30 de mayo de 2013

Caridad Atencio


















Vivo en un sueño que ya no existe y ha dejado su espacio abierto como un óleo. La cabeza desentona con sus figuraciones imposibles. La mano golpea el pecho invisiblemente. Una partida dispongo con mi sangre. Empujo los contornos vacíos. Nada existe y me muevo despiadada e inútil. Inconsciente, decidir el fracaso. Conservar el fracaso mediante el cambio.


***


Cada uno de nosotros proyectaba la imagen del país en límites pendientes. Un extremo nos marca. La ignorancia también nos hunde la imaginación. A dónde vamos, sosteniendo ridículamente el rastro de una punta. La magnitud raída ascenderá. Cómo adentrar el diente en la otra carne cuando aprietas tus labios con horror.


***



El pie sobre el borde de la bañadera permite reflejar la perfección del cuerpo en el espejo. La paz que no se muestra rozándole su aroma. De la efusión de un gesto cuando oculta. “No todos los caballos llegan”. Los barrotes se extienden hacia abajo para ascender en el cuerpo ceñido de otra cárcel.



27 de mayo de 2013

Juan Eduardo Cirlot



 














Momento

 
Mi cuerpo se pasea por mi habitación llena de libros y espadas
y con dos cruces góticas; sobre mi mesa están “Art of the European Iron Age”
y “The Age of Plantagenets and Valois”,
aparte de un resumen de la Ars Magna de Lulio.

La fotografía de Bronwyn (las fotografías) están en sus carpetas, como tantas
otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).

Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de mayo de 1971, 
y lo supiera de antemano, no me conmovería mucho, ni siquiera a causa
del poema “La Quête de Bronwyn” que está en la imprenta.

En rigor, no creo en la “otra vida”, ni en la reencarnación,
ni tengo la dicha (menos aún) de creer
que se pueda renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.

Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable,
me espera algo no sé dónde ni cómo, posiblemente ser en cualquier existente
como ahora soy ahora en Juan-Eduardo Cirlot.

Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte −¡ah, cómo la desearía!−
si pudiera creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar
e ir hacia los bosques donde el triángulo invertido de los ojos
y boca de Rosemary Forsyth
me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres,
porque en esta vida no he sabido o no he podido
trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,
aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde nunca.

Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis músicos favoritos
(éstos son Scriabin, Schönberg y otros)
no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma
y de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,
y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas
en los tiempos románicos, y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn 
cuando, entonces, en el siglo XI,
regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.

Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto,
pues cuando era en Egipto vendedor de caballos,
ya era un hombre conocido por “el triste”.

Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo del cuerpo,
y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más tarde
cedió a las hijas de los hombres y devino hombre,
el ángel es el peor de los dragones.


  (para D.)

26 de mayo de 2013

Anne Michaels


















BUCEADORES DE LA PIEL


Bajo la carpa
de las estrellas, vacas
a la deriva, sus vientres cepillando
la hierba alta, listos para un copioso
festín. Tierras bajas que centellean como mica
bajo la luna. La luz de las estrellas
nos empapa los zapatos.
La pradera de algas marinas se inclina suplicante, el mismo
campo de arpillera que en invierno cruje con la helada
es salpicado por el pincel negro
de los cuervos. Gélidos diamantes de las cintas de la reina Ana.

Porque se siente amada, la luna permite que nuestros ojos
la sigan por el sembrado, pisando
su ropa, seda reluciente
esparcida por los surcos.Sintiéndose amada, la luna desea
que la miren, nadando
toda la noche por el río.

