31 de enero de 2009

Giorgio Caproni














Giorgio Caproni nació en Livorno en 1912.  Entre sus libros más importantes figuran: Come un'allegoria (1936), Cronistoria (1943), Il passaggio d'Enea (1956), Il seme del piangere (1959), Il muro della terra (1975), Il Conte di Kevenhuller (1986), etc.

Traducción: Pedro Marqués de Armas




CLARO



Dónde nos extraviamos...
Nos separamos...

No
es una indicación.

No
es una interrogación.

Una exclamación,
acaso.

(O un desfallecimiento.)

Un viento
quebradizo socava la frente
ya desmontada.
¿Es miedo?

El bosque se ha transformado
en un claro espantoso.





ATQUE IN PERPETUUM, FRATER...




Cuánto invierno, cuánta
nieve he atravesado, Pedro,
para venir a verte.

¿Y qué me esperaba?

El hielo
de tu muerte, y toda,
toda esa nieve blanca
de febrero -la negrura
de tu fosa.

También yo
dije las palabras
de turno.

Pero sólo,
Pedro, para decirte adiós,
adiós para siempre, yo
que en tí tenía al único y verdadero
amigo, hermano.






TODO



Lo han quemado todo.
La iglesia. La escuela.
El ayuntamiento.

Todo.

También la hierba.

Incluso,
junto al cementerio, el humo
de la chimenea, el horno.

Indemne,
la arena amanece sola
y el agua: que hace temblar
mi voz y refleja
la desolación de un grito
sin origen.

La gente
no sabes ya dónde está.

Quemada también la taberna,
el autocar.

Todo.

No queda ni siquiera el luto,
ni el gris, para esperar la sola
(inexistente) palabra.






A MI HIJO ATTILIO MAURO
QUE TIENE EL NOMBRE DE MI PADRE



Llévame contigo lejos
…lejos
a tu futuro.

Sé mi padre, y llévame de la mano
donde raudo es y seguro
tu traza de Irlanda
-el arpa de tu perfil
rubio, y ya más alto que el mío
que se inclina hacia la hierba.

Y guarda
de mí este recuerdo vano
que escribo mientras la mano
me tiembla.

Y rema
conmigo en los ojos a lo largo
de tu futuro, mientras oigo
(no odio) el sordo
batir del tambor
que redobla -como mi corazón: en nombre
de nada- la Consagración.






Versos encontrados en Silvana..


(inf. XXIV, 91, 92, 93)



La mona capuchina,
la huesped de media jornada
ha partido. Se ha marchado
a su oscuro destino. Ella, la exiliada,
tan sola como mi alma. Como
la vuestra un día cualquiera, quizá
más desnuda que ella
y espantada.





CELEBRACION



Los muertos por la libertad.
Quién lo iba a decir.

Los muertos.


Por la libertad.

Están todos sepultos.

30 de enero de 2009

Thomas Bernhard
















UN HORRIBLE VACÍO



No puedo explicarle ahora mi vida, ni lo que soy. No, eso no se puede hacer. Necesitaría tres mil páginas y posiblemente se me olvidarían aún las cosas importantes, que se me ocurrirían luego. Para eso haría falta otro volumen complementario. Lo esencial se me olvidaría en esas tres mil páginas, y en mi lecho de muerte diría: ¡Santo Cielo!, ahora veo lo más importante de todo, ahora, al mirar desde un lecho de muerte, eso lo explicaría todo de otra manera, no tiene ningún sentido.
Hay que llegar a todo por sí mismo. Uno no tiene ninguna tarea ni nada parecido. Tareas sólo tienen los colegiales y los que obedecen a sus maestros.
Y entonces pierdo de algún modo las ganas, porque no tengo ya nada que hacer, eso es lo idiota. Por eso he tenido que tener siempre una compensación y hacer algo, aunque fuera absurdo. Pero da igual. Como las mujeres, que tienen que sacudir incansablemente alfombras para tranquilizarse y poder freír sus tortillas. Todo ser humano se busca algo parecido. De algún modo siento un —¿cómo se llama ese famoso vacío?—, un horrible vacío, desde hace un año. ¿Qué puedo hacer ahora? No me interesa ya nada. Pero bueno, siempre ocurre algo, aunque sea una desesperación pura, algo llega siempre. Y entonces lo explotaré otra vez. Porque la vida es una explotación. Y uno se precipita sobre lo que sea, otra persona o uno mismo, no sé. Todo eso no conduce a nada.
Eso me recuerda dónde estuve ayer, en casa de un campesino, que me contó que un tabernero, al que yo también conocía, había muerto de pronto, aunque podía preverse desde hacía un año, pero sin embargo, de pronto, tenía un pie totalmente podrido, y desde luego hubo mucha gente en su entierro, y uno de ellos, ex carnicero y posadero, que había sido anteriormente oficial de carnicero pero tenía ya más de sesenta años, tuvo que llevar una cruz, de dos metros, enormemente pesada... siempre tienen, cuando llevan algo así, una especie de soporte de cuero, donde va metida la cruz. Y sólo hace falta sujetarla, pero no cargarla. Sin embargo, no encontraron el soporte y el hombre tuvo que llevar la cruz durante dos horas, y le pusieron encima además una corona, y entonces él se derrumbó y ahora estaba en cama, también listo. Ahora me acuerdo.







...






Al cementerio van mis pies


Al cementerio van mis pies,
por mil años entran al cementerio,
a la tierra que huele al mortero de las ánimas
y a los dedos de los gitanos.
Al cementerio van mis pies,
por mil años entran al cementerio,
al viento,
y a las voces de la tierra.
Al cementerio van mis pies,
por mil años entran al cementerio,
a la fuente del ruido,
a la carne,
a los pesares que hay en los corazones y los oprimen,
y a los cántaros negros
de los que el vino
de los ahumaderos y los enterradores,
el vino de los dioses campesinos
va ascendiendo.



...




En el jardín de la madre


En el jardín de la madre
junto con mi rastrillo los astros
que cayeron mientras estaba ausente.
La noche es cálida y mis miembros
despiden aquel origen verde,
flores y follaje,
el grito del mirlo y el rechinar de un telar.
En el jardín de la madre
piso con mis pies desnudos las testas de las serpientes
que a través del portón mohoso se asoman
con sus lenguas de fuego.

