22 de junio de 2009

El jinete del aire









por Octavio Paz

A Manuel Calvillo

Un telegrama de México me anunció la muerte de Alfonso Reyes. La noticia me pareció irreal, como si anunciase la muerte de otra persona. Sabía que desde hacía años estaba enfermo y que sólo se aliviaba para volver a recaer; no sabía, o lo había olvidado, que la muerte, siempre esperada, es siempre inesperada. La última vez que lo vi, hace seis meses, la víspera de mi salida de México, me dijo: "Quizá no volvamos a conversar, ya me queda poco tiempo aquí". Y me señaló, con la mirada sus libros. No podría ahora repetir mi respuesta; sin duda fue una de esas frases con las que, no sin hipocresía, a un tiempo tratamos de calmar la ansiedad de los enfermos y nuestro propio, secreto terror ante la muerte. Recuerdo que sentí una absurda vergüenza, como si mi salud fuese algo indiscreto y poco merecido. Reyes se dio cuenta de mi confusión, cambió el tema y alegremente me guió por las espesuras de la poesía hermética.
Admirable prueba de salud moral: en una época sorda a fuerza de gritar, un hombre enfermo, encerrado en su biblioteca, casi sin esperanzas de ser oído, se inclina sobre un texto olvidado y pesa imágenes y pausas, ritmos y silencios, en una delicada balanza verbal. Ante un mundo que ha perdido casi completamente el sentimiento de la forma, al grado de que la frase hecha, después de conquistar periódicos, parlamentos y universidades, se convierte en el medio de expresión favorito de poetas y novelistas, el amor de Reyes al lenguaje, a sus problemas y sus misterios, es algo más que un ejemplo: es un milagro. Pocas veces vi a Reyes tan lúcido, tan claro y relampagueante, tan osado y tan reticente y, en una palabra: tan vivo, como aquella noche en que me hablara, entre una y otra toma de oxígeno, de las delicias y los peligros de Licofrón y Gracián. ¿Falta de humanidad, insensibilidad social, ausencia de sentido histórico? Yo diría: amor a la vida en un tiempo que venera no tanto a la muerte como a la ausencia de vida. El culto a la muerte es una superstición arcaica; nosotros, los modernos, adoramos la abstracción desangrada y el número informe: ni vida ni muerte. El amor, los amores de Reyes, eran distintos: amor a la forma, amor a la vida. La forma es la encarnación de la vida, el instante en que la vida pacta consigo misma.
No, no estamos hechos para la muerte, y Alfonso Reyes, "caballero andante de Mayo", el mes solar, como dice en uno de sus poemas, era el hombre menos dispuesto, filosóficamente, amorir. No porque se rebelase estérilmente contra la idea de la muerte sino porque morir no le parecía una idea, esto es, una razón, algo dueño de sentido. Nunca hizo de la muerte una filosofía, como tantos escritores de nuestra lengua. Más bien la veía como la negación, la definitiva refutación de la idea misma de filosofía. La aceptaba, no sin ironía, como una prueba más de la locura cósmica. En cierto modo, no le faltaba razón: la muerte es el fruto, la consecuencia natural de la vida y, así no es un accidente; sin embargo, es el gran accidente, el único accidente. Y esto, ser contingente y necesaria, la hace aún más enigmática. La muerte es la contradicción universal.
Reyes, el enamorado de la mesura y la proporción, hombre para el que todo, inclusive la acción y la pasión, debería revolverse en equilibrio, sabía que estamos rodeados de caos y silencio. Lo informe, ya como vacío ya como presencia bruta, nos acecha. Pero nunca intentó aherrojar al instinto, suprimir la mitad oscura del hombre. Ni en la esfera de la ética ni en la de la estética ­­menos aún en la política­­ predicó las virtudes equívocas de la represión. A la vigilia y al sueño, a la sangre y al pensamiento, a la amistad y a la soledad, a la ciudad y a la mujer, a cada parte y a cada uno, hay que darle lo suyo. La porción del instinto no es menos sagrada que la del espíritu. ¿Y cuáles son los límites entre uno y otro? Todo se comunica. El hombre es una vasta y delicada alquimia. La operación humana por excelencia es la transmutación, que hace la luz de la sombra, palabra del grito, diálogo de la riña elemental.
