1 de marzo de 2008

Marcel Proust











París, 10 de julio de 1871 – Ibídem, 18 de noviembre de 1922. Escritor francés, autor de la serie de siete novelas En busca del tiempo perdido, una de las obras más destacadas e influyentes de la literatura del siglo XX.







Gérard de Nerval




"Gérard de Nerval, que era como el viajante de comercio de París a Munich...".
Esta apreciación parece sorprendente hoy, cuando se está de acuerdo en proclamar a Sylvie como una obra maestra. Sin embargo, tengo que confesarlo, se admira hoy a Sylvie tan torcidamente a mi modo de ver, que casi habría preferido para ella el olvido en que la sumió Sainte-Beuve, del que al menos podía salir intacta y con su maravillosa lozanía. Es cierto que, cuando una fiel interpretación le devuelve su belleza no ha de tardar en salir una obra maestra incluso de ese olvido que la deteriora, que la desfigura bajo colores que no tiene. La escultura griega quizá se ha visto más desprestigiada por la interpretación de la Academia, o la tragedia de Racine por los neoclásicos, que hubiera podido estarlo por un olvido total. Mejor hubiera sido no leer a Racine que ver en él a Campistron. Pero hoy ha quedado liberado de esa vulgaridad y se nos muestra tan original y nuevo como si hubiera sido desconocido. Lo mismo ocurre con la escultura griega. Y es un Rodin, es decir, un anticlásico, quien señala eso.
Hoy se está conforme en que Gérard de Nerval era un escritor retrasado de finales del siglo dieciocho y que el romanticismo no influyó en un galo puro, tradicional y local que brindó en Sylvie un cuadro ingenuo y delicado de la vida francesa idealizada. He aquí lo que se ha hecho de este hombre, que a los veinte años traducía el Fausto, iba a ver a Goethe a Weimar, proveía al romanticismo de toda su inspiración extranjera, se hallaba desde su juventud sometido a ataques de locura, estuvo finalmente recluido, sentía la nostalgia del Oriente, y acabó por marchar hacia él, y se le encontró ahorcado en la poterna de un patio inmundo, sin que, dado lo extraño de sus amistades y su conducta, a donde le habían llevado la excentricidad de su carácter y el trastorno de su cerebro, haya podido decidirse si se quitó la vida en un arrebato de locura, o fue asesinado por uno de sus compañeros habituales, pareciendo las dos hipótesis igualmente plausibles. Loco, pero no de una locura puramente orgánica, por así decirlo, que no influía en nada en la esencia de su pensamiento, como esos locos que hemos conocido que fuera de sus crisis tenían casi demasiada cordura, un carácter casi demasiado razonable, demasiado positivo, atormentado sólo por una melancolía sólo física. En Gérard de Nerval la incipiente locura y aún no declarada no consiste más que en una especie de subjetivismo excesivo, de importancia mayor, por así decirlo, atribuida a un sueño, a un recuerdo, a la cualidad personal de la sensación, que a lo que esta sensación supone de común a todos, de perceptible a todos, la realidad. Y cuando esta disposición artística, la disposición que, según la expresión de Flaubert, conduce a no considerar la realidad más que "para utilizar una ilusión en describir" y a hacer de las ilusiones que se encuentran la recompensa por describir una especie de realidad, acaba convirtiéndose en locura, esta locura representa hasta tal punto el desenvolvimiento de su originalidad literaria en lo que tiene de esencial que la describe a medida que la va experimentando, al menos mientras sigue siendo descriptible, como un artista advertiría al dormirse las etapas de conciencia que conducen de la vigilia al sueño, hasta el momento en que el sueño hace imposible el desdoblamiento. Y es también en esta época de su vida cuando escribió sus admirables poemas en donde se hallan, quizá, los versos más bellos de la lengua francesa, pero tan oscuros como los de Mallarmé, tan oscuros, ha dicho Teófilo Gautier, que vuelven claro a Lycophron:
Soy el tenebroso...
y a tantos otros...