Llama a través de los estores,
extiende una tira blanca por el pasillo a oscuras,
alcanza un vaso de la mesa.
Vigila la fortaleza del sueño.
Como la luna, quiero tocar espacios
sólo con la mirada. Contarte
cosas nuevas a las tres de la mañana, cuando nos
despierta la lluvia o una preocupación, o adelgazándonos por
los juncos del sueño, emergemos en la piel. En esta habitación
donde tantas cosas han ocurrido, donde el amor
es ese tintineo de los botones al deslizarse tu camisa
al suelo, el sonido de la calderilla;
un libro entreabierto, ropa
entreabierta. Sentimos de nuevo
cómo se transparenta la superficie
del cuerpo empujado ante la puerta
del mundo. Para leer lo que hay dentro
nos alzamos el uno al otro
hacia la luz. Recogemos
a todos los que amamos o deseamos
perder de vista, los llevamos
a cada pradera nocturna y nos sentamos con ellos
mientras las vacas se demoran como barcos
que apenas se mueven en la distancia.
La lluvia goteando desde la lona de las estrellas.

Pulido por el agua, el cuerpo recuerda
como una planicie inundada, anegado de sensibilidad,
ganando terreno en la bajamar.
Terrazas de la memoria, lisas como deltas verdes.
O arrecifes y cordilleras
plegando el mundo hasta el hueso.
La luna palpa el significado
de las cosas con sus dedos ciegos,
luego nos devuelve al cerúleo
aluminio de los amaneceres. La noche,
una carretera apuntando al este.
Su hermana, la memoria, revuelve en el armario empotrado
buscando ropa que conserve la silueta de alguien.
Se frota las manos en el delantal
manchado de infancia, un olor familiar
en el pelo; traquetea con ollas y cacerolas
en la cocina circadiana.
Mientras, en la habitación de una pradera nocturna,
la luna se desviste; su salto de cama
flora eternamente a ras de suelo.
La memoria se demora por el césped de las fincas,
se mueve lentamente por la hierba húmeda, cargada
de instantes atrapados en su red nocturna, en el éter
reluciente de su falta. El aire se aviva,
la memoria alza la cabeza y casi
desaparezco. Alzas la vista, una mirada que siento
por todas partes, la lengua de una mirada,
y el amor esta pradera noctuna, la sombra de la mañana
de nuestras voces, el papel carbón púrpura
de esta oscuridad plomiza. Pesa la memoria con la joyería
de esta lluvia, pesa su falda con los brotes de mercurio
congelados que adornan las ramas,
mientras avanza oímos el castañeteo
de esos huesos tan bellos. Entonces, el amor,
tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo
por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique
que transforma lo conocido
en misterio. En aire,
en la mancha púrpura de la dulzura.
El laburno, el iris silvestre, los abedules tan espesos
que resplandecen por la noche, olores que nos alcanzan
por todas partes; la alquimia que nos mantiene
tan felices tumbados en el suelo, incluso si no abarcamos
nada, nada: el evasivo
troque de los pájaros. Nunca tomaremos velocidad
de crucero, más bien nos hundiremos en el húmedo
firmamento, aprenderemos a permanecer en el fondo,
respirando por la piel.
Con membranas de plata, en ríos
color de lluvia. Bajo el agua, bajo la piel;
con arcanas aletas transparentes.

Esta noche la luna deambula descalza,
deja atrás medias de seda
como jirones de río.
Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas
palmeando húmedos
de lodo y algas.

Rodamos desde el borde al fondo de la pradera,
nos levantamos bajo la lluvia
de nuestra silueta en la hierba húmeda.
Nadadores nocturnos, buceadores de la piel.



De Buceadores de la piel

Traducción de Jaime Priede 

Bartleby Editores.


24 de mayo de 2013

Israel Domínguez



















Si tuviera que ser la memoria de mis hijas
comenzaría con el silencio.
Un hijo es profundidad,
un enigma al que bajamos.

Supera la figuración,
el defecto y la virtud,
el idilio de los labios que se desbocan.

Cuando mis hijas viajan
algo de mí va con ellas.

Yo las amo desde el instante
en que los primeros ojos saltaron al vacío,
desde la existencia apenas perceptible,
desde la noche en que subí el mosquitero
para ver si respiraban,
ahora que me abrazan y se refugian en mí.

La memoria de mis hijas se ramifica.
La distancia entre ellas y yo se ramifica.
El amor, eterno y extraño, se extiende
entre cielo y bosque.