Su amor por la cultura helénica, reverso de su indiferencia frente al cristianismo, fue algo más que una inclinación intelectual. Veía en Grecia un modelo porque lo que le descubrían sus poetas y filósofos era algo que estaba ya en su interior y que, gracias a ellos, recibió un nombre y respuesta: los poderes terribles de los hubris y el método para conjugarlos. La literatura griega no le reveló una filosofía, una moral, un "debe ser" sino al ser mismo en su marea, en su ritmo alternativamente creador y destructor. Las normas griegas, dice Jaeger, son una manifestación de la legalidad inmanente del cosmos: el movimiento del ser, su dialéctica. Reyes escribió una y otra vez que la tragedia es la forma más alta y perfecta de la poesía porque en ella la desmesura encuentra al fin su tensa medida y, así, se purifica y redime. La pasión es creadora cuando encuentra su forma. Para Reyes la forma no era una envoltura ni una medida abstracta sino el instante de reconciliación en el que la discordia se transforma en armonía. El verdadero nombre de esta armonía es libertad: la fatalidad deja de ser una imposición exterior para convertirse en aceptación íntima y voluntaria. Ética y estética se enlazan en el pensamiento de Reyes: la libertad es un acto estético, es decir, es el momento de concordia entre pasión y forma, energía vital y medida humana; al mismo tiempo, la forma, la medida, constituyen una dimensión ética, ya que nos salvan de la desmesura, que es caos y destrucción.
Estas ideas dispersas en muchas páginas y libros de Reyes, son la sangre invisible que anima su obra poética más perfecta: Ifigenia cruel. Quizá no sea innecesario recordar que este poema es, entre otras muchas cosas, el símbolo de un drama personal y la respuesta que el poeta intentó darle. Su familia pertenecía al ancien régime. Su padre había sido ministro de la guerra del gobierno de Porfirio Díaz y su hermano mayor, el jurista Bernardo Reyes, era un profesor universitario y un polemista político de renombre. Ambos fueron conservadores y enemigos del gobierno revolucionario de Madero. Su padre murió en el asalto al Palacio Nacional y su hermano, al triunfo de los revolucionarios, se refugió en España y desde allá no cesó de atacar al nuevo régimen. Así, la situación de Alfonso Reyes no era muy distinta a la de Ifigenia: el hermano le recuerda que la venganza es un deber filial; rehusarse a seguir la voz de la sangre es condenarse a servir a una diosa sanguinaria ­­ Artemisa en un caso, la Revolución Mexicana es el otro. Ifigenia decide quedarse en Táuride y Reyes se pone al servicio del régimen revolucionario. Por supuesto, el poema es algo más que la expresión de este conflicto íntimo; visión de la mujer y meditación sobre la libertad, Ifigenia cruel es de las obras más perfectas y complejas de la poesía moderna hispanoamericana.
Reyes escoge la segunda versión del mito. Como es sabido, en esta versión no se consuma el sacrificio de la virgen. En el momento en que Ifigenia debe morir en Áulide para aplacar la cólera del viento, Artemisa substituye su cuerpo por el de una cierva y la conduce a Táuride. Allá la consagrada sacerdotisa de su templo: Ifigenia debe inmolar a todos los extranjeros que llegan a la isla. Un día recoge entre los extraños que un naufrago arroja a la costa, a Orestes. Vence el destino, la ley de la casta: los dos hermanos se fugan, no sin robarse la estatua de la diosa, y regresan al Ática. Reyes introduce un cambio fundamental en la historia, algo que no aparece ni en la obra de Eurípides ni en la de Goethe: Ifigenia ha perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene, Sólo sabe que es "un montón de cólera desnuda". Virgen sin origen, que "brotó como un hongo en las rocas del templo", desde el principio del principio atada a la piedra sangrienta, virgen sin pasado y sin futuro, Ifigenia es un ciego movimiento sin conciencia de sí, condenado a repetirse sin cesar. La aparición de Orestes rompe el hechizo; sus palabras penetran la pétrea conciencia de Ifigenia, que pasa gradualmente del reconocimiento del "otro" ­­el hermano desconocido y delirante, el semejante remoto siempre al redescubrimiento de su identidad perdida. Para ser nosotros mismos, parece insinuar Reyes, es menester reconocer la existencia de los demás. Al recobrar la memoria, Ifigenia se recobra. Está en posesión de su ser porque sabe quién es: virtud mágica del nombre. La memoria le ha vuelto la conciencia; y la devolverle la conciencia, le otorga la libertad. No es ya la poseída por Artemisa, "al tronco de sí misma atada", ya puede elegir. Su elección ­­y aquí la diferencia con la versión tradicional es aún más significativa­­ es inesperada: Ifigenia decide quedarse en Táuride, Le bastan dos palabras ("dos conchas huecas de palabras: no quiero") para cambiar en un instante vertiginoso todo el curso de la fatalidad. Por ese acto reniega de la memoria que acaba de recobrar, dice no al destino, a la familia y al origen, a la ley del suelo y de la sangre. Y más: se niega a sí misma. Esa negación engendra una nueva afirmación de sí Al negarse, se elige. Y este acto, libre entre todos, afirmación de la soberanía del hombre, encarnación fulgurante de la libertad, es un segundo nacimiento. Ifigenia ya es hija de sí misma.
Escrito en 1923, el poema de Reyes no sólo se anticipa a muchas preocupaciones contemporáