entre blancos renglones
torcidos,
algo.
Ni isla.
Ni palabra.
Ni cabeza.
Algo
(afable embrión, dudosa pertenencia),
algo.
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