Del cuerpo escrito o la piedra que viaja





Un poema es la imagen misma de la vida expresada en su eterna verdad. 1 Lo puedo comprobar así tan claro leyendo varios de los escritos por Albis Torres (1947 - 2004), que ahora son publicados a manera de obra póstuma en el libro La habitación más tibia.
2 La poeta nunca puso demasiado interés en reunir en un cuaderno su obra lírica. Sin duda es un volumen de sugerente portada donde apreciamos una poesía bajo el hechizo neto de imágenes y sensaciones, donde asistimos - y sépase que es uno de los principales motivos que hace que conciba estas líneas - a la revelación de la naturaleza íntima y pública de la mujer: hermosa y fuerte en su fragilidad; víctima y héroe de su sacrificio. En resumen, el esplendor de una imagen navegando sobre el dolor de una imagen. Ella, como todas, habita el sitio de una lucidez no plácida, un esplendor veteado que pide a gritos no se mutile la naturaleza que entrega. Es curioso en la poeta la forma en que se mueve el pensamiento dentro de su discurso. Es el frente y su doble y el imán de su opuesto. Y llega a ser guerrera contra el despojo de un mundo espiritual que es telúricamente físico. Sus mejores poemas en el libro son aquellos donde penetra el mundo de lo femenino con una cuchilla sin dolor, percibiendo como nadie se abate por su propia culpa o sus propios recuerdos como debiera, que son también una especie de culpa. Hay un juego de esencias y apariencias muy bien vertido en estos poemas: la verdadera imagen dura de lo femenino es suplantada por signos totales de fragilidad y ternura, que en la mujer son sólo elementos que pugnan en una dialéctica donde lo violento y lo crudo potenciarán su peso. La sabiduría desengañada de lo femenino está allí serena en los símbolos duros donde aguarda sin piedad la impiedad, sobre la piedra, "vestida por azar de cuanta cosa hermosa le negó el camino".
3 Todo esto quizás ocurre porque "las mujeres deben aprender el amor, la idealización y la mitologización de sí mismas, lo que hizo posible para los hombres pensar en ellos como personas. El primer paso consiste en reconocer que una es una mujer, y empezar a descubrir lo que eso puede significar".
4 Los diversos motivos de los que se vale la autora para conformar la atmósfera de desgarramiento y pugna contra el desarraigo son unidos a través de efectivas elipsis. Véase si no el poema "El nido del ave ciega lo forra Dios", de título efectivo y del que puede afirmarse que si existen novelas de iniciación, este es sin duda un poema de iniciación. Es curiosa la enunciación de este poema: parece la del hijo que se canta a sí mismo, al tiempo la del padre que descubre su fragilidad y sus heridas vueltas a levantar sobre sus propios hijos. Igualmente me llama la atención el asunto de cómo se coloca la sujeto lírico ante el hombre. Asistimos siempre a un despliegue incansable, activo, aunque aún en lo inimaginado, misterioso e improbable saborearía el peso de la culpa.
5 Lo femenino es representado por una metáfora al parecer absurda y nimia a los ojos del hombre. Quedan expuestos a través de un trozo de parábola los perfiles de la psicología masculina con desnudez, crudeza e ironía, donde esta última es un tramo de realidad cerrado en la medalla: culpable de sentir, pensar y elevarse. La mujer atrapada en un rol que no la representa verdaderamente y del que errando partirá, sin renunciar a las estancias y fugas ridículas que le impone. Mirta Yáñez sitúa entre los cambios de los tópicos que a lo largo del desarrollo de la poesía escrita por mujeres se verifica entre las escritoras cubanas los siguientes que bien se avienen a los empleados por Albis Torres: el tono irónico acerca de la pareja, protesta ante rezagos de la moral conservadora y machista, rechazo explícito a mantenerse dentro de los roles secundarios; autorreconocimiento de su posición en el mundo; desgarramiento por la tierra perdida y un discurso conscientemente desmitificador de los códigos exaltadores de lo «eterno femenino»”.
6 Y si habláramos de cosmovisión no pudiéramos hacer otra cosa que citar un fragmento de ese hermoso texto que es "¿Por qué, si no sé ir, llegar espero?", como su prologuista, Sigfredo Ariel:

Hay mitos que nadie ha fabulado,
Mitos como universos que habitan
Los seres más humildes.
El mío son las olas y un hombre
Que las vio diligentes hacer y deshacer,
El paisaje lunar de las Galápagos.
Y un hombre que no cruzó el océano
E imaginó, mil veces veinte, un viaje sin riberas.

Mi país es ese instante único que ahora mismo
Sucede en todas partes. Orillas de la tierra,
Lugares a los que no sé ir ni puedo
Y llego sin embargo

7 Donde dialoga acompasadamente con sus ancestros Dickinson, Avellaneda y Martí, que reconocen siempre la inconmensurabilidad del pensamiento en su interacción con el mar.

Para estos poemas "es posible una tercera categoría: ni logrado, ni malogrado: vergonzoso, marcado, floreado de imaginario", como diría Barthes, donde la tenacidad de la ilusión ofrece su huella a lo femenino que inunda de enredaderas su pasado o futuro. Hay dolor, resignación, una belleza que reina en lo cotidiano y una sabiduría de dejar que asciendan sin ser revelados los misterios. Y podemos pensar con la Svietáieva que el estado amoroso y la maternidad se excluyen el uno al otro. La verdadera maternidad es viril. La imagen es la piedra que viaja o que soporta lenta su conversión en polvo. El sitio donde lo poderoso obtiene la impotencia.



Caridad Atencio (1963) Poeta y ensayista





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1- Percy Bysshe Shelley. "En defensa de la poesía". El placer y la zozobra. El oficio de escritor, UNAM, México, 1996, p. 26.
2- Albis Torres. La habitación más tibia. Ediciones Unión. Colección La Rueda Dentada, La Habana, 2007
3- Albis Torres. Ob. Cit., poema "Mujer dormida sobre un potro", p. 12.
4- Laura Chester y Sharon Barba citadas por Diana Bellesi en "Género y traducción" en Diez poetas norteamericanas. Antología, Ediciones Angria, Caracas, p. 10.
5- Véase el poema "Ciencia Ficción".
6- Mirta Yáñez. "Poetisas sí". Introducción a Álbum de poetisas cubanas, Editorial Letras Cubanas, 1997, p. 35.
7- Albis Torres. Ob. Cit. P. 21. La Avellaneda dice en su poema "Al mar":

Ni el vuelo de la mente tus límites alcanza
Prosigue, ¡mar, prosigue tu eterno movimiento,
[...]
Pues eres noble imagen del móvil pensamiento,
Que es como tú grandioso, con calma y tempestad.


Martí en otra tesitura, dialoga con estos versos pero con un matiz invertido:

Para que el hombre los tallara, puso
El monte y el volcán Naturaleza -
El mar, para que el hombre ver pudiera
Que era menor que su cerebro.


"Mujeres" de Versos libres

C. Atencio. "La fibra y la mirada: unas notas a la poesía de la Avellaneda" en Revista Honda, n. 10, 2004, p. 38.

"Qué parecido hay entre esta idea y la de Emily Dickinson:

El cerebro-
Es más amplio que el cielo

[...]