Cuba, Villa Clara, 1973.

15 de mayo de 2013

Lorine Niedecker






















CANTO AL LUGAR


                           "Y el lugar era agua"


Y el
lugar era de agua

Pez
ave
diluvio

Cieno de lirios de agua
Mi vida

entre el follaje y sobre el agua
Mi madre y yo
nacidas
en la ciénaga, en el fango y devotas
al agua

Mi padre
entre la neblina del marjal
remó
desde tierra firme
vio el rostro de ella

en el armonio
cargó con el peso: el agua del lago
y el frío -
tiró la jábega para coger arpas
y venderlas para que su hija
pudiese ir a
tierra firme
y estudiar
Vio que su mujer le daba
su espalda, se

quedaba sorda
Ella
que sabía de barcas
y encordados
ya no tocaba

Ella lo ayudó a tender las redes
para brearlas
Y sabía disparar
El ni caso hizo
del tipo

que le robaba sus carnadas
por la noche para ofrecérselas
al día siguiente
Cuando no había creciente
regresaba con un costal

con dientes de león
No se dan las naranjas -ninguna
No había caléndulas en la ciénaga
por donde el agua subía
Él nos mantuvo a flote

La lloró porque ya no escuchaba a los ánades
levantarse como en explosión
desde el agua
Porque ya no escuchaba
a las garcetas y su dulce

escala descendente
de cuchara - clic - sobre un vaso de agua
pizcas de lágrima- las gotas
¿ Alguna vez ella rió
como una niña?


Su canoa se deslizaba rozando
los apios acuáticos que ya no hay
por estos canales
a causa de las carpas
Sabía que la lenteja de agua
emigra en el otoño
hacia el fondo cenagoso del Lago
Conocedor de lo que hay
bajo las hojas que se pudren
y sobre los camalotes

antes del susurro del verano
Hay que esperar sin falta:
hojas nuevas
nuevas muertes
hojas
Él no podía
-como un escarabajo acuático -
trajinar la tensa superficie del agua
Echaba su red a las
soledades

En cuanto a su flamante carro nuevo
mi madre - vivía en la casa
al lado - afirmaba:
Un colibrí
no es una bestia de carga


Anclado
en el levantarse y hundirse de
la vida -
en algunas noches de su mediana edad
sentábase

junto a sus zapatos
meciendo su silla
Amarrado pero no "enredado
en los rizos
del cabello de su mujer"


Crecí en el verdoso
desliz y declive
tanto de rivera como de sombra
Infancia - vado
entre la maleza
Los arces para un columpio
El glissando del alcaudón
canto
sublime

del limo

...

Crecí navegando en el río
Libros
en la casa- muelle
Shelley al timón
mientras leía



Yo fui solitario chorlito
un lápiz
para el hueso del ala
De mi cuaderno secreto
debo cincelar


bajo presión
corregir y ajustar
En nosotros el ritmo del aire marino
"Vivimos con el apremio de la ola
del verso"



A los siete años muda sus plumas
el solitario
y joven pájaro

Siete años con el mismo
vestido


uno para salir los domingos
Uno para la casa
desteñido azul a rayas
como el grito de
su llanto



Dónde bailar
mi gente no tenía
las perdices sí -
en el terreno baldío
en el aire


Solemnidades
como la de qué flor
llevar
a la tumba del abuelo
cuando no


lirios acuáticos -
a él que hacía una reverencia
a la hierba cuando lo cegaba
Los írises crecen ahora
sobre el túmulo

para los dos
y para él
allí donde yacen
¿Cuánto menos soy
junto a ellos en lo oscuro?



