1 de septiembre de 2008

Tres textos de Virgilio Piñera

























La gran puta


Para Oscar Hurtado





Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana
-uno de (los) tantos éxodos a que estábamos acostumbrados-
mi padre –como tenía por costumbre sanguínea-
se dio de galletas y se puso a echar carajos.
Llegaron exactamente a la diez de la mañana
de un día de agosto mojado con vinagre;
antes de ir a esperar el Santiago-Habana
tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano,
y como el deber se impone al deseo
perdí a un negro que me hacía señas con la mano.
Por esa época yo tenía veinticinco años
y toda la vida resumida en la mirada;
años mal llevados porque el hambre no paga:
“Virgilio –me decía Oscar Zaldívar-
no te alimentas lo suficiente. Hay que comer carne....”
De vez en cuando me llevaba a La Genovesa
en la esquina atormentada de Virtudes y Prado,
donde Panchita, una italiana operática(,)
le decía doctor a Oscar y a mí no me decía nada.
Las calles eran vahídos y las aceras desmayos:
En la cabeza los versos y en el estómago cranque.
Corría a la casa de empeños sita en Amistad y Animas
buscando que me colgaran entre docenas de guitarras(,)
yo, empeñado, yo empeñando un saco viejo de Osvaldo
para trepar jadeante la cazuela del Auditorium
a ver El Avaro de Moliere que Luis Jouvet presentaba.
Era La Habana con tranvías y soldados
de kaki amarillo, haciendo el fin de mes
con los pesos de los homosexuales;
entre los cuales, en cierta manera, me cuento, es
decir, en mi humilde escala: no osaría ponerme
a la altura de La Marquesa Eulalia, del Pájaro Verde,
del Jarroncito Chino, de la Pulga Lírica y del Marqués
de Pinar del Río, y aunque una noche, en el Don Quijote(,)
bailé sobre una mesa disfrazado de maja
mi alarde palidece ante la magnificencia
del Pájaro Verde dejándose degollar en el baño.
Según se mire eran tiempos heroicos, tiempos
que fueron cantados por guitarras alcoholizadas(,)
palabras tremendas que eran pronunciadas
con el filo de un cuchillo, mientras allá,
en Marte y Belona, los bailadores realizaban
la confusa gesta del danzón ensangrentado.
Esta gesta alcanzaba proporciones épicas
en el Cuchillo de San Miguel: allí Panchitín Díaz
le decía con su voz aflautada a la putica debutante:
“Muchacha, tienes toda la vida por delante...”,
y dando dos pasos se metía en la barbería de Neptuno
para entablar un diálogo funambulesco
con la corpulenta Albertino, que se hacía afeitar
una barba imaginaria.
Una noche en el Prado, con su pedazo de cielo
particularmente convulso sobre leones de bronce verde,
sobre leones que temblaban al paso del
Emperador del Mundo –un negro tuberculoso con
el pecho constelado de chapitas de Coca Cola-,
se comentaba con terror manifiesto
la frase ciceroniana de la mujer que se tiró
bajo las ruedas del automóvil de Lily Hidalgo de Conill:
“!Habana, ábrete y trágame!”.
Pero La Habana se hizo aún más rígida
para que ella pudiera ir hasta Colón sin baches,
para que esa noche las putas chancrosas
hicieran buenos pesos y para que lloraran los
sentimentales, entre los cuales también me cuento,
al extremo que podría ser nombrado presidente de
los sentimentales, y ahora precisamente recuerdo
al hombre que vi matar junto a la estatua de Zenea
con su mano convulsa aferrada al seno de mármol
de la mujer que eternamente lo acompaña.
Me pareció que llegaba el Apocalipsis,
pero justo en ese momento oí: “!Maní tostao, maní!”
y metían por mi ojos anegados en lágrimas
un cucurucho de voluptuosidad cubana.
Mi amiga, la Muerta Viva, una puta francesa
que recaló en Sagua allá por el veinticuatro
compraba todos los días el periódico para
ver si en la Crónica Roja aparecía muerto
el cabrón, decía ella, que la dejó plantada en Sagua.
Pero como la vida manda, seguía abriendo las piernas
sin sentimentalismos de ninguna clase.
Yo, que mi destino de poeta me impidió la putería,
soñaba persistentemente con abrir las mías:
cuando el hambre aprieta, sueños monstruosos
se perfilaban en cada esquina, monedas del tamaño de
una casa me caían encima, y todo terminaba
en una frita deglutida al compás de
“Bigote de Gato es un gran sujeto...”
Sin embargo, pensaba en la inmortalidad
con la misma persistencia con que me acosaba
la mortalidad, porque aun cuando viéndome
forzado a escuchar “la inmortalidad del cangrejo”
y ver al tipo pálido sentado en el café de
los bajos de mi casa, con un palillo en los
dientes y un vaso de agua sobre la mesa
pensando en las musarañas, yo me aferraba
a la mentira piadosa siguiendo al mismo
tiempo con la vista los sándwiches de pierna
que rechinaban en mis tripas.
Suaritos anunciaba a Ñico Saquito,
Toña la Negra quebraba la luna con su voz
de tortillera mejicana, Batista daba golpetazos
en Columbia, Patricia la Americana se momificaba
en un disco y Daniel Santos galvanizaba los solares.