El cerebro es más hondo que el mar



Emily Dickinson: 60 poemas, p. 51. Lo que quizá puede ser explicado por la gran afinidad de ambos escritores con el pensamiento emersoniano" C. Atencio. Circulaciones al libro póstumo. Editorial Oriente, 2005, Santiago de Cuba, 2005, p. 18.

Julio Mitjans

Santa Clara, 1965. Ha publicado los libros Venía diciendo y Alejándose del resto. Ganador de los premios Calendario y Dador, colabora asiduamente con publicaciones periódicas cubanas y extranjeras. Es fundador de la editorial Sed de Belleza y miembro de la Asociación de Escritores de la UNEAC.






Memoria del otro
Para luis



—todo parece real— dices—
y ruedas por mi cuerpo
agua insomne sin llegar a la noche.
No tuvimos lenguaje de mudos, era una llama
igual al frío de un sable, que no se espera
y termina refugiándose en uno.
Dos cuerpos abandonados en los escombros,
rápidos los días, premuras de la concordia,
vidas que casi hilvana la confianza.
Tras otro aire fuimos a repasar las calles de ayer,
las distancias que aún nos quedan,
la frágil edad del reencuentro, la encrucijada
y como en el cinematógrafo
vamos en la memoria del otro, que nos acusa
diciendo:
—Parece real.



...



Cómplices má non tropo



Vivian Sánchez que espera estos versos

No es más que el sobre salto de sabernos cerca
un mazo de viento cruza entre nosotros
y arrastra eso que llamamos alegría.
Los amantes siempre se alejan
ese es el único sendero para darse alcance
Pudiera decir:
—No busques en mí lo que en ti no encuentro
un ahogado flota a la deriva entre tu cuerpo y mi vida.
Cambiar el signo pudiera: vas troceando esta rama
como el carnicero ante sus clientes.
camina hacia ti
un oficio vulgar también purifica.
No se puede resumir una vida en cansancio
escucha el ruido de estos sentimientos
y dime cómo declaro que no me amas.

29 de enero de 2009

Ernest Jandl














Ocho poemas de Ernest Jandl (Viena, 1925-2000). Publicó cerca de cuarenta libros, cinco obras dramáticas, y una docena de radiodramas. Traductor de John Cage y Gertrude Stein al alemán.

traducción de Francisco Díaz Solar



testigo ocular

veo lo que veo
y entro y salgo de ahí
cuando ya no vea la mosca
veré todavía el ratón
cuando ya no vea el ratón
veré todavía el perro
cuando ya no vea el perro
veré todavía el caballo
cuando ya no vea el caballo
veré todavía el elefante
cuando ya no vea el elefante
veré todavía el edificio empire state
y entro y salgo de ahí
y veo lo que veo



poema desafinado 1

señor afinador de pianos
no, de poemas
quise decir, dice
el padre del poema. debiéramos
como uno de pianos –tener
un afinador de poemas.
aquí algo desafina. todo
suena falso,
señor afinador de pianos,
no, de poemas
venga rápido, grita
el padre del poema,
venga aquí, venga aquí,
aquí donde estoy, le ruego



siete hijos


¿y cuántos hijos tiene usted? –siete
dos de mi primera mujer
dos de mi segunda mujer
dos de mi tercera mujer
y uno
uno pequeñito
sólo mío



antes de entonces


dos, que lo son todo uno para el otro.
todo, eso qué es?
todo, eso es el mundo.
y qué es el mundo?
dos, que lo son todo uno para el otro.
hoy como ayer como entonces.
y todos los años desde entonces
cuando decidieron serlo todo
uno para el otro.
y el día antes de entonces?
y los años antes de entonces?
qué tenía importancia antes de entonces
sin este amor canibalesco?



del brillar


cuando tu haber perdido el confiando en tu mismo como un
escribidor: cuando tu haber perdido el confiando en las propias
creatividades; cuando tu haber perdido los métodos, las técnicas
para dirigir a los vivos y los muertos; cuando tu haber perdido
el componiendo de palabras frases; cuando tu haber perdido
absolutamente las palabras, todas las palabras, tu no tener
ya ni una sola palabra; entonces tu tal vez
vas empezando brillar, señalar en las noches camino
a hienas, tú fosforescente carroña



circo y reloj de pulsera

para h. g. adler

no me pongan reloj!
no me pongan reloj!
Este tirón en el brazo.
este tiempo sujeto con hebilla.
Y teatro no.
Circo sí, circo sí.
Pero teatro no.
El cirquero es cirquero.
¿pero quién es el actor?
Hace el papel de alguien que no es.
El cirquero es cirquero!
Reloj no. Teatro no.




tú no estás aquí
seguro que no estás aquí
dónde tú estás
tienes que descubrirlo tú mismo
dando por supuesto que tienes
que descubrir dónde estás
aquí no estás de ninguna manera
aquí nada más estamos nosotras
ciento noventa letras




dios es rojo y su carne salvaje
brota de pieles desgarradas
son sus ojos amarillos succionadores
bolas de lágrimas en las cuales
están flotando los astros
incluyendo a la tierra.
gases son el mensaje que brota
de los huecos que tiene por bocas,
de dentaduras de tiburón está cubierto
su cuerpo informe.
uno que se escupe a sí mismo es dios,
surtidor de sangre que se devora a sí mismo,
un miembro procreador que se quedó trabado
en su propio cerebro



antípodas


una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una mesa
y bajo esta
un piso
y bajo este
un cuarto
y bajo este
un sótano
y bajo este
un planeta
y bajo este
un sótano
y bajo este
un cuarto
y bajo este
un piso
y bajo este
una mesa
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja



descripción de un poema

con los labios cerrados
sin mover boca y garganta
acompañar cada inhalación y exhalación
con la frase
pensada despacio y sin voz
te quiero
de manera que cada entrada del aire por la nariz
coincida con esa frase
cada salida del aire por la nariz
y el tranquilo subir
y bajar del pecho



la butaca con letrero


Para harry & angelika

yo tiene un butaca
tener escrito JANDL detrás
cuando yo alguna vez no saber
si ser yo o no ser yo
mi bastar con sentarme
y esperando hasta que por detrás
algún venir y me decir al oído


evita tu vida


eres un hombre, pariente de la rata
niega a dios.
nada comiences, para que no tengas que terminar nada.
no te comenzaste –fuiste comenzado.
reventarás, lo quieras o no.
tener suerte: matarte y matar a tu madre en el parto.
busca una sola cosa: tu muerte rápida indolora.
responde a pedidos de ayuda con oídos sordos.
usa tu pensamiento para olvidarlo todo.
borra el amor de tu vocabulario.
quema tu diccionario.

respírate hasta morir

28 de enero de 2009

Amor de ciudad grande





José Martí



De gorja son y rapidez los tiempos.
Corre cual luz la voz; en alta aguja,
Cual nave despeñada en sirte horrenda,
Húndese el rayo, y en ligera barca
El hombre, como alado, el aire hiende.
¡ Así el amor, sin pompa ni misterio
Muere, apenas nacido, de saciado!
Jaula es la villa de palomas muertas
Y ávidos cazadores! Si los pechos
Se rompen de los hombres, y las carnes
Rotas por tierra ruedan, no han de verse
Dentro más que frutillas estrujadas!