Ahora bien, no existe en absoluto solución de continuidad entre Gérard el poeta y el autor de Sylvie. Incluso cabe decir -y es evidentemente uno de los reproches que se le pueden formular, una de las cosas que indican en él al autor, si no de segunda fila, cuando menos sin un talento verdaderamente decidido, que crea su forma de arte a la vez que su pensamiento- que sus versos y sus cuentos no son (como los Petits poémes en prose de Baudelaire, y Les Fleurs du Mal, por ejemplo) más que diferentes intentos de expresar lo mismo. En tales genios la visión interior es muy certera, muy poderosa. Pero, defecto de la voluntad o ausencia de instinto decidido, predominio de la inteligencia que señala las distintas vías antes que pasar por una, se intenta en verso, y luego para no perder la primera idea se escribe en prosa, etc.
Se ven versos que expresan casi lo mismo. Así como en Baudelaire encontramos un verso:
Le ciel pur où frémit l'éternelle chaleur
El cielo puro en que tiembla el calor eterno
que en los Petits poémes en prose encuentra su correspondencia :
Un ciel pur oú se perd l'éternelle chaleur,
Un cielo puro donde se pierde el calor eterno
asimismo, habrá reconocido usted en este verso que citaba hace un instante:
Et la treille oü le pampre à la rose s'allie
Y el emparrado donde se une el pámpano a la rosa
la ventana de Sylvie:
oú le pampre s'enlace aux rosiers
donde el pámpano se enlaza a los rosales
Y pronto en cada casa que aparece en Sylvie vemos cómo se unen las rosas a las viñas. Jules Lemaître, a quien no se ha aludido (me explicaré dentro de poco), citó en su Racine este comienzo de Sylvie: "Danzaban muchachas en círculo sobre el césped cantando viejas tonadas que conocían por sus madres, y en un francés tan naturalmente puro que se convencía uno de que había nacido en ese antiguo país de Valois, en donde durante más de mil años ha latido el corazón de Francia." ¿Tradicional, muy francés? No lo considero así en absoluto. Es preciso situar esa frase donde se halla, en su verdadera luz. Es en una especie de sueño: "Volví a mi cama y no pude hallar el reposo. Sumido en una semisomnolencia, mi juventud toda volvía a pasar por mis recuerdos. Ese estado en que la mente se resiste todavía a las extravagantes amalgamas del sueño, permite muchas veces ver hacinarse en unos minutos los cuadros más destacados de un largo período de existencia." Habrá reconocido usted inmediatamente esta poesía de Gérard:
// est un air pour qui je donnerais...
Hay una tonadilla por la que yo daría...
Así pues, lo que hallamos aquí es uno de esos cuadros de un color irreal que no vemos en la realidad, que incluso las palabras no evocan, pero que en ocasiones sí vemos en el sueño, o que la música evoca. A veces, en el instante de conciliar el sueño, se les percibe, se quiere fijar y definir su forma. Se despierta uno entonces, y ya han desaparecido, se abandona uno y antes de que se los haya podido concretar se queda uno dormido, como si la inteligencia no estuviese autorizada para verlos. Incluso los seres que aparecen en cuadros semejantes no son más que sueños.
Une femme que dans une autre existence peut-être
J'ai vue et dont je me souviens...
Una mujer que quizás en otra existencia
haya visto, y de la que me acuerdo...
¿Qué hay menos raciniano que eso? Que el objeto mismo del deseo y del sueño sea precisamente ese encanto francés en que vivió Racine y que expresó por lo demás sin sentirlo, es muy posible, pero es como si se descubriera que un vaso de agua fresca y una persona febril son cosas absolutamente iguales, porque él lo desea, o la inocencia de una joven y la lubricidad de un viejo porque lo primero constituye el sueño del segundo. Lemaître, y digo eso sin que altere en nada mi profunda admiración por él, sin que ello quite nada a su libro maravilloso, incomparable, sobre Racine, ha sido el inventor, en esta época en que hay tan poca, de una crítica muy propia de él, que constituye toda una creación, y en donde, en los fragmentos más característicos y que perdurarán porque son completamente personales, le gusta sacar de una obra una cantidad de cosas que manan entonces de ella con profusión, como si se tratara de juegos malabares.
Pero, en realidad, no hay nada de todo eso en Phèdre ni en Bajazet. Si por cualquier razón aparece en un libro la palabra Turquía, en el caso de que, por otro lado, no se tenga de ella ninguna idea, ninguna impresión, ningún deseo, no se puede decir que esté Turquía en ese libro. Racine solar, rayos del sol, etc. En arte sólo importa lo que se ha expresado o sentido. Decir que Turquía no está ausente de una obra, es tanto como decir que la idea de Turquía, la sensación de Turquía, etc.
Sé muy bien que hay del amor hacia determinados lugares otras formas de expresión distintas al amor literario, formas menos conscientes, pero quizá tan profundas. Sé que hay hombres que no son artistas, jefes de oficina, pequeños o grandes burgueses, médicos que, en lugar de poseer un lindo apartamento en París o un coche, o ir al teatro, invierten una parte de sus ingresos en gozar de una casita en Bretaña, en donde se pasean por la noche, inconscientes del placer artístico que experimentan, y que como máximo lo expresan diciendo de cuando en cuando: "Hace buen tiempo, qué buen tiempo", o "qué agradable es pasearse por la noche". Pero nada nos indica siquiera que eso se diera en Racine, y de cualquier modo no hubiera tenido esa índole nostálgica, el color de sueño de Sylvie. En la actualidad toda la escuela que a decir verdad ha sido útil, frente a la logomaquia abstracta imperante, ha impuesto al arte un nuevo juego que aquélla cree recogido de la antigüedad, y se empieza por convenir que para no lastrar la frase no se le hará expresar nada en absoluto, que para hacer más nítido el perfil del libro se prohibirá la expresión de cualquier impresión difícil de expresar, todo pensamiento, etc., y para que la lengua conserve su carácter tradicional, habrá que contentarse constantemente con frases ya existentes, hechas, sin tomarse ni siquiera la molestia de volver a pensarlas. No hay gran mérito en que el tono esa muy rápido, la sintaxis de buena ley, y un aire bastante desenvuelto. No es difícil recorrer el camino a la carrera si antes de partir se comienza por desembarazarse de todos los tesoros que estaba uno encargado de llevar. Sólo que la rapidez del viaje y la comodidad de la llegada son bastante indiferentes, puesto que nada se trae cuando se llega.
Es un error creer que un arte semejante ha podido considerarse heredero del pasado. De cualquier forma no debe, y menos que a nadie, invocar a Gérard de Nerval. Lo que se lo ha hecho creer es que les gusta limitarse en sus artículos, sus poemas o sus novelas a describir una belleza francesa "moderada, con claras arquitecturas, bajo un cielo plácido, con collados e iglesias como los de Dammartin y Ermenonville". Nada más lejos de Sylvie.
Si cuando Barrès nos habla de los cantones de Chantilly, de Compiègne y de Ermenonville, cuando nos habla de atracar en las islas del Valois, o de ir a los bosques de Cháális o de Pontarné, experimentamos esa turbación deliciosa, se debe a que estos nombres los hemos leído en Sylvie, que no están forjados con recuerdos de tiempo real, sino con esa placentera frescura, pero con un fondo de inquietud, que sentía este "loco delicioso" y que creaba para él, de esas mañanas en esos bosques o, mejor aún, su recuerdo "soñado a medias", un hechizo lleno de turbación. L'Ile de France, país de moderación, de encanto mediano, etc. ¡Ay! qué lejos está de eso, cuánto existe de inexplicable, más allá del frescor, más allá de la mañana, más allá del buen tiempo, más allá de la evocación del pasado mismo, ese algo que hacía saltar, erguirse y cantar a Gérard, pero no con alegría sana, y que nos transmite esa turbación infinita cuando pensamos que esos países existen y que podemos ir a pasear por el país de Sylvie. Por eso, ¿qué hace Barrès para sugerirlo? Nos dice esos nombres, nos habla de cosas que tienen aire tradicional y cuyo sentimiento, el hecho de complacerse en ellos, es muy del día, muy poco prudente, muy poco "encanto mediano", muy poco "He de France", según Hallays y Bou-langer, como la divina dulzura de los cirios vacilantes en pleno día en nuestros entierros, y las campanas en la bruma de octubre. Y la prueba mejor reside en que algunas páginas después puede leerse la misma evocación, la hace para Vo-güé, que se queda en la Turena en los paisajes "hechos a nuestro gusto", en la rubia Loire. ¡A cuántas leguas se halla eso de Gérard! En efecto, recordamos la embriaguez de esas primeras mañanas de invierno, el deseo del viaje, el encantamiento de las lejanías soleadas. Pero nuestro placer está hecho de turbación; la gracia mesurada del paisaje es la materia, pero él va más allá. Este más allá es indefinible. En el caso de Gérard será un día de locura. Mientras tanto no tiene nada de mesurado, de francés genuino. El talento de Gérard ha impregnado esos nombres, esos lugares. Creo que toda persona con una sensibilidad aguda puede dejarse sugestionar por ese ensueño que nos produce una especie de inquietud, "pues no hay inquietud más punzante que la del Infinito". Pero no se nos proporciona la turbación que nos da nuestra querida hablando del amor, sino diciendo esas pequeñas cosas que pueden evocarlo, el pliegue del vestido, su nombre. Así pues, todo eso no significa nada, son las palabras Cháális, Pontarmé, islas de l'Ile-de-France, las que exaltan hasta la embriaguez el pensamiento de que en una hermosa mañana de invierno podemos marchar a ver esos países de ensueño por los que se paseó Gérard.
Por eso todos los elogios que se nos pueda hacer de los países nos dejan fríos. Y desearíamos tanto haber escrito esas páginas de Sylvie. Pero como dice Baudelaire, no se puede ser rico y gozar del cielo al mismo tiempo. No se puede haber construido con la inteligencia y el gusto un paisaje, ni siquiera como Victor Hugo, ni siquiera como Heredia, en el vacío, y haber impregnado un país de ese ambiente de sueño que dejó Gérard en Valois, porque fue de su sueño de donde lo extrajo. Se puede pensar sin turbación en el admirable Villequier de Hugo, en la admirable Loire de Heredia. Se estremece uno cuando lee en una guía de ferrocarriles el nombre de Pontarmé. Hay en él algo de indefinible, que se transmite, que por espíritu calculador se querría tener sin experimentarlo, pero que es un elemento original que entra en la composición de esos genios y no existe en la composición de los demás, y que es algo más, como en el hecho de estar enamorado existe algo más que la admiración estética y el gusto. Eso es lo que hay en ciertas iluminaciones del sueño, como el que se produce ante un castillo Luis XIII, y aunque se sea tan inteligente como Lemaître, se yerra cuando se lo cita como modelo de gracia mesurada. Es un modelo de obsesión enfermiza... Recordar ahora lo que su locura tenía de inofensivo, de casi tradicional y de antiguo llamándolo un "loco delicioso", es por parte de Barrès una muestra de gusto encantador.
¿Volvió a ver Gérard el Valois para componer Sylvie? Claro que sí. La pasión se crea su objeto real, el amante en sueños de un país quiere verlo. Sin ello, no sería sincero, Gérard es ingenuo y viaja. Marcel Prévost se dice: quedémonos en casa, es un sueño. Pero a fin de cuentas, no es más que lo inexplicable, lo que se creyó que no se sería capaz de incluir en un libro, lo que permanece en él. Es algo vago y obsesivo como el recuerdo. Es una atmósfera. La atmósfera azulada y purpúrea de Sylvie. Esa cosa inexpresable, cuando la hemos sentido, nos hace pensar que nuestra obra valdrá tanto como la de quienes lo han sentido, ya que en definitiva las palabras son las mismas. Sólo que eso no está en las palabras, no está expresado, está entre las palabras, como la bruma de una mañana de Chantilly.
Si un escritor completamente opuesto a las claras y fáciles acuarelas, ha intentado definirse laboriosamente a sí mismo, captar, perfilar oscuros matices, leyes profundas, impresiones casi inaprensibles del alma humana, es Gérard de Nerval en Sylvie. Esta historia que llamáis la pintura ingenua, es el sueño de un sueño, recordadlo. Gérard intenta recordar a una mujer a la que amó al mismo tiempo que a otra, que preside así determinadas horas de su vida y que todas las noches lo ocupa a determinada hora. Y evocando ese tiempo en un marco onírico le asalta el deseo de partir hacia ese país, sale de su casa, se hace abrir la puerta, y coge un coche. Y traqueteando hacia Loisy, se acuerda y empieza a contar. Llega luego aquella noche de insomnio, y lo que ve entonces, separado, por así decirlo de la realidad por aquella noche de insomnio, por aquella vuelta a un país que representa para él más bien un pasado que existe al menos tanto en su corazón como en el mapa, está tan estrechamente mezclado a los recuerdos que él continúa evocando, que se ve uno obligado en todo instante a volver las páginas que anteceden para ver dónde se encuentra, si en el presente o en el recuerdo del pasado.
Los mismos seres son como una mujer de los versos que habíamos citado, "que he visto en otra existencia y a la que recuerdo". Esta Adriana que él cree la comediante, lo que hace que se enamore de la comediante, y que no era ella, esos castillos, esos nobles personajes que le parece que viven preferentemente en el pasado, esa fiesta que tiene lugar el día de San Bartolomé y que no está en absoluto seguro de que haya tenido lugar y no haya sido un sueño, "el hijo del guarda estaba embriagado", etcétera, tengo razón al decir que en todo eso hasta los seres no son más que las sombras de un sueño. La mañana divina en el camino, la visita a la casa de la abuela de Sylvie, eso sí es real... Pero recuerde usted: aquella noche, todavía no ha dormido más que un momento al sereno, y sumido en un extraño sueño en el que aún percibía las cosas, porque se levanta con el repiquetear del ángelus que no ha llegado a oír, en el oído.
Si se quiere, semejantes mañanas son reales. Pero existe en ellas esa exaltación según la cual la menor belleza nos embriaga y casi nos da, aunque la realidad no puede habitualmente hacerlo así, un placer de sueño. El color exacto de cada cosa nos conmueve como una armonía, se desea llorar al ver que las rosas son rosas o, si nos hallamos en invierno, al ver en los troncos de los árboles bellos colores verdes casi emitiendo destellos, y si un poco de luz viene a incidir sobre esos colores, como por ejemplo a la puesta del sol cuando la lila blanca hace cantar su blancura, se siente uno inundado de belleza. En las moradas en donde el aire vivo de la naturaleza todavía nos excita, en las moradas campesinas o en los castillos, esa exaltación es tan intensa como lo era en el paseo, y un objeto antiguo que nos trae un motivo de sueño aumenta esa exaltación. A cuántos pragmáticos dueños de castillos he debido asombrar con la emoción de mi gratitud o de mi admiración, sólo al ascender por una escalera cubierta de una alfombra de colores diversos, o contemplando durante el almuerzo el pálido sol de marzo que hacía brillar los verdes colores transparentes con que aparecen cubiertos de pátina los troncos del parque y venía a calentar su pálido rayo en la alfombra próxima a la gran chimenea, mientras que el cochero llegaba a recibir órdenes para el paseo que íbamos a emprender. Así son esas mañanas benditas, quebrantadas por un insomnio, el desquiciamiento nervioso de un viaje, una embriaguez física, una circunstancia excepcional, labrada en la dura piedra de nuestros días, y conservando milagrosamente los colores deliciosos, exaltados, el encanto que los aísla en nuestro recuerdo como una gruta maravillosa, mágica y multicolor en su atmósfera singular.
El color de Sylvie es un color púrpura, de una rosa púrpura de terciopelo púrpura o violáceo, pero en absoluto los tonos acuarelados de la Francia moderada de ellos. Esta evocación del rojo vuelve a aparecer en todo momento, tiros, pañuelos de seda rojos, etc. Y ese mismo nombre purpúreo con sus dos i: Sylvie, la verdadera Hija del Fuego. A mí, que podría enumerar esas leyes misteriosas del pensamiento que muchas veces ha deseado expresar y que hallo expresadas en Sylvie -creo que podría contar hasta cinco y seis- me asiste el derecho de decir que cualquiera que sea la distancia que una ejecución perfecta (que lo es todo) señale entre una simple veleidad de carácter y una obra maestra, o entre los escritores llamados jocosamente pensadores y Gérard, son ellos quienes sin embargo pueden invocarle y no aquellos a quienes no les resulta difícil la perfección de la obra, puesto que en realidad nada hacen. Desde luego, el cuadro que presenta Gérard es deliciosamente sencillo. De ahí el éxito único de su genio. Esas sensaciones tan subjetivas, si no decimos más que el motivo que las provoca, no aportamos precisamente lo que les da valor a nuestros ojos. Pero además, si analizando nuestra impresión intentamos transmitir lo que tiene de subjetivo, provocamos la desaparición de la imagen y el cuadro. De suerte que por desesperación alimentamos nosotros mucho más nuestras ensoñaciones con lo que nombra nuestro sueño sin explicarlo, con las guías de ferrocarril, los relatos de viajes, los nombres de los comerciantes y de las calles de un pueblo, los apuntes de Bazin en donde se clasifica cada especie de árbol, que con un Pierre Loti demasiado subjetivo. Pero Gérard ha encontrado el medio de no hacer más que pintar y prestar a su cuadro los colores de su sueño. Probablemente exista todavía excesiva inteligencia en su relato...

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