Claro está, en la ciudad del sol constante
los fantasmas acostumbraban salir a plena luz:
los he visto acompañándome por Monte y Cárdenas
el día del entierro de Menocal, con ron peleón,
porque de eso el general prodigó, enchumbó, anestesió
y el champán para él y Marianita en París.
“Querida, me dijo Jarroncito Chino, hoy todo el mundo
está jalao, haremos ranfla moñuda,
ya el General templó lo suyo y nosotras moriremos
con un troyó papá bien grande adentro”.
Así murió efectivamente. Destino cumplido,
vida realizada, strip-tease de pelo en pecho,
sacando palanganas de agua de culo(.)
Cuando se la llevaron había un Norte de
tres pares de cojones.
Estos son los monumentos que nunca veremos en
nuestras plazas, amorfa, sí, amorfa cantidad
de donde extraigo el canto, en cualquier parte,
bajando por Carlos III que entonces tenía bancos(,)
escuálido, tembloroso, con mi amorosa Habana
siguiéndome los pasos como perro dócil
entre años caídos retumbando como cañones
dejando la peseta en casa de la barajera
para saber (-) ¿para saber? (-) si mañana entraré
en la papa... Un pelado en el Mercado Único,
un guarapo en el Mercado del Polvorín,
siempre avanzando, en brecha mortal,
buscando la completa como se busca un verso(,)
¡oh inacabables calles, oh aceras perfumadas
con orine! ¡Oh hacendados con pañuelos
impregnados de Guerlain, que nunca
me pusieron casa!
Sólo en mi accesoria haciendo mis versitos
veía pasar La Habana como un río de sangre:
y como una puta más del barrio de Colón
los contaba de madrugada como si fueran pesos.





...



La vida entera
(fragmentos de la autobiografía)




No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo que más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte. ¿Y a cuál de los dos mecánicos escogería yo como instrumento de mi liberación? ¿Sólo a uno o a ambos? Sí, no podíamos ser sino estudiantes de Filosofía y Letras, adorar de rodillas la Belleza y coleccionar objetos de arte.
Juzgo ocioso declarar el año de mi nacimiento. Se cita el año de llegada al mundo cuando se pertenece a un país donde, en el momento en que se nace, algo ocurre —ya sea en el campo de lo militar, de lo económico, de lo cultural... En tal caso la fecha tendría un sentido. Verbigracia: «Cuando nací en mi patria invadía el Estado tal o era invadida por el Estado más cual; cuando vine al mundo las teorías económicas de mi compatriota X daban la pauta a muchas otras naciones; cuando vine al mundo nuestra literatura dejaba sentir su influencia".
Pero no, ¡qué curioso! cuando en 1912 (ya ven, pongo la fecha para que no queden con la curiosidad) yo vine al mundo nada de esto ocurría en Cuba. Acabábamos, como quien dice, de salir del estado de colonia e iniciábamos ese triste recorrido del país condenado a ser el enanito irrisorio en el valle de los gigantes... Nosotros nada teníamos que ver con las cien tremendas realidades del momento. Pondré un ejemplo: la guerra de 1914 significó para mi padre una divertida pelea entre franceses y alemanes. Y también un modo de matar el tiempo a falta de otra cosa que exterminar.
Papá, en compañía de otros papás, pasaba gran parte del día jurando que los alemanes eran unos vándalos (probablemente nunca se detuvo a pensar en virtud de qué usaba tal calificativo) y que los franceses eran unos ángeles; que Foch era un estratega y Ludendorff un sanguinario. En cuanto a mi madre, a la cabeza de mis tías y de otras parientes, tomaban tan al pie de la letra la inminente caída de París, que veía alemanes hasta en la sopa. Un día qué el cañón Bertha tronó más que de costumbre sobre los techos parisinos se nos prohibió salir a la calle. ¡Temíamos ser bombardeados!
Me había tocado en suerte vivir en una ciudad provinciana; esto, que no es cosa grave y hasta positiva si se sabe que allá existe una capital en toda la acepción de la palabra, significaba, en el caso nuestro, una tal ausencia de comunicación espiritual y cultural que, a la larga, terminaría por encartonarnos. Vivía, pues, en una ciudad provinciana, una capital provinciana, que, a su vez, formaba parte de seis capitales de provincia provincianas con una capital provinciana de un estado perfectamente provinciano.
El sentimiento de la Nada por exceso es menos nocivo que el sentimiento de la Nada por defecto: llegar a la Nada a través de la Cultura, de la Tradición, de la abundancia, del choque de las pasiones, etc. supone una postura vital puesto que la gran mancha dejada por tales actos vitales es indeleble. Así, podría decirse de estos agentes que ellos son el «activo» de la Nada. Pero esa Nada, surgida de ella misma, tan física como el nadasol que calentaba a nuestro pueblo de ese entonces, como las nadacasas, el nadaruido, la nadahistoria... nos llevaba ineluctablemente hacia la morfología de la vaca o del lagarto. A esto se llama el «pasivo» de la Nada, y al cual no corresponde «activo» alguno.
Muchas veces me he preguntado por qué los hombres y mujeres que formaban mi pueblo natal, Cárdenas, no se llamaban todos por el mismo nombre. Por ejemplo, Arturo. Arturo se encuentra con Arturo y le cuenta que Arturo llegó con su hijo Arturo y con su hija Arturo, que su mujer Arturo pronto dará a luz un nuevo Arturo, pero que ella no quiere ser asistida por la partera Arturo sino por la otra partera Arturo que es la partera de su cuñado Arturo madre del precioso niño Arturo cuyo padre Arturo trabaja en la fábrica Arturo... Por supuesto, mi familia formaba parte del clan Arturo.