Se ama de pie, en las calles, entre el polvo
De los salones y las plazas; muere
La flor el día en que nace. Aquella virgen
Trémula que antes a la muerte daba
La mano pura que a ignorado mozo;
El goce de temer; aquel salirse
Del pecho el corazón; el inefable
Placer de merecer; el grato susto
De caminar de prisa en derechura
Del hogar de la amada, y a sus puertas
Como un niño feliz romper en llanto;
Y aquel mirar, de nuestro amor al fuego,
Irse tiñendo de color las rosas,
Ea, que son patrañas! Pues ¿quién tiene
Tiempo de ser hidalgo? ¡Bien que sienta,
Cual áureo vaso o lienzo suntuoso,
Dama gentil en casa de magnate!
O si se tiene sed, se alarga el brazo
Y a la copa que pasa se la apura!
Luego, la copa turbia al polvo rueda,
Y el hábil catador-manchado el pecho
De una sangre invisible-sigue alegre
Coronado de mirtos, su camino!
No son los cuerpos ya sino desechos,
Y fosas, y jirones! Y las almas
No son como en el árbol fruta rica
En cuya blanda piel la almíbar dulce
En su sazón de madurez rebosa,
Sino fruta de plaza que a brutales
Golpes el rudo labrador madura!

¡La edad es ésta de los labios secos!
De las noches sin sueño! ¡De la vida
Estrujada en agraz! ¿Qué es lo que falta
Que la ventura falta? Como liebre
Azorada, el espíritu se esconde,
Trémulo huyendo al cazador que ríe,
Cual en soto selvoso, en nuestro pecho;
Y el deseo, de brazo de la fiebre,
Cual rico cazador recorre el soto.

¡Me espanta la ciudad! Toda está llena
De copas por vaciar, o huecas copas!
¡Tengo miedo ¡ay de mi! de que este vino
Tósigo sea, y en mis venas luego
Cual duende vengador los dientes clave!
¡Tengo sed; mas de un vino que en la tierra
No se sabe beber! ¡No he padecido
Bastante aún, para romper el muro
Que me aparta ¡oh dolor! de mi viñedo!
¡Tomad vosotros, catadores ruines
De vinillos humanos, esos vasos
Donde el jugo de lirio a grandes sorbos
Sin compasión y sin temor se bebe!
Tomad! Yo soy honrado, y tengo miedo!

Fragmentos del Diario























José Martí



Mayo 12. -De la Travesía a la Jatía, por los potreros, aun ricos en reses, de la Travesía, Guayacanes y la Vuelta. La yerba ya se espesa, con la lluvia continua. Gran pasto, y campo, para caballería. Hay que echar abajo las cercas de alambre, y abrir el ganado al monte, o el español se lo lleva, cuando ponga en La Vuelta el campamento, al cruce de todos estos caminos. Con barrancas como las del Cauto asoma el Contramaestre, más delgado y claro y luego lo cruzamos y bebemos. Hablamos de hijos: Con los tres suyos está Teodosio Rodríguez, de Holguín: Artigas trae el suyo: con los dos suyos de 21 y 18 años, viene Bellito. Una vaca, pasa rápida, mugiendo dolorosa y salta el cercado: despacio viene a ella, corno viendo poco, el ternero perdido; y de pronto, como si la reconociera, se enarca y arrima a ella, con la cola al aire, y se pone a la ubre: aun muge la madre. -La Jatía es casa buena, de cedro, y de corredor de zinc, ya abandonada de Agustín Maysana, español rico; de cartas y papeles están los suelos llenos. Escribo al aire, al Camagüey, todas las cartas que va a llevar Calunga, diciendo lo visto, anunciando el viaje, al Marqués, a Mola, a Montejo.- Escribo la circular prohibiendo el pase de reses, y la carta a Rabí. Masó anda por la sabana con Maceo, y le escribimos: una semana hemos de quedarnos por aquí, esperándolo.- Vienen tres veteranos de las Villas, uno con tres balazos en el ataque imprudente a Arimao, bajo Mariano Torres, y el hermano, por salvarlo, con uno: van de compra y noticias a Jiguaní: Jiguaní tiene un fuerte, bueno, fuera de la población, y en la plaza dos tambores de mampostería, y los otros dos sin acabar, porque los carpinteros, que atendían a la madera desaparecieron: y así dicen: "vean como están estos paisanos, que ni pagados quieren estarse con nosotros".- Al acostarnos, desde las hamacas, luego de plátano y queso, acabado lo de escribir, hablamos de la casa de Rosalío, donde estuvimos por la mañana, al café a que nos esperaba él, de brazos en la cerca. El hombre es fornido, y viril, de trabajo rudo, y bello mozo, con el rostro blanco ya rugoso, y barba negra corrida.- "Aquí tienen a mi señora", dice el marido fiel, y con orgullo: y allí está en su túnico morado, el pié sin medias en la pantufla de flores, la linda andaluza, subida a un poyo, pilando el café. En casco tiene alzado el cabello por detrás, y de allí le cuelga en caudal: se le ve sonrisa y pena. Ella no quiere ir a Guantánamo, con las hermanas de Rosalío: ella quiere estar "donde esté Rosalío". La hija mayor, blanca, de puro óvalo con el rico cabello corto abierto en dos y enmarañado, aquieta a un criaturín huesoso, con la nuca de hilo, y la cabeza colgante, en un gorrito de encaje: es el último parto. Rosalío levantó la finca; tiene vacas, prensa-quesos: a lonjas de a libra nos comemos su queso, remojado en café: con la tetera, en su taburete, da leche Rosalío a un angelón de hijo, desnudo, que muerde a los hermanos que se quieren acercar al padre: Emilia de puntillas, saca una taza de la alacena que ha hecho de cajones, contra la pared del rancho. O nos oye sentada; con su sonrisa dolorosa, y al rededor se le cuelgan sus hijos.


Mayo 13. -Esperaremos a Masó en lugar menos abiertos, cerca de Rosalío, en casa de su hermano. Voy aquietando: a Bellito, a Pacheco, y a la vez impidiendo que me muestren demasiado cariño. Recorremos de vuelta los potreros de ayer, seguimos Cauto arriba, y Bellito pica espuelas para enseñarme el bello estribo, de copudo verdor, donde, con un ancho recodo al frente se encuentran los dos ríos: el Contramaestre entra allí al Cauto. Allí, en aquel estribo, que da por su fondo a los potreros de la Travesía, ha tenido Bellito campamento: buen campamento: allí arboleda oscura, y una gran ceiba. Cruzamos el Contramaestre, y, a poco; nos apeamos en los ranchos abandonados de Pacheco. Aquí fue cuando esto era monte, el campamento de Los Ríos, donde O'Kelly se dio primero con los insurrectos, antes de ir a Céspedes. -Y hablamos de las tres Altagracias. - Altagracia la Cubana, donde estuvimos.- Altagracia de Manduley.- Y Altagracia la Bayarnesa. -De sombreros: "tanta tejedora que hay en Holguín".- De Holguín, que es tierra seca, que se bebe la lluvia, con sus casas a cordel y sus patios grandes, "hay mil vacas paridas en Holguín".- Me, buscan hojas de zarza, o de tomate, para untarlas de sebo, sobre los nacidos. Artigas le saca flecos a la jáquima que me trae Bellito.- Ya está el rancho barrido: hamacas, escribir; leer; lluvia; sueño inquieto.


Mayo 14. -Sale una guerrilla para La Venta, el caserío con la tienda de Rebentoso, y el fuerte de 25 hombres. Mandan, horas después, al alcalde; el gallego José González, casado en el país, que dice que es alcalde a la fuerza, y espera en el rancho de Miguel Pérez, el pardo que está aquí de cuidador, barbero. Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en acto: llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo, y en la soledad en que voy, impere acaso, por la desorganización e incomunicación que en mi aislamiento no puede vencer, aunque, a campo libre; la revolución entraría, naturalmente, por su unidad de alma, en las formas que asegurarían y acelerarían su triunfo.- Rosalío va y viene, trayendo recados, leche, cubiertos, platos: va es prefecto de Dos Ríos. Su andaluza prepara para un enfermo una purga de higuereta, de un catre le hace hamaca, le acomoda un traje: el enfermo es José Gómez, granadino, risueño, de franca dentadura: "Y usted, Gómez, ¿cómo se nos vino para acá? Cuénteme, desde que vino a Cuba". "Pues yo vine hace dos años, y me rebajaron, y me quedé trabajando en el Camagüey. Nos rebajaron así a todos, para cobrarse nuestro sueldo, y nosotros de lo que trabajábamos vivíamos. Yo no veía más que criollos, que me trataban muy bien: yo siempre vestí bien, y gané dinero, y tuve amigos: de mi paga en dos años, solo alcancé doce pesos.- Y ahora me llamaron al cuartel, y no sufrí tanto como otros, porque me hicieron cabo; pero aquello era maltratar a los hombres, que yo no lo podía sufrir, y cuando un Oficial me pegó dos cocotazos, me callé y me dije que no me pegaría más, y me tomé el fusil y las cápsulas, y aquí estoy". Y a caballo, en su jipijapa y saco pardo, con el rifle por el arzón de su potranca, y siempre sonriendo.- Se agolpan al rancho, venideros de la Sabana, de Hato del Medio ,los balseros que fueron a preguntar si podían arrear la madera vuelven a Cauto del Embarcadero, pero no a arrearla: prohibidlos, los trabajos que den provecho, directo o indirecto, al enemigo. Ellos no murmuran: querían saber: están preparados a salir; con el Comandante Contiño.- Veo venir a caballo, a paso sereno bajo la lluvia, a un magnífico hombre, negro de color, con gran sombrero de ala vuelta, que se queda oyendo, atrás del grupo y con la cabeza por sobre él. Es Casiano Leyva, vecino de Rosalío, práctico por Guamo, entre los triunfadores el primero, con su hacha potente: y al descubrirse le veo el noble rostro, frente alta y fugitiva, combada al medio, ojos mansos y firmes, de gran cuenca; entre pómulos anchos; nariz pura; y hacia la barba aguda la pera canosa: es heroica la caja del cuerpo, subida en las piernas delgadas: una bala, en la pierna: él lleva permiso de dar carne al vecindario; para que no maten demasiada res. Habla suavemente; y cuanto hace tiene inteligencia y majestad. El luego irá por Guamo.- Escribo las instrucciones generales a los gefes y oficiales.


Mayo 15. -La lluvia de la noche, el fango, el baño en el Contramaestre: la, caricia del agua que corre: la seda del agua. A la tarde; viene la guerrilla: que Masó anda por la Sabana, y nos lo buscan: traen un convoy, cogido en La Ratonera. Lo vacían a la puerta: lo reparte Bellito: vienen telas, que Bellito mide al brazo: tanto a la escolta, -tanto a Pacheco, el Capitán del convoy, y la gente de Bellito, -tanto al Estado Mayor: velas, una pieza para la mujer de Rosalío, cebollas y ajos, y papas y aceitunas para Valentín. Cuando llego el convoy, allí el primero Valentín, al pie, como diciendo, ansioso. Luego, la gente alrededor. A ellos, un galón de "vino de composición para tabaco", -más vino dulce: Que el convoy de Bayamo sigue sin molestar a Baire, repartiendo raciones. Lleva once prácticos, y Francisco Diéguez entre ellos: "Pero él vendrá": el me ha escrito: lo que pasa es que en la fuerza teníamos a los bandidos que persiguió él, y no quiere venir, los bandidos de El Brujito, el muerto de Hato del Medio". -Y no hay fuerzas alrededor con que salirle al convoy, que va con 500 hombres. Rabí, -dicen- atacó el tren de Cuba en San Luis, y quedo allá. -De Limbano hablamos, de sobremesa: y se recuerda su muerte, como la conto el práctico de Mayarí, que había acudido a salvarlo, y llegó tarde. Limbano iba con Mongo, ya deshecho, y llegó a casa de Gabriel Reyes, de mala mujer, a quien le había hecho mucho favor: le dio las monedas que llevaba; la mitad para su hijo de Limbano y para Gabriel la otra mitad, a que fuera a Cuba, a las diligencias de su salida, y el hombre volvió, con la promesa de 2,000 pesos, que ganó envenenando a Limbano. Gabriel fue al puesto de la guardia civil, que vino, y disparo sobre el cadáver, para que apareciera muerto de ella. Gabriel vive en Cuba, acusado de todos los suyos: su ahijado le dijo: "Padrino, me voy del lado de usted, porque usted es muy infame". -Artigas, al acostarnos pone grasa de puerco sin sal sobre una hoja de tomate, y me cubre la boca del nacido.


Mayo 16. -Sale Gómez a visitar los alrededores. Antes, registro de los sacos, del Teniente Chacón, Oficial Díaz, Sargento P. Rico, que murmuran, para hallar un robo de 1/2 botella de grasa.- Convicción de Pacheco, el Capitán: que el cubano quiere cariño, y no despotismo: que por el despotismo se fueron muchos cubanos al gobierno y se volverán a ir: que lo que está en el campo, es un pueblo, que ha salido a buscar quien lo trate mejor que el español, y halla justo que le reconozcan su sacrificio. Calmo, -y desvío sus demostraciones -de afecto a mí, y las de todos. Marcos, el dominicano: "¡Hasta sus huellas!" De casa de Rosalío vuelve Gómez.- Se va libre el alcalde de la Venta; que los soldados de la Venta, andaluces, se nos quieren pasar.- Lluvia, escribir, leer.


Mayo 17. -Gómez sale, con los 40 caballos, a molestar el convoy de Bayamo. Me quedo escribiendo con Garriga y Feria, que copian las Instrucciones Generales a los gefes y oficiales -conmigo doce hombres, bajo el Teniente Chacón, con tres guardias, a los tres caminos; y junto a mí, Graciano Pérez. Rosalío, en su arrenquín, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba de casa, el almuerzo cariñoso: "por usted doy mi vida". Vienen, recién salidos de Santiago, los hermanos Chacón, dueño el uno del arria cogida antier, y su hermano rubio, bachiller y cómico, -y Jose Cabrera, zapatero de Jiguaní, trabado y franco, -y Duane, negro joven, y como... en camisa, pantalón gran cinto, y... Avalos, tímido, y Rafael Vázquez, y Desiderio Soler, de 16 años, a quien Chacón trae como hijo. -Otro hijo hay aquí, Ezequiel Morales, con 18 años, de padre muerto en las guerras. Y estos que vienen, me cuentan de Rosa Moreno, la campesina viuda que le mandó a Rabí su hijo único Melesio, de 16 años: "allá murió tu padre: ya yo no puedo ir: tú ve". Asan plátanos, y majan tasajo de vaca, con una piedra en el pilón, para los recienvenidos. Está muy turbia el agua crecida del Contramaestre, -y me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo.

Virgilio Piñera


Los muertos de la Patria



Vamos a ver los muertos de la Patria.

En la pradera del silencio los árboles,
las aves, los saludos
son también muertos que a muertos corresponden.
Fusiles, metralletas y las manos empuñadoras
son sueños arrugados que soñara
un muerto nacido al muerto de los muertos.

Vamos a ver los muertos de la Patria.

En el montón ilustre nadie espera
recompensas, títulos y ni siquiera tierra ;
podrían recabar monumentos, mármoles, honores,
pero eligieron ser muertos de la Patria.

Vamos a ver los muertos de la Patria.

Verlos con nuestros ojos dilatados por la vida.
Hay que tocarlos con nuestras manos,
están como aves posadas en el árbol terrible,
donde el viento no suena,
y en donde la noche misma
se aleja vencida por la Nada.

Vamos a ver los muertos de la Patria.

¡Ay ! - diría yo ese muerto
en quien quedó un asomo
de sonrisa indestructible - :
¿Cómo se muere en el momento
en qué la bala se funde con la risa ?
Y tú
- muerto tirado en esa zanja
con un zapato como casco guerrero en tu cabeza -,
¿qué mago consultaste para estar ahora
de cara al Tiempo y con la Patria adentro ?

Vamos a ver los muertos de la Patria.

23 de enero de 2009

Guennadi Aigui














Chuvashia, 1934.





AL VIENTO


A Y.S.


Algo queda...





1

Son sus cosas y hay mucho calor en ellas
y, calor- despide su paso
y su casa también despide calor
estos arboles nos hacen sentir bien y la hierba cómodos
como si resplandecieramos juntos
(y de ese modo fugaz pasa mi felicidad: soplo de viento
entre las cosas de su propia casa)






2




parezco atormentado aunque me sienta bien
en este frío terrible-cómodo
cubierto por el faldón de un abrigo
en suave espera
feliz junto al hogar
y sopla la ventisca por la aldea
no conozco otro pueblo (oh, tan santo-popular
como una madre!)

Almelio Calderón
















Poeta cubano (1966). Publicó Las provincias del alma (1991) por la Editorial Letras Cubanas.Ha publicado en diferentes revistas nacionales e internacionales.Reside en Valencia , España.








HACIA LA ESCRITURA



UN SOL MAL-HERIDO vuelve de sus naufragios,

estalla en la fuente de mi alma.


La metáfora se extiende frente al desgarramiento.


Sólo flota bajo el cielo de mi existencia el rumor de este

silencio y las primeras pulsaciones del atardecer.


El poema no es la perplejidad de dios?

La poesía no es el ideograma de la,superficie?

Las palabras no son sombras que pueblan la página

en blanco?


Leo a Wallace Stevens con sus propios nervios.

El sol se inclina sobre las escrituras.







....






LA LONGITUD DE UN PAJARO QUE PASA TRAZANDO

LOS ENORMES RIOS DEL ATARDECER




LA CIUDAD DISPERSA SUS VOCES, sus vibraciones, su virginidad.

Se disipan los días, me acechan en su quietud.

Se aproximan las nevadas.

La desolación enciende sus luces.

La longitud de un pájaro pasa trazando los enormes ríos

del atardecer y picotea algunos trozos de mi ser que he

olvidado sobre las páginas de un libro de Borges.

Afuera está lloviendo y oigo latir una luz.

Marina Tsvetáieva



















Nostalgia del país natal, morboso ánimo
sobre el que hace tiempo lo sé todo.
Me es ya indiferente
dónde vivir sintiéndome sola,

por qué calles regresar a casa
con la compra del día,
a una casa tan poco mía
como un hospital o un barracón.

Poco me importa entre qué gente
he de sentirme prisionera,
quién me tendrá a su merced,
quien me ahuyentará, extranjera,

hacia mis afectos maltratados.
Como un oso sin guarida,
dónde sobrevivir, sin arraigo,
dónde humillarme, me da igual.

También de mi lengua materna
sé evitar la llamada de leche.
Qué me importa, pues, el idioma
en que no han de comprenderme los otros.

(El lector de toneladas de papel,
ese consumidor, ordeñador de bagatelas...)
Él es del siglo veinte; yo, en cambio,
soy de cualquier siglo.

Inerte como una viga abandonada
en la avenida al pie de un árbol,
todos y todo me dan igual
y tal vez menos que igual.

