Tomi Kontio
Por Rito Ramón Aroche
La literatura finlandesa tiene entre sus clásicos, uno: el Kalevala (1835) de Elías Lonnrot. Después... bueno, después mucho sobre la poesía finesa ha caído. Sobre la actual, no menos. Para el joven editor, poeta y traductor argentino Cristian de Nápoli:
“También en Finlandia, cuando se habla de los poetas surgidos en los últimos diez o quince años, se dice que es llamativa la cantidad de gente que hoy escribe y publica poesía. También se suele decir que lo único que esos poetas tienen en común es el abandono de ciertas pautas de escritura normalmente vinculadas a la llamada ‘poesía social’ de los 60 y 70. Y también se suele decir ‘todos se conocen’, ‘todos escriben uno sobre el otro’”.
A propósito, no ha que leí un trabajo sobre el estado de la poesía chilena:
“Podríamos decir que hasta hace un año, el panorama de la poesía ‘joven’ chilena (no me canso de sospechar de este rótulo comercial) era bastante claro. Teníamos, por un lado, a un grupo ya consolidado de jóvenes escritores que pasaron de la promesa al establishment sin que alcanzaran a contar los 35 años. Me refiero a autores nacidos alrededor del año (sic) y que han caído ya bajo el estigma de pertenecer a la llamada “generación de los 90”. Bajo este signo entran poetas bien reseñados, premiados y no tanto, de calidad algunos y de buenos contactos otros”. 1
Sea Finlandia (perdón, aquí iba a decir Cuba) Chile, Perú o Argentina, reconozcamos que en definitiva cualquier parecido con la realidad...
Pero en fin, De Nápoli otra vez:
“Tomi Kontio nació en 1966 y vive en Helsinki, es reconocido usualmente como el poeta más sólido de los surgidos en los últimos quince años. Pero la suya es una poesía que, por los temas que elige aunque también por los recursos que privilegia, se separa notoriamente del común de las preocupaciones actuales en la poesía finlandesa”.
Entre los libros publicados que atesora: Bajo un cielo de salón bailable (1993), Disco del Opilo (1996), En la copa del cielo (1998) y A un palmo del cielo (2004). También relatos y una novela para niños. Suelen dársele, y parece que muy bien, letras de rock para alguna banda. Quizás por ello tenga mucho más fuerza para Cristian la idea de “una poesía alucinante [en Tomi Kontio] por su sonoridad”. C’est la vie.
NOTA:
1. Felipe Ruiz: “Poesía joven chilena: la escena está que arde”, pág. 13 en Odumodneurtse!, periódico de poesía, año III, número V, Lima, junio 2005.
Es curioso. Los editores de Odumodneurtse! al colocar el trabajo de Felipe Ruiz como parte de un dossier de poesía chilena hacen notar la similitud con la situación peruana.
Antes de morir papá anunció
que sus cenizas debían ser esparcidas en el mar.
Era uno de esos hombres
que no quieren su nombre tallado en granito.
El cinturón lo había colgado sobre una mantequera vieja
y si no nos portábamos bien
lo agarraba y nos daba en la espalda.
Más tarde, borracho,
a la mantequera la hizo pedazos de una patada
y el cinturón se cayó al piso. Allí descansaba
como una serpiente enroscada floja
con una lengua de latón.
Hacían falta todos los hijos
y la madre para arrastrarlo a la cama
y ni el pantalón pudo llevarse,
quedó tirado en la puerta como una piel que se mudó.
Era uno de esos hombres
que no quieren su nombre tallado en granito.
Nos lo marcó en la espalda con mandíbulas de latón.
Fuimos a buscar sus cenizas al crematorio
y guardamos la urna dentro de un morral Marimekko negro.
Y nos hicimos a la mar.
Mi hermano remaba y mi hermana indicaba el camino.
Los remos graznaban un salmo y el viento se levantaba en ráfagas
sacándole virutas al sol.
Encontramos en alta mar un lugar adecuado
y mi hermano desenroscó la tapa de la urna.
Acordamos que cada uno esparciría una parte de las cenizas.
Lo acordamos con total beneplácito.
Yo vacié mi parte de la urna en el agua.
Las cenizas se esparcían en las ondas
y formaban una figura gris.
Parecía que papá buscaba su forma debajo del agua
y el más allá se nos develaba por un instante.
Cerca pero inalcanzable.
Cuando mi hermana empezaba a esparcir las cenizas, el bote giró
y mi hermano y yo quedamos a merced del viento.
Una ráfaga alcanzó las cenizas
y nos la echó encima.
Mi hermano intentó girar el bote pero no llegó a tiempo.
Las cenizas nos penetraron los ojos, la boca, los pliegues de la ropa
y el pelo erizado por el viento.
“Mierda”, dijo mi hermano. Eso fue todo.
Intentamos combinar el dolor y la risa.
En la orilla, con las cenizas aún crujiendo en los dientes,
dije, en un muñón del habla,
que papá nos fajó por última vez.
Era uno
de esos hombres
que no quieren su nombre tallado en granito.
Nos lo grabó en el interior.
Traducción: Cristian De Nápoli
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