La secreta aspiración de papá fue el cenobio: por qué equivocó esta vocación, por qué se casó, y lo que es todavía más contradictorio, por qué tuvo seis hijos (aspiraba a tener doce pero mi madre se enfermó) es cosa que jamás podrá quedar dilucidada. Quizás la explicación habría que buscarla una vez más en ese "arturismo"‚ de nuestro pueblo: papá sólo pudo seguir la rutina de los días y aceptó el matrimonio como uno de esos males necesarios; en cuanto a los hijos, los iba haciendo a falta de otra cosa más importante que realizar. Por otra parte, y he aquí una nueva contradicción: a medida que la gente es más mísera se despierta en ellas un furioso deseo de procrearse. En esas noches en que los matrimonios van a la cama muy temprano porque el aburrimiento les destroza sólo les queda la rutinaria copulación, sin belleza, sin lujuria, sin pasión; una cópula practicada, no por ellos sino por la inercia.
(...) Había llenado la casa con seis hijos, llegados al mundo un año tras otro; lo que hubiera sido su mayor ambición: soledad de mi madre y de él, todo esto hubo de trocarse por la vocinglería de seis muchachos. Su hambre de silencio era cada día más apremiante; estaba decidido a calmarla costare lo que costare. Las consecuencias de esta decisión serían pagadas por nosotros. Dos tipos de silencio deberíamos observar: uno, el silencio porque el padre estaba callado; otro, porque el padre estaba hablando...
El segundo era más estricto que el primero. Seríamos castigados severamente si, en ocasión de estar papá anegado en su silencio, con su cabeza sumergida en el mar de la Nada, alterábamos este silencio con alguna risa, ruido o voces. Entonces, saltaría como una furia y seríamos perseguidos y copados en las faldas de nuestra madre.
No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo que más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte.
Lo primero, porque un buen día nos dijeron que no «se había podido conseguir nada para el almuerzo».
Lo segundo, porque también un buen día sentí que una oleada de rubor me cruzaba el rostro al descubrir palpitante bajo el pantalón el abultado sexo de uno de mis numerosos tíos.
Lo tercero, porque igualmente un buen día escuché a una prima mía muy gorda que apretando convulsivamente una copa en su mano cantaba el brindis de «Traviata». Para no menoscabar la autoridad de la naturaleza me veo obligado a decir que reaccioné en toda la línea.
La molesta sensación del hambre la aplaqué saliendo subrepticiamente a la calle y robándome un plátano de la frutería. En cuanto al sexo, mi reacción fue más elaborada, lo primero que se me ocurrió fue buscar un sitio aislado, pero no bastándome la soledad, busqué el concurso de las tinieblas. Un ciego instinto me avisaba que, habiéndome apoderado de la imagen de mi tío, debería, so pena de perderla, sumirla en el rincón más oscuro de mi ser.
Pero como yo era un niño de siete años y no un psicólogo, hice lo que hacen los niños en estos casos: busqué la oscuridad física. La encontré en la carbonera; entonces me puse a revolcarme como un desesperado; desesperado, porque ignorando totalmente dónde ubicar el sexo de mi tío en mi cuerpo, sólo acertaba a hacerme una imagen del tío como encimándose pero sin llegar a posarse en algún punto preciso.
Pero —¡oh poder del centro de gravedad!— ya encontraba el mío pues la mano fue cayendo hacia el centro de mi cuerpo, en donde mi diminuto e informe sexo, grotescamente erecto, solicitaba el acompañamiento de la mano para regalarme la áspera melodía de la masturbación. A los pocos instantes me sacudió un estremecimiento de placer y entonces supe que todo pasaba en el cerebro, pues el tío, como la roja lumbre de un cigarrillo me quemaba y desgarraba la cabeza cual si yo fuera el hígado de otro Prometeo.
Mi primera hambre artística la calmé con ese almibarado engaño que el arte pone bajo los ojos de aquél que se le enfrenta por la primera vez: me refiero al bocado de la imitación. Tal parece que nos dijese: —Aquí me tienes; sólo tendrás que parecérteme y entonces tu angustia será calmada pues otros se querrán parecer a tu demonio...—. Pero ¡ay!, cada nuevo ejercicio de imitación nos va alejando su rostro y terminamos pisoteados por sus horrendos cascos.
Me encerré en la alcoba de mi madre y sobre mis ropas de niño eché un peinador; puse una cinta en mi cabeza y una flor de papel al talle. Entonces agarré un búcaro y elevándolo a la altura de mi cara canturreé una y diez veces la poca melodía que se me había pegado del famoso Brindis. El resto del día lo pasé, como se dice, en religioso silencio. ¿Silencio de los mundos o de qué...?
Claro que no podía saber a tan corta edad que el saldo arrojado por esas tres gorgonas: miseria, homosexualismo y arte, era la pavorosa nada. Como no podía representarla en imágenes, la representé sensiblemente: tomé un vaso, y simulando que estaba lleno de líquido, me puse a apurarlo ansiosamente. Mi padre me sorprendió; muy intrigado preguntóme por qué fingía que estaba bebiendo... Entonces le respondí: que estaba tomando «aire».
Se explica muy bien que simbolizara inconscientemente la nada si se tiene presente que la materia que se oponía a mi materia no se podía combatir en campo abierto, sino que la lucha se desarrollaba en el angustioso campo de lo prohibido. No hubiera podido salir a la calle y declarar abiertamente nuestra hambre; infinitamente menos confesar, y lo que es más importante, practicar, mi inversión.
En cuanto al problema del arte, no era tan bárbara mi familia como para prohibírmelo, pero como en la niñez el futuro artista no lo es, y en cambio, sí es y nada más que pura sensación, sólo atina a abrir una inmensa boca y sufrir las angustias del éxtasis.
Francamente, sigo considerando a La Habana como un sepulcro. Un vasto sepulcro dividido a su vez, en sepulcros más pequeños. Pero aclaro en seguida que tal impresión sepulcral no tiene nada que ver con esas típicas sensaciones de aplastamiento propias de las grandes ciudades. (...) No, si yo digo que la ciudad me sigue pareciendo un vasto sepulcro se debe pura y simplemente a una contingencia privada y personal: me refiero a la miseria.
Así como el Vía Crucis de la Pasión tiene sus Estaciones, así también tengo yo por la ciudad señaladas mis tumbas, partes de ese vasto sepulcro, y en el correr de los años y tras algunos pasados en el extranjero no he logrado que tal impresión desaparezca, o, al menos, se atenúe. Y si voy a hablar con mayor franqueza, aunque tenga que enfrentarme con el ridículo, declararé que hasta evito cuidadosamente ciertas calles y ciertas casas en las cuales estas marcas de la miseria me hicieron padecer más de lo acostumbrado.
Pero aclaro también en seguida que si las evito es precisamente porque ni una pizca de delectación hay en mi alejamiento de ellas. Sencillamente las veo como puentes cortados, fragmentos de mi existencia que en nada me religan ni podrían religarme con mi vida presente. ¿Qué tengo yo que ver, por ejemplo, con el Virgilio del año 38, inquilino de un cuarto en la calle de Galiano? Y si fatalmente debo pasar por tal lugar lo observo con la misma indiferencia que todo mi ser asumiría ante el sepulcro de Tutankamen... No podría tener piedad con cadáveres ajenos. Entre estos milenarios también se clasifica el mío de ese año '38(...)
Decliné una invitación a bailar esa noche y me despedí de mis amigos. Desde Camagüey había escrito a una tía política que viviría en su casa. La había escogido a ella porque a pesar de su pobreza vivía a dos cuadras de la Universidad.
Un camión de bultos postales me transportó a La Habana. No tengo que decir que el viaje era gratuito, favor que me hacía un amigo de la infancia y que le agradecí doblemente pues así me ahorraba los cuatro pesos que, con sumo trabajo, había ahorrado para el ticket del ómnibus. Viajar durante catorce horas en un camión, echado entre bultos —un bulto más— es algo realmente pintoresco: una inmensa tela embreada cubre por entero la superficie del camión y se ve uno obligado a rodar interminablemente con una tienda de campaña sobre la cabeza.
Mi amigo el camionero me improvisó en la parte posterior del camión una suerte de cucheta y, con ayuda de dos tablas suspendió un tanto la lona y así podía ver yo el fugaz paisaje: sabanas o colinas, árboles o palmas y los eternos verdores de nuestros campos. En suma, monotonía y monotonía...
Pero también monotonía dentro de mí. Cumplida ampliamente la mayoría de edad seguía yo practicando a diestra y siniestra la recitación y la masturbación: yo lo recitaba todo desde la prosa hasta los versos y me masturbaba tanto física como mentalmente, esta línea de menor resistencia era una mullida almohada adonde mi cabeza se reclinaba impúdicamente.
Expresar los pensamientos ajenos y evadir todo contacto real con el sexo se había convertido para mí en una mecánica cotidiana, matizada por el tantalismo que ponía yo en todos mis actos, si no llegué a chocar con la imbecilidad fue debido a una especie de contra yo que analizaba mis actuaciones, quiero decir que algo me advertía constantemente de la falsedad de mis reacciones y me pinchaba para que saliera del impasse, he ahí por que viajaba yo en un camión.
La Habana me curaría del recitador y del masturbador; aprendería esa técnica impostergable que consiste en contar el sueño de nuestra existencia y echándome en los brazos del primer hombre conocería por fin el sexo tal y como yo lo entendía.
Tales reflexiones me iba haciendo mientras sus ruedas me alejaban de la provincia, y como quiera que las generalidades llevan a las particularidades, me encontré, de súbito, totalmente erotizado, con el audaz pensamiento de que conmigo viajaban dos hermosos y nobles hombres con los cuales podría poner en práctica mis eróticos ensueños.
Dicho y hecho, aprovecharía la próxima parada del camión en uno de esos descampados que los choferes escogen para escapar un tanto a la angustia del volante y allí sería Troya...
Me ayudaría la Naturaleza —frescas brisas, árboles copados, si es posible, hasta murmurante arroyuelo y el tibio calor del sol entre los ramajes. Y también esa otra Naturaleza, la humanidad, y sobre todo, ésa de los hombres de los cuales, había leído que son a tal punto sexuales que desconocen toda discriminación en cuanto a satisfacción sexual se refiere.
Sí; todo se conjugaría y esta vez me tocaría a mí ser arrojado del paraíso. Hasta ese momento yo era una triste presa del Señor y, sin duda, el diablo quería su parte; me abandoné a endiabladas ensoñaciones: ¡oh, supremo instante en que el ángel me arrojaría hacia el valle de las lágrimas! ¿Y a cuál de los dos mecánicos escogería yo como instrumento de mi liberación? ¿Sólo a uno o a ambos? Yo había también leído, como se lee en las descripciones de viajes famosos, que en casos desesperados la elección puede ser fatal, que es preciso echar mano a cualquier recurso y que pararse en pelillos puede significar la muerte del viajero...