Lo que antes me era querido,
aquello que me marcaba - hechos,
fechas -se ha borrado:
alma sin brújula...

Mi país me ha arrojado tan lejos,
que un sabueso, creo, no percibiría,
ni pasando mi alma por un fino tamiz,
el menor rastro de mi nacimiento.

Todo me da igual, todo me es ajeno.
Templo o casa: extraño, vacío.
Pero si al borde del camino
viera alzarse un arbusto y fuera un serbal...



***


Amor


¿Alfange? ¿Fuego?

Más simple, sin tanto ruido.


Dolor familiar, con la palma a los ojos,

como a los labios el nombre

de un hijo.

19 de enero de 2009

Homenaje

José Martí


Acurrucado: se quedó en esqueleto: se consumió sin morir: se le cayeron los ojos: le queda poco pelo en las cejas, y un tufo sobre la frente en el cráneo mondado: se le conoce que vive en que tiembla: a retazos caido el vestido: lacras de hueso por entre el vestido podrido: omóplato desnudo. Vivo que no pudo amar. ¿Por qué está así? Le quieren arrancar a la fuerza su secreto. Se defiende con los huesos, se aprieta con las manos el lugar del corazón. De entre los huesos empolvados sale el amor, con un cuchillo de plata fina, un cuchillo diminuto, cabeza de mujer, hoja de lengua, que lo atraviesa de parte a parte, y cuando le arrancan el dolor, rueda por tierra, muerto.


Cuaderno de Apuntes 18

El hundimiento del Titanic

Hans Magnus Enzensberger


Traducción de Heberto Padilla (tomado del libro homónimo)



Canto III


Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
Mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!

Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo –es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años-
los extrañamente esperanzados días de la euforia.

En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestros pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.

Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más –es difícil especificar
qué era realmente- y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria por estrenar.

En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven – ¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar –pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.

Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.

Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
-hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.

Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos –yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo-
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.



Canto IX


Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos
en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto,
el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla
endurecidas por el sudor y la melaza: ¡qué gente tan superflua!
En las entrañas de La Habana la miseria ancestral
continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja
y vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde,
la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes
se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche
“el pueblo” hacía paciente cola para comer pizza.
Pero en el Hotel Nacional, en los salones frente al mar,
donde hace mucho tiempo solían cenar los gangsters, los senadores,
con emplumadas reinas del striptease
sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina,
deambulaban ahora un puñado de trasnochados
trotskistas de París, que se sienten
“dulcemente subversivos”, tirándose unos a otros bolitas
de pan y citas de Engels y Freud.

Cena 14 de abril de 1969
(Año del Guerrillero Heroico)
Cóctel de langostinos
Consomé Tapioca
Lomo a la parrilla
Ensalada de berro
Helados

Más tarde emergían en cubierta, en blanco y negro,
unos cuantos jugadores vestidos de etiqueta,
y damas en largos vestidos con perlas, ante mirones
en albornoz que lanzaban trozos de hielo al descuido,
poco antes de medianoche, en una película de Hollywood.
Era cerca de medianoche, el aire estaba húmedo y cálido.
Niños semidesnudos invadían el destartalado cine
en la Calzada de San Miguel, riendo y trepándose
en las butacas sucias. La imagen era sombría y borrosa,
el sonido era rayado: una copia malísima.
En el blanco entablado de cubierta, Barbara Stanwyck
saltaba de una lado a otro con Clifton Webb, las imágenes danzaban,
y de pronto, como siempre, de la necesidad surgió el caos.
No olvides el revólver, querido, piensa en
tus esmeraldas, en los sándwiches,
en tu manuscrito. Y tú, lleva la Biblia,
y tu pequeño cerdito de hojalata que toca “Másese”
cada vez que le tuerces el rabo, tu pequeño cerdito
de hojalata de colores, ¡qué no se te olvide!

Delegaciones. Mulatas. Comandantes. En el comedor
los hambrientos poetas de Paraguay siguen discutiendo
con los trotskistas en una nube de tabaco.
En las escaleras de incendios, los jóvenes delatores
que tararean suaves rumbas y los checos
con sus relojes y sus negocios sucios.

Incluso antes que el miedo, te golpea el ruido como un puño. El oído
agredido no puede asimilarlo. Son tus pies los que te advierten:
El caso rechina, un vapor estruendoso sale de las chimeneas.
Las calderas se apagan, las mamparas caen,
los motores se detienen. Ahora todo está quieto,
súbitamente quieto. Una sensación de modorra,
como si uno hubiera despertado de una pesadilla
a las cuatro de la madrugada en la habitación del hotel,
y escuchara atento. No hay señales de vida.
Hasta el frigorífico está en silencio. Con gusto
acogeríamos ahora cualquier sonido,
un chasquido de la caldera,
un ladrón, un registro de la policía…
Nunca volverá todo a estar tan seco y quieto como ahora.



