Luis Rodríguez Embil (1879-1954)
El cerdo de la feria de Neuilly
Yo vi cierta vez un cerdo patético que me impresionó profundamente. Fue en
París, en la feria anual de Neuilly. Un amigo, que posee la fortuna
extraordinaria de ser dueño de un automóvil (una de las bienaventuranzas de
nuestra época, tan justamente orgullosa de su avasallador progreso material),
me invitó una noche a ir con él a la feria en su vehículo. No tenía yo nada que
hacer aquella noche. Acepté, por supuesto.
Y puedo, en verdad, afirmar que es un estudio interesante un viaje en
automóvil. Si bien hace ya algunos años que esos símbolos de nuestra
civilización pasean su vientre de burgueses y sus antiestéticas caderas por las
calles de todas las ciudades algo importantes del mundo, aún llaman la atención
a ratos y despiertan la curiosidad.
No pocos de los transeúntes se vuelven todavía para mirarlos cuando
pasan; y esas miradas múltiples y varias son como estrofas de un gran poema,
páginas que, puestas juntas, acaso pudieran formar el libro de la vida
contemporánea, de sus apetitos, de sus aborrecimientos, de su malestar, de su
malhumor inquieto y triste y de su desnivel espantoso.
Y es que el automóvil constituye la representación ambulante y
particularmente provocativa -hasta por su fealdad...- del Tirano temido y
adorado que hace gemir bajo su yugo áureo el pecho de la mayoría de nosotros:
el Dinero, el Duro Todopoderoso, the Almight Dollar... Es antipático e
imponente por eso el automóvil; deseable y repulsivo. En su ancho vientre se
desearía estar y se teme subir. Es casi humano, con su figura casi elocuente.
Es un gran símbolo.
Pero iba a hablar, si no me equivoco, de la feria de Neuilly, y de
algo que vi en ella. Mi vanidad y la pueril satisfacción de haber andado en
automóvil me impidieron hacerlo sin tardanza ni digresiones inútiles, como se
debe. Pero a ello me encamino, aunque con toda la calma propia de los dioses
del Olimpo, y del buen rucio de Sancho Panza.
Llegamos, pues, a la feria. Ya sabe usted, lector, lo que es una
feria. La de Neuilly es como todas: un poco más de arte y elegancia quizá,
porque ese pueblo francés, el más material del mundo, según Taine, es también,
y probablemente por lo mismo, el más artista. Todo en París parece más bello
que en el resto del orbe: desde la brasserie de moda, donde arde la agitación
de la vida nocturna, hasta la última piedra del bulevar; desde la Opera hasta
el Jardín de Invierno; desde el andar de una parroquiana de Chez Maxim's hasta
el ramo de flores de tres sueldos que coloca en su ventana estrecha la pobre
midinette al volver a su casa por la tarde...
Pero, aparte de ese sello
indefinible, aunque claramente perceptible, de belleza y gracia que pone el
alma francesa hasta en las cosas más vulgares, la feria de Neuilly es como las
demás: artificialmente bulliciosa, artificialmente alegre, pintarrajeada,
divertida y triste a un tiempo.
Habíamos llegado, pasando al través de la doble y amplia fila de
árboles de los Campos Elíseos y de la Avenida del Bosque, bajo el cielo
estrellado de Junio. El automóvil comenzó a andar al paso, entre los innúmeros
peatones y los carruajes que por la calle de la feria circulaban.
Y había en las barracas de ambos lados muchas cosas grotescas y
dolorosas. Había pobres hombres, vestidos de legionarios de Roma, que mostraban
sus músculos como reclamo, anunciando una lucha en el interior; bailarinas
feas, y algunas cuasi venerables, que, al son de un bombo, anunciaba su
empresario como maravillosas bayaderas. Una mujer de pie, con aspecto
espantado, era públicamente hipnotizada por un doctor de feria, ante una
multitud atenta. La música de los carrousels se unía en el aire tibio a los
gritos de los anunciadores de espectáculos y a los disparos secos de las
barracas de tiro. Un hombre y una mujer hacían de estatuas en una tienda: la
gente se detenía ante su inmovilidad blanca. Entretanto, por medio de la vía,
impasibles, hombres-anuncios sostenían el cartel llamativo y banal de los
teatros de verano.
Había, lo repito, esas y
otras muchas cosas dolorosas y grotescas. Pero ninguno de aquellos pobres seres
que luchaban heroicamente por el pan entre el gozo ficticio de la feria y la
curiosidad sin entrañas de la gente, me impresionó tanto como un cerdo...
Me detengo, con pena. «El
lector querrá que se le respete», como dice el venerable abuelo Hugo al
repetir, en Los Miserables, la sublime y poco limpia frase de Cambronne. Yo
pido a usted perdón, lector, y trataré de ser lo más pulido posible.
Figúrese usted que entre
todas aquellas barracas había una, ante la cual nadie se detenía. ¡Imagínese
usted cómo estaría su dueño! De nada le valía agotarse anunciando poseer las
siete maravillas del mundo: ¡nada! Ronco, sudoroso, se le ocurrió entonces un
arbitrio para llamar la atención. Acordóse, de que tenía un cerdo él, o uno de
sus vecinos. Fue en su busca, decidido a tratar de atraer a la gente por
cualquier medio. Y le vimos aparecer, al pasar nosotros, todo quebrantado de
fatiga, desesperado, sin hablar ya, sosteniendo entre sus brazos al puerco,
trabajosamente.
Era éste un cochino pelado,
rapado, casi rojo. Debatíase protestando con rabia grotesca, con gruñidos en
que palpitaba la nostalgia del chiquero y una impotente furia. Y el público,
divertido, comenzó, por fin, a aglomerarse.
Los gruñidos subían de punto, y el cerdo agitaba las patas en el aire
presentando el ridículo vientre a la risa de los transeúntes. Sus orejas se
agitaban furiosas; y de sus ojillos estúpidos parecía surgir una especie de
imploración asombrada...
Seguramente el dueño de la
barraca le mortificaba con disimulo, para atraer más gente con sus chillidos
destemplados. Quizá también vengaba en el grotesco animal su rabia de no haber
ganado nada aquella noche... Los gritos, en efecto, no cesaron hasta que no
hubieron entrado en la barraca algunas personas, ganadas por la original
treta.
El cerdo descansó entonces,
todavía con gruñidos de enojo acongojado, respirando fatigosamente. Nadie le
compadecía. Nadie le comprendía. Y él no comprendía nada tampoco, ni a nadie.
Miraba a los hombres reír, sin que nadie pensara en apiadarse de él. En su
rudimentario cerebro, mientras la multitud se dispersaba, consumábase tal vez
una revolución muda. Y la expresión de asombro implorativo de sus ojuelos
dijérase que se trocaba lentamente en otra más profunda y misteriosa.
Vi alejarse en tanto a los
últimos curiosos, y perderse entre la muchedumbre, jugueteándoles en los labios
un resto de risa. Y no sé por qué se me incrustó en la memoria el recuerdo de
aquel cuerpo rapado y rojo que acababa de ver, de aquella risible congoja, de
aquel espasmo de dolor supremamente bufo...
“Cerdo”: Gil Luna,
artista, 1908, Madrid, pp. 153-160.
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