Entonces, si no lograba separar a uno del otro, mediante acción rápida, propondría a los dos desempeñar el papel de Adán, y digo Adán y digo paraíso y digo ángel, porque en mi obligado papel de recitador ya me había disparado hacia una suerte de retórica, que, por otra parte, iba anunciando que todo pararía en vanas palabras.
Y así fue, lo de dicho y hecho fue dicho y hecho, mas... dentro de mí. A los pocos minutos el camión se había detenido en un lugar punto por punto igual al descrito por mi imaginación. Desde ese instante —inicio de una realidad que yo temía— un sudor frío me inundó todos los miembros: me quedé paralizado, y una pierna que dejaba ver su carne fue descubierta automáticamente con una punta de la lona. ¡Ahí estaba ya: templo que se opone a que sea rasgado su velo! Sentí que los mecánicos se acercaban, entonces me tiré totalmente la lona por encima y me hice el dormido.
Pero ellos, alegres y riendo ruidosamente, me sacaban del camión y me señalaban un lugar encantador. Tan pálido debí mostrármeles que me preguntaron si me sentía enfermo. Hice que no con la cabeza y salté del camión. Nos internamos en el campo y ya comenzaba a serenarme cuando advertí que mi amigo llevaba en la mano una botella de ron. Me eché a temblar de nuevo: era que la vista de la botella —argumento poderoso para convencer al más reacio y despertar al más embotado— me llenaba de pavor.
Así era yo: cuando las cosas llegaban a un plano de inmediato cumplimiento iniciaba la vergonzosa retirada. ¿Adónde habían ido a parar mis audacias de hacía unos minutos? Todo aquel paisaje sensual, todo aquel erotismo bajo una lona se había diluido y veíame parado como un corredor al que se le ha interpuesto un obstáculo en plena carrera.
Topamos con el inevitable arroyuelo y allí nos detuvimos. El ayudante de mi amigo me miraba de soslayo y advertí en su mirada que me examinaba con la misma curiosidad que un animal cualquiera examina a otro de una especie diferente; sentía que medía su fortaleza por mi debilidad y a tal punto se sintió protector que me ofreció por asiento la piedra más pulimentada. En seguida me alargó la botella y me dijo desplegando una irónica risita si no quería tomar un poco de agua después del trago. Entonces mi amigo comenzó la consabida charla sobre las mujeres. En menos tiempo del que empleo para contarlo aquí me describieron unos coitos complicadísimos y, aunque mi desconocimiento en materia de psicología masculina era bien superficial, me percaté de que todo obedecía a esa táctica viejísima que consiste en dejar traslucir lo extranormal mediante alusiones a lo normal. Todo ello corregido y aumentado con la inevitable excitación que cualquier relato erótico nos procura. Pero todos sus cálculos fallaron, porque mis inexorables moiras de la recitación y la masturbación se interpusieron y me vi, yo también, imbécil y medroso, relatando unas imaginarias hazañas habidas con docenas de mujeres.
Hablé hasta por los codos y tanta «masculinidad» desplegué que ellos se vieron constreñidos a ese desdén calculado que es de rigor entre connotados tenorios. Había fracasado una vez más y mi residencia en el paraíso se prolongaba. Volvimos al camión bajo un silencio de muerte y ya no paramos hasta la entrada de la capital.
Mis primeros contactos en el terreno así dicho del arte los hice con dos tipos de gente en extremo dudosas. Las primeras formaban fila en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras; las segundas eran muchachos inclinados a lo bello, sensibles, amantes de las bellas artes. Unas y otras eran homosexuales y tras un estudio detenido de las mismas nunca se podía saber si eran homosexuales porque aspiraban a ser artistas o si aspiraban a serlo porque eran homosexuales.
Por otra parte resultaba algo muy revelador el hecho de que la mayor contribución de homosexuales a los cuadros universitarios fuese dada por la Facultad de Filosofía; ninguna de las restantes Facultades podía exhibir siquiera la cuarta parte de los de aquélla.
Eran muchachos pálidos, nerviosos, que no «perdían» un concierto, que hablaban afectadamente y hacían versos. Me encontré con que todos y cada uno eran poetas, con libro o sin él, que en los patios buscaban ansiosamente a nuevos reclutas, se olían y reconociéndose comenzaban por la confesión lírica para llegar abruptamente a la confidencia homosexual. Naturalmente, yo había escogido por carrera la de Filosofía y Letras. ¡Cómo podía no ser así! Entre el corazón anatómico y el poético no podía dudar; me quedaría siempre con el poético.
Digo esto porque pienso en nuestra brillante hornada de invertidos líricos estudiando la carrera de Medicina a merced de fríos profesores de anatomía y deportivos muchachos. No, nosotros, con verdadero instinto animal, nos habíamos replegado a la sombra de Minerva: alguno de entre los profesores quizás si nos comprendiese y hasta compartiese nuestras inquietudes...
Y asimismo para el buen éxito de nuestros insatisfechos ensueños eróticos nos era imprescindible lo Bello: podrían revirarse los ojos, caer en éxtasis, suspirar, si leíamos un verso de Dante o de Keats; la vista de una lámina que mostrara un vaso sagrado del templo de Amón o el Rapto de Proserpina nos autorizaría a vernos transmutados en el sacerdote o en la diosa... Sí, no podíamos ser sino estudiantes de Filosofía y Letras, adorar de rodillas la Belleza y coleccionar objetos de arte.
Pero quedaba, en esta sospechosa arqueología intelectual, un «renglón» no menos importante. Me refiero a las llamadas «antigüedades», sembradas, regadas y recolectadas por los homosexuales de garçonnière. A poco de haber entrado a una de tales garçonnières el amigo que nos presentara al dueño de casa rogaba a éste que nos mostrase su «antigüedad» o «antigüedades».
El anfitrión, bajando la vista y lleno de rubor se apresuraba a ponernos delante de los ojos todo lo antiguo de que era poseedor. En el ochenta por ciento de los casos este homosexual de garçonnière era persona muy inculta, pero como se había corrido la voz entre los del oficio que las «antigüedades» eran espirituales, que daba «cachet» el poseerlas, él se apresuraba a adquirir, por lo menos, una.
Ahora bien, dichos invertidos se cansaban muy pronto de sus «antigüedades». Se levantaban una buena mañana diciendo que ya no podían pasar frente a la paloma de plata tal, o al plato de porcelana o a los candelabros de bronce sin experimentar un fuerte fastidio. Entonces se llamaban por teléfono y se proponían los trueques más pintorescos.
Porque resultaba, con arquetípica frivolidad homosexual, que X se había enamorado de la antigüedad que precisamente daba ya náuseas a Z, y en esto podríase establecer un ajustado paralelismo en lo que a elección y posesión de hombres se refería. Antigüedades y hombres iban y venían por la ciudad, se intercambiaban y a menudo se tapaba uno con esto: la antigüedad y el hombre de X, vistos en su casa la semana última los veríamos hoy en la garçonnière de Z, extremo que procuraba un fuerte desasosiego y confusión puesto que no se encontraba en el momento una explicación del fenómeno.
Comprobé entonces que tanto el estudiante de filosofía y letras como el homosexual de garçonnière tenían algo muy en común conmigo. ¡Ellos también recitaban y se masturbaban según todos los matices y en todas las acepciones! No bien plantado todavía en la capital y ya estaba fuertemente metido en el mismo juego. El único cambio radicaba en la variedad; en la provincia yo me masturbaba y recitaba en soledad; aquí, en La Habana comenzaba a hacerlo en compañía; en compañía dudosa y lacrimosa, llena de corbatas chillonas, de frasquitos de perfume, de antigüedades y objetos de arte...









...







La Inundación




La Habana era un cementerio la noche del treinta y uno de diciembre. Excluyendo a los bien enterados (no creo que muchos) el resto de la Capital no sospechó que Batista huiría esa noche. La expectación. (sin duda, fue una noche expectante) no era el resultado de una corazonada es decir, presuponer que el Gobierno "haría sus maletas", mas por el contrario el resultado de una interrogación: ¿seguiríamos padeciendo a Batista a todo lo lamo del año que ya no se nos encimaba? Cinco minutos antes de las doce, dejamos el partido de canasta, y abrimos la sidra. Digan lo que digan, el habanero no combatiente descorchó y brindó por el nuevo año. No por ello habrá que anatematizarlo. El hecho de tomar una copa en circunstancia tan dramática contribuía a hacer más patente el drama que estábamos viviendo. Grité fuerte al hacer mi brindis: ¡Viva la Revolución! No lo hacía tanto por espíritu de bravata como por que en tal grito iban implícitos confianza y esperanza. Entre los que luchaban con exposición de su vida por la libertad de Cuba y los que anhelábamos dicha libertad había la íntima conexión de este grito ¡Viva la Revolución!, que horas más tarde se anunciaría triunfante.
Después, salimos a la calle. El reloj marcaba las doce y media. En 12 y 23, las gentes se mostraban silenciosas, a mil leguas del bullicio que significa una noche de Año Nuevo. Al pasar por la Avenida de los Presidentes, vimos pasar a gran velocidad varios autos del Gobierno. Dijimos: "Esta gente es la única que se divierte esta noche". Ni por un momento sospechamos que ya estaban huyendo.
De esta huida desenfrenada hay docenas de anécdotas. Sean ciertas o inventadas (para el caso es lo mismo) hay una que con el decursar del tiempo será antológica. La escena tiene lugar en casa del Presidente del Tribunal de Cuentas. Este señor daba una gran fiesta para despedir el siniestro 1958 cubano. Cien parejas invitadas. Ríos de champán y, presumiblemente, pases de cocaína. Rumbas frenéticas y lánguidos calypsos. ¡Después de mí_ el diluvio! Es decir, la Revolución. En efecto, a las cinco de la madrugada un amigo telefonea al dueño de casa para confiarle que Batista acaba de huir. Pero ocurre que el Presidente del Tribunal de Cuentas está tan borracho que toma la advertencia por broma, la tragedia por comedia. Y vuelve al salón y cuenta el chiste del amigo. Uno de los invitados. menos borracho no toma la cosa tan a broma. A su vez, llama por teléfono, confirma la noticia, —Mane. Theces, Phares" reaparece al cabo de los siglos, en un palacete del Country. Desbandada general: las mujeres chillan, dejan olvidadas sus estolas y sus capas de visón; todos corren en busca de sus autos, los confundidos, se pisotean unos a los otros, se lanzan miradas de reproche, y todo eso a las cinco de la madrugada, es decir, con los restos de la noche y la terrible claridad de un día ominoso para ellos.

Y comenzó la inundación. Al principio, y a pesar del ímpetu avasallador que llevaba en si misma, se mostró como ese hilo de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo, como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se podría llamar la "oportunidad del pueblo". Esta oportunidad se caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder =es el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir: parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones: todo lo que traducía la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fué tirado patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo omnímodo, con plenos poderes, con derechos de horca y cuchilla, Es un espectáculo grandioso por cuanto ve plasmarse inopinadamente ese sueño de Poder que él, también, quisiera detentar. Vi en la esquina de Carlos III e Infanta a dos hombres que desviaban los vehículos a su entero capricho. Había mucho de infantil en este juego pero también la añoranza en pequeño del gigantismo del Estado. Una mujer gritaba como poseída: "Yo hago lo que me sale del ... ", y lucía tan majestuosa e imponente como Isabel I mandando a decapitar al Conde de Essex. En el bar "Rock and Roll]", (calzada de Ayestarán) vi a un nuevo Atlas coger la caja contadora y hacerla pedazos contra el suelo. Billetes y monedas saltaron alocadamente, pero ninguno de esos dioses justicieros osó apropiárselos. He ahí la honradez de un minuto sagrado. Como el cubano no es solemne no pasó, por ejemplo, lo que en Argentina a la caída de Perón. Allí la gente se abrazaba y besaba ceremoniosamente en las calles. Acá la gente se quitó la losa del pecho a grito pelado y no tuvo que llegar al acto de abrazar y besar pues nuestro pueblo está continuamente abrazando y besando con la mirada.
Y de pronto surgieron los milicianos. En este sentido, tuvimos sorpresas que llegaron hasta la estupefacción. Un mecánico que vive en el apartamento contiguo al nuestro bajaba las escaleras con el brazalete del M. 26.7 y un revólver al cinto: como siempre lo había visto con otra clase de hierros, no podía dar crédito a mis ojos. Después supe que había expuesto su vida cien veces, que en su casa se confeccionaban brazaletes, tenían lugar reuniones secretas- Yo estaba maravillado. No pasaba un minuto sin que éste u otro `inofensivo" vecino de mi barrio apareciera armado hasta los dientes. He aquí la hora solemne del darse a conocer: "¿Pero tú también estabas metido en esto? Nunca lo hubiera sospechado... ¿Te acuerdas de mi hermano de quien te dije que estaba en Nueva York? Pues entérate ahora que estaba escondido en casa de mi sobrina- . . " Y así por este tenor. Como si hubiera llegado la hora del juicio Final y todos nos reconociéramos. La gente más insospechada, esa de la que pensábamos que se limitaba a soportar la dictadura con los brazos caídos, surgía de todas partes al conjuro de Revolución -palabra mágica. Se contaban estos milicianos por centenas. La noche del día primero me ocurrió una pequeña aventura con ellos. Debido a la huelga general, declarada en horas de la mañana, me vi obligado a caminar desde mi casa en Ayestarán hasta el Parque Central. Al llegar a la esquina de San Rafael y Amistad, un miliciano me pone su fusil en las manos y me ruega tome su lugar hasta tanto él pueda regresar. Me ha confundido con uno de sus compañeros, pues llevo una camisa negra con adornos en rolo. Maquinalmente tomo el fusil y hago mi posta de veinte minutos. Como parece que las acciones bélicas no están escritas en el libro de mi vida, estos veinte minutos transcurren plácidamente. Sin embargo, yo me sentía en "situación". Me vino a la mente los paseos que Hugo cuenta en su Journal con ocasión de la Comuna de París en 1871. Aquí también, en la ciudad de la Habana, en una isla del Caribe, salía a respirar, a pleno pulmón, el aire de la libertad, y por supuesto, el olor de la pólvora.
En La Habana había tanta expectación por ver a los barbudos como aquella de los siboneyes cuando el desembarco de Colón. ¿Qué es un barbudo? -se preguntaban los habaneros con la misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿.qué es un bárbaro? El día dos de enero La Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos,
¿Qué es un barbudo? habrá siempre que insistir sobre la pregunta. Y la respuesta nos pasma de asombro. Un barbudo --Fidel Castro-- no es ni más ni menos que Napoleón durante la campaña de Italia. ¿Y quiénes son Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Efigenio Almejeiras. Che Guevara si no pura y simplemente Ney, Oudinot. Lannes, Massena, Soult...? En un siglo de guerras nucleares, los grandes capitanes no son concebibles. Sin embargo, Fidel Castro y sus lugartenientes, aunque parezcan anacrónicos, resultan tan reales y efectivos como la bomba atómica. Fidel desembarcando en las playas de Oriente es Napoleón mismo desembarcando en el go1ro Juan, es decir, el águila, "volando de campanario en campanario hasta París".
Al mismo tiempo los barbudos concentran sobre ellos la atención mundial. Para empezar: relegan el yulbrinismo a un plano muy secundario. Abundancia capilar, condottieri. César Borgia, Renacimiento... A propósito de esto: edades del mundo y cuadros de grandes pintores deambulan por las calles habaneras. Los tiempos bíblicos con Jesús y sus doce apóstoles, juntos o desperdigados, podremos verlos en la esquina del Hilton. Hay también Botticelli, Ticiarno, Andrea del Sarto, Piero de la Francesca. Remhrandt y Durero... He visto en San Lázaro e infanta a uno de los músicos del “Concierto Campestre" de Giorgione: un barbudo que frisa en la cincuentena puede ser perfectamente el autorretrato de Leonardo y ese otro "barbudo" lampiño de apenas quince abriles el de Rafael. Y todo esto al estado puro sin afectación, con maneras encantadoras y sin nada de la insolencia del "Miles Gloriosus".