La Habana 1969-Berlín 1977

UN CUENTO DE FELISBERTO HERNANDEZ

EL  ACOMODADOR

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro —donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas— quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises, en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio: No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en la penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.
Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado: eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían ajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de mi cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguía despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.
Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos; todas las caras se dirigían hacia él; pero no los ojos; ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oían picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras la sostenía el cristal de la copa.
A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alojamiento de los invitados. Cuando el "director" apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiaba por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a poco centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía, pero no les alcanzábamos la mano.
Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: “Me voy a morir”. En seguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: “¡Apúrate, hipopótamo!”. Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.
Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.
Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?
Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero —donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo—, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado del borde; tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de un puente. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.
Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.
Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.
En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ella vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.
El hall del gran comedor daba a una calle; pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo; era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atreví a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
—Me gustaría hablarle de un asunto particular; pero tengo que pedirle reserva.
—Usted dirá, señor.
—Yo... —ahora él miraba el piso y esperaba— tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...
—Comprendo, señor.
—¡Comprende, no! —le contesté irritado—. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
—Dije que comprendía sus palabras, señor; pero ya lo creo que ellas me asombran.
—Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación —la de los sombreros— y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
—Pero, señor —decía él—, si en ese momento viniera...
—Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
—¿Y para qué?
—Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta; y en seguida le diré...
—Lo más pronto que pueda, señor...
Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:
—¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
—Bueno, me basta, señor.
—Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...
Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
—¡Qué pañuelo sucio!
Él también se rió; pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía la mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara; y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:
—¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.
En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera —donde se ubicaba el dueño—. El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando traía el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:
—¡Señor, usted me va a perder!
—Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
—¿Pero qué quiere el señor de mí?
—Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.
Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
—Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años...
A mí me daba pena; y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
—Todo eso es inútil, puesto que él no se enterará; además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta la tres.
—Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
—No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.
Y en el instante de irme le repetía:
—Esta noche, a las dos, estaré en esta puerta.
Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: “Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más”. Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí; y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.
Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no habría resistido la tortura de la amenaza, le habría contado todo al dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:
—Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso, y quiero tener el cuerpo cómodo.
Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubiera necesitado mucho tiempo. Apareció arrastrando un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
—Volveré a las tres.
Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo; pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la rechazó diciendo:
—Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.
En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe; pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre el que cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último, aquello descendió por las piernas y se anuló en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisaba con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil, a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó al irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otras detrás de mí. Ahora me pude levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que me decía porque le castañeteaban los dientes postizos.
Ya sabía que en la próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas —que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella—; otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.
Cada noche los hechos eran más parecidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubieran podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.
A veces, el mayordomo me decía:
—¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!
Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado para recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro. Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: “Querido mío, yo te mentía...” Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era el vestido blanco de novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había transmitido al perro una idea, y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: “Tú te dejas llevar, pero tú piensas en otra cosa”.
Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.
Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al río. Mis piernas estaban cansadas; pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en la dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaba a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente: yo también tropecé con una gorda que me dijo:
—Mirá por donde vas, imbécil.
Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta inasistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor duda. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos, y en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y, aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe qué desenlace. Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas a un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que me pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O esperar tal vez algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo —ni siquiera ella lo sabía—, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.
A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra: primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. En seguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina; pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si en seguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé de nuevo a hacer el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:
—Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó...
Apenas me quedé sólo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:
—¡Todavía está aquí!
Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos ésta: “No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación”. Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:
—¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
—No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y ella me caminaba por encima...
El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: “No esperaba esta complicación”.
El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
—Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.
Él también recobró su orgullo:
—No llamaré a la policía porque usted ha sido mi invitado; pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.
Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle “mugriento”. Pero en seguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.
En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.

Goy Persson














Suecia, 1930.







UNA ESPECIE DE BALADA



Me abandonaste por la colectividad
aunque en el fondo nunca estuviste de mi lado
pero me río de eso y de lo que no ha sido
te borro tanto de mi
interior como de mi carne
aunque nunca
me he dedicado a especular
ni te he pasado en limpio, ni te he purgado
todas las naturalezas que pueden afectar
al hombre
entiendo que el alma era
bovina y provista de cabellos
flotando en el agua cotidiana
entonces ¿qué me había esperado?


Eran esos días
cuando los ciruelos al crecer
pesaban contra el pilar de la naturaleza
y el tronco se agrietó y se dividió
su centro como el hombre
cuando la sabiduría se vuelve demasiado grande
y el cuerpo sobrepasa sus anillos anuales
el orden cae y nadie puede ya siquiera
mantener respeto estructural

En esos días de agosto que no sólo se apropiaron
de la mitad del ciruelo
sino cuando también supe que Kem Smith
estaba muerto
- había atrapado la enfermedad legionaria
en el mismo hotel
en que vivimos en la Habana y estuvo mucho tiempo
en el respirador, se animó un instante y luego murió
el 20 de mayo - tanto tiempo necesitó
la información para alcanzarme
fue cuando supe que la bella Mercedes
directora de la Casa de Poesía Silva
se había quitado la vida.


Esos días de agosto
fueron tiempo de extinción
se trataba tanto de aquellos que habría que mirar
varias veces para considerarlos logrados
como de aquellos autoproclamados
que relampaguitos de la sociedad
colgaron de la escalera de seguridad
poder e impotencia del poder
tanridículos detrás de los marcos dorados
que se vuelven fondo del cual
no han podido salir
un zonzo, un papa, un cuerpo encerrado
atravesado de hormigas
atraidas por agua azucarada


Se había apartado al rescoldo de tus ojos
desaparecido rapidamente como cuando
un castaño pierde su erótica humedad
y permanece cansado en la piel
y la carne se transforma en medida
los ocasionales avanzaban con culos
balancéandose como morrales
alguien explicaba que el término gringo
procede de los mexicanos
que decían a los americanos green go, green go
porque querían
que desaparecieran de su vista
all is clear todo está bien, tan sencillo era


Patéalos hasta que los testículos se azuleen
esos son de lo peor pese a que
dibujan estéticos mondrianes alrededor
de sus relamidos argumentos y moralejas
patéalos hasta que los testículos se azuleen
hasta que los denarios de sus ventajas
caigan de sus chaquetas de seda y de los bolsillos de sus vaqueros


Fue una de esas raras noches
cuando se veían tan claras las estrellas en el cielo de
Londres como cuando Ken Smith
frenó en seco
en La Habana y parecía como si pudiera
cambiar toda su cosecha poética por las estrellas
continuamente
presentes en el cielo de La Habana
cuando la libertad cayó sobre mis ojos
como al apretarse un limón sobre
el arenque apanado


En algún lugar he leído que
quien lee o escibe poesía
debe ser caliente como una estufa de azulejo
la estufa estaba fría
no podía ni escribir
ni leer lo que había escrito
vi mis articulaciones endurecerse
como vientre o cola de cangrejo


Las palabras me prenden por el cuello
la libertad esta palabra miserable que uso
y de la que me colgaré un día
digo a la mierda con la poesía
me pides leer un poema
y casi caigo en la trampa
digo que no se puede escribir
cuando la libertad ha empezado a tartamudear
ha contraído el parkinson ha empezado a mirar fijo
a senilizarse atacada de alzaimer.

4 de enero de 2009

Williams Carlos Williams




Escritor estadounidense, Rutherford (Nueva Jersey)1883-1963. Su obra está vinculada al modernismo y al imaginismo. Fue médico; escribio dramas y prosa variada, es especialmente conocido por su obra poética.

DANSE RUSSE

Si cuando mi mujer está durmiendo
y el bebé y Kathleen
duermen también
y el sol es un blanco disco de fuego
entre brumas sedosas
arriba de árboles resplandecientes;
si yo en mi cuarto del norte
bailo desnudo, grotescamente
ante mi espejo
haciendo flamear mi camisa alrededor de mi cabeza
mientras me canto en voz baja:
"Estoy solo, solo.
Nací para ser solitario,
¡Estoy mejor así!".
Y admiro mis brazos, mi cara,
mis hombros, flancos, nalgas
contra las cortinas amarillas que han sido bajadas.

¿Quién diría que yo no soy
el feliz genio de mi hogar?



Para despertar a una anciana


La vejez :
vuelo de pájaros
que pían
al rozar
pelados árboles
sobre la nieve tersa.
Los sacude
de aquí para allá
un viento oscuro
¿ Y qué ?
Sobre varas ásperas
se posa la bandada,
la nieve
se cubre de cáscaras
de semillas,
un estridente
gorjeo de hartazgo
serena el viento.