Antes que los dioses
la voluntad está en nosotros
al fondo en el estanque
Todo se mueve hacia
la luz

menos para aquellos
que por su gusto bajan
a las negras profundidades del océano

lo desconocido



La creciente del río- la inundación
Ahora se disuelve y deja la casa
Vuelve - húmeda escoba
naturalmente húmeda
Debajo

de la alfombra empapada
se criaron escarabajos acuáticos -
no hay culebras en la casa
¿Dónde estaban? -
ella
sabía limpiar los escombros
después de la inundación
él cómo achicar las barcas, las casas
El agua nos regalaba

pisos combados

Tú con el mar corriendo
por las venas te sientas en el agua
A esperar que la verónica azul
de tallo largo
retoñe



Ay cómo flotaba mi vida
No le guardes amor
a las cosas
Arrójalas
a la creciente del río

derruida
por la inundación
No compres lo nuevo -
todo al final no es-
sino agua

He poseído
la palabra enaltecida:
Mi amigo el gaviero
tocaba su violín
en el gran salón

En este arroyo
mi memoria como una noche lunar
deslavada por el sufrimiento
maniobraba sus lanchones
por la boca

del río
Ellos pescaron en la hermosura
No siempre fue así
En Peces
el rojo Marte

asoma
surca por los pantanos y compuertas
de mi pensamiento
con los personajes
en la orilla






Sandías y otros productos de la huerta





















Dolores Labarcena


“Hola, qué tal…” Y acto seguido un mohín lo bastante creíble, sin exceso, para agradar al público. Esto sucede en Japón, donde una compañía de trenes decidió instalar, a modo de “sonrisómetros”, cámaras fotográficas para medir la calidad de la sonrisa de sus empleados. Y claro, los obligan a practicar hasta más no poder, en el retrete, o cualquier otro sitio donde se halle un espejo, la mueca adecuada. Qué pena imaginarse a esos individuos del levante, en un día fatal, de aquellos en los que difícilmente uno puede encajarse la careta, cuando el dichoso artefacto descubre que sus movimientos faciales (los de las comisuras de la boca y el rabillo del ojo, por ejemplo) no dan la “puntuación sonrisa”.

Si no fuera por la rueda, la imprenta y otros descubrimientos a los cuales debemos el progreso, estaríamos en pañales. Pero no todo es así, y en milenios, no ha sido el “sonrisómetro” el único aparato o invento absurdo que da al traste. La lobotomía, procedimiento popularizado en los Estados Unidos por Walter Freeman, quien ni siquiera era cirujano, tenía como objetivo curar, mediante la trepanación del cráneo, (y esto con un pica-hielo) la esquizofrenia y otras enfermedades mentales. Por citar, hay maletas con W.C., artefactos para fumar los veinte cigarrillos de una caja a la vez, jaulas para colgar niños al sol (lo mismo que pájaros en el balcón), máquinas para matar bibijaguas, y etc.

Bouvard y Pécuchet, obra de imprescindible lectura, es un himno a los fenómenos expuestos en el párrafo anterior. Flaubert, conocedor de las propensiones burguesas, y receloso de cuanto le rodeaba,  se burló a sus anchas de la mediocridad y el materialismo. En esta novela inconclusa, lo excéntrico de los personajes y la aspiración errónea del conocimiento absoluto, van de la mano. Pero en cuanto asoman las ínfulas, esas que dejan al descubierto las entretelas de la idiotez, te desternillas a mandíbula batiente. ¿Quién dijo que se es agrónomo, o astrólogo, de la noche a la mañana? Para estos oficinistas retirados, un producto ellos mismos del enciclopedismo y la vulgarización del saber, no existen límites. Cargados de una energía dantesca realizan un estudio tras otro y lo aplican al pie de la letra; derrumban teorías y teoremas; experimentan con vacas, vinos y conservas; profesan el espiritismo, la frenología y hasta la hipnosis. 

Flaubert no asimilaba la búsqueda frenética del triunfo; no perdonaba la falta de prudencia. Con estocada sarcástica despeña en cada capítulo al par de tarambanas hacia un fracaso sin fin. “Creo que sí mirásemos siempre al cielo acabaríamos por tener alas”, dijo este perfeccionista de la escritura, quién retrató con crueldad casi de verdugo lo superfluo del comportamiento humano. Su novela es una de las mejores odas a la tontería de la literatura universal.     

Pero saliendo de Bouvard y Pécuchet y entrando en el sonrisómetro, quizás el ejercicio de los empleados ferroviarios nos parezca algo forzado, si lo comparamos con la idea que tenemos de los asiáticos: perpetuamente sonrientes y ceremoniales. En cualquier caso, lo inútil sería asombrarnos, pues muchos de estos inventos terminan en el trastero; y los más añejos ya fueron obsequiados al museo o a una trituradora. Sin embargo, en Japón las guías turísticas alientan a comprar sandías. ¿Quién no ha probado una sandía? Sí, pero la diferencia es que allí prosperan cuadradas y triangulares. Y nada, también me mata la curiosidad.








13 de mayo de 2013

Kurt Vonnegut




















Harrison Bergeron 


En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos. 

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron. 

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros. 

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número. 

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma. 



- Era bonita esa danza, la que acaba de terminar - dijo Hazel.

- ¿Eh? - dijo George.

- Esa danza, era bonita - dijo Hazel.

- Ajá.
Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador. 

George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

- Como si golpearan con un martillo en una botella de leche - dijo George.

- Debe ser interesante oír todos esos ruidos - dijo Hazel, con un poco de envidia -. Las cosas que inventan.

- Hum - dijo George.
- Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? - preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers-. 

Si yo fuese Diana Moon Glampers -dijo Hazel- usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión. 

- Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas - dijo George.

- Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte - dijo Hazel - . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.

- Tan buena como cualquiera - dijo George.

- ¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? - dijo Hazel.

- Nadie - dijo George.
Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza. 

- ¡Caramba! - dijo Hazel - . Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?
Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes. 

- De pronto pareces tan cansado - dijo Hazel - . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? -Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela-. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato. 

George sopesó el saco con las manos.

- No tiene ninguna importancia -dijo-. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.
- Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo -continuó Hazel-. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo... Sólo unas pocas. 

- Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos - dijo George - . No me parece un buen negocio. 

- Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo - dijo Hazel - . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada. 

- Si tratara de librarme de este peso - dijo George - otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad? 

- Me sentiría horrorizada.

- Precisamente - dijo George - . Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?
Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro. 

- Se haría pedazos.

- ¿Qué cosa? - dijo George desconcertado.

- La sociedad - dijo Hazel, insegura - . ¿No hablabas de eso?

- ¿Quién puede saberlo? - dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir: 

- Señoras y señores...

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
- Muy bien - dijo Hazel - . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto. 

- Señoras y señores - dijo la bailarina leyendo el boletín.
Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible. 

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos. 

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo. 

- Perdón - dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente-. Harrison Bergeron -graznó-, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso. 

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez. 

Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza. 

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos. 

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra. 

-Si ven a este muchacho -dijo la bailarina- no intenten, repito, no intenten discutir con él. 

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto. 

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces. 

-¡Dios mío! -dijo-. ¡Tiene que ser Harrison!
En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza. 

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla. 

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados. 

-¡Soy el emperador! -gritó Harrison-. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida! 

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
-Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí -rugió-, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme. 

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos. 

Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo. 

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno. 

- ¡Ahora elegiré a mi emperatriz! - dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies-. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono. 

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara. 

La bailarina era de una cegadora belleza.
-Bien -dijo Harrison tomándole la mano-. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música! 

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos. 

-Toquen como mejor puedan -les dijo- y les haré barones y duques y condes. 

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos. 

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música. 

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella. 

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.
Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura. 

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.

Lo tocaron.
Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo. 

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo. 

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos. 

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

-¿Has estado llorando? -le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

-Sí -dijo Hazel.

-¿Por qué? -dijo George.

-Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

-¿Qué era? -preguntó George.

-No lo sé, tengo la cabeza confundida -dijo Hazel.

-Hay que olvidar las cosas tristes.

- Es lo que hago siempre - dijo Hazel.

- Magnífico - dijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

- Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor - dijo Hazel.

- Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

- Caramba - dijo Hazel - . Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.