Como era de esperar, esta inundación trajo la otra. Visto la circunstancias en que se produce (y de hecho se produce con cada cambio de gobierno) yo la llamaría la "inundación patética". Me refiero a los burócratas -posesionados o sin posesionar. Patetismo en los que tratan de retener su cargo: patetismo en los que luchan por encalarse. Común denominador de ambas falanges: guerra de nervios. De paso diré que uno de los "Doce Trabajos de Hércules" de la Revolución será el exterminio del monstruo de la Burocracia. Porque sucede que todos esperan todo del presupuesto nacional. Esta guerra de nervios se significa por intrigas, por bajezas, por lo que en lenguaje popular se denomina "empujadera", y también por humillación, por fracasos y por terrores ante el desempleo.
En sus aguas revueltas la gran inundación burocrática trae la fauna más variada: peces grandes y chicos, pulpos: pirañas devoradoras y ávidos tiburones. También tipos que nos recuerdan personajes célebres: el "judío Errante", "Falstaff 'Tartufo", "El Buscón", "El Lazarillo de Tormes"; Juanas de Arco a granel. Madame de Maintenon a medio la docena, Saras Berhnard a tres por un centavo y Marylines Monroe regaladas. Este el aspecto cómico, El trágico se da en diálogos copio el siguiente: "¿Desde cuando viene usted al Ministerio? Pues vengo desde el primero de febrero" "¡Qué diré yo entonces, que vengo desde el 10 de enero! "¿Tiene esperanzas?" No crea, las estoy perdiendo: todos los días lo mismo, es decir "vuelva mañana, lo suyo camina..,"
¿Y que decir de las caras? Reflejan atroces sufrimientos. Ese mismo sufrimiento de quien estando en un barco a punto de hundirse, no cuenta entre los elegidos a ocupar un espacio en los botes. Un viejo burócrata acostumbra pararse horas enteras debajo del arco de una escalera. Como el marco es demasiado bajo, el pobre viejo debe mantenerse encorvado, y esta posición parece la definición de la culpabilidad. Se comprenderá que altas r: :unes de estrategia lo fuerzan: frente al arco de la escalera se ve una puertecita por la que saldrá, en el momento oportuno (Dios mío. ¿cuándo es el momento oportuno?) el personaje que tiene en sus manos (o que el pobre viejo se figura que está en ellas) su salvación. También escucho cuando una jovencita dice con cara despavorida a tina amiga: "Te juro que hoy es el ultimo día que piso este Ministerio". Y todo este juramento y otros mas para volver al día siguiente, a las mismas sonrisas serviles, a las mismas puertas, a la misma desesperación. Este ejército encogido, este ejército con el arma precaria de la imploración defiende una causa, que las más de las veces, está perdida de antemano. Y detrás de todo esto; de la pulcritud de las ropas, lograda, Dios sabe a que precio; de la falsa sensación de seguridad; de la obstinación en no darse por vencido, está el Hambre, el desamparo, la frustración y a veces, hasta el suicidio.
En estos días del triunfo revolucionario -mitad paradisíacas, mitad infernales- no podían faltar en la gran inundación los escritores. Me sorprendió grandemente que en vez de una gota de agua aportaran Nilos y Amazonas... No podía dar crédito a mis ojos. ¡Cómo! ¿Dónde yo contaba diez o doce habría que contar doscientos, acaso quinientos o quién sabe si mil? La inundación ilustrada (o la ilustración inundada. léase copio se quiera) anegó en su mar de tinta las planas de los periódicos: en estos días se ha hecho más "literatura" en Cuba que en una década. ¡qué digo! que en cincuenta años de República, No hay que aclarar que estos escritores son poetas de la Revolución o prosistas de ella, y la clandestinidad de sus escritos (salvo contadas excepciones) data del primero de enero, Y como es de esperar, también son ellos los que más ruido hacen, los que más exigen y los que más poder tienen. Este tipo de escritor, que de hecho es todo una fauna singular, lo es de pasada. Su verdadera personalidad habría que buscarla en el periodista o en el profesor. Dedicación máxima a lo uno o lo otro, y mínima al ejercito de la literatura. En tal sentido hemos visto, en estos días de inundación, hechos memorables. En una asamblea tenida en la Sociedad Lyceum llevaron la voz cantante, poniendo de manifiesto que en Cuba significa la misma cosa el escritor con obra hecha que el escritor sin ella; que la audacia es factor decisivo sobre la calidad; que ser escritor y nada más que escritor, es la negación de todo crédito, y que los empeñados en serlo tendrán la más amarga de las muertes: la muerte civil. Y tanto el verdadero escritor no significa nada en nuestro país que en una Mesa Redonda, promoteada (el adjetivo es atroz, pero hay que estar a tono) por el Canal Doce, sus integrantes eran: un profesor, una profesora y cuatro periodistas. El tema a discutir: Defensa de la Cultura. Revelador, no es cierto. ¿Así que ningún escritor? ¿Pero ni uno solo? Sin embargo, Como tenemos fe en esta Revolución pensamos que ella no es niveladora de un plano único, y que las cosas, en el literario se podrán en su punto. El buen escritor es, por lo menos, tan eficaz para la Revolución como el soldado, el obrero o el campesino. Sépase, pues, de una vez por todas.

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