7 de junio de 2011

Caridad Atencio




















Poemas de El libro de los sentidos


Casualmente encontré una de cuando era niña. Un cumpleaños bien cuidado, donde todo era perfecto menos tirarnos las fotos contra el sol. Posaba con ojos cerrados y la mano de mi madre en mi hombro. Había gente querida que envejeció conmigo. La coloqué en la mesa que está a un lado de mi cama. La foto daba justo en mis ojos cuando me levantaba o cuando descansaba sin pensar. La foto, con una niña, que recuerda a mi hija, rechazando la luz. Soñé entonces con ella y un alborozo de juegos en la cuadra, un carro que voló sin freno, una fatal sospecha. Cuando corrí estaba exánime en la acera con ropas que todavía usa y la edad que tengo yo en la foto. Enhebraba otro sueño. Me decían que una vecina que aparece en la foto estaba muy enferma. Respondo que sí, que la noté muy mal cuando la vi. Con mis sueños siniestros corrí donde mi hija y le conté. Porque sólo lo hacía para que tuviese cuidado con los carros, con el tráfico. Fue un día lleno de incomprensión adolescente, de falsos traumas que creó. Comprendí que los hijos se tienen para eso: solucionar un poco el problema que crean. A la mitad del día alguna conocida me dice que otra vecina estaba muy enferma. En menos de dos horas supimos de su muerte. Y la foto continuaba allí, transmitiéndome, sin yo saber, sus ojos apretados, su obstáculo para las cosas que no transcurrían. Se detuvo el flujo de palabras, la intención, se retenía el menstruo sin causas aparentes. La casa era un hervidero de silencios constreñidos, ausencias, presencias insufribles. No conciliaba el sueño. Me inculpaba. Al final era la víctima y la causante de todo. Me levanté, miré la foto. Como intuyendo algo la regresé a su agenda. En el espacio vacío y lleno como un anillo respiré y recibí mi sangre.

***

La maternidad no es para las que tienen tu cerebro y tus aspiraciones. Procúrale un camino a tu cuerpo ingrato.

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Y pasar por la mesa. En múltiples amaneceres decir estoy con abundancias. Los vecinos deseaban que corriera al hospital. Siempre decía que no.”Tráeme unas hojas de barquito.” Y le hacía una infusión. Luego pasaba muchas horas durmiendo hasta que iba al baño y musitaba llama a Ramón y a Carmen. El dueño de la máquina y la vecina la llevaban a hacerse un legrado. Quedaba sola, a la vista de todos, soportando el peso de mi imaginación. Los niños de la esquina que se criaban unos a otros por causa de un legrado a su madre. Y pasar por la mesa. La vista inconsolable en el camino y la mente sobre vasos de humo. Una niña en la penumbra enorme de su casa esperando la vuelta de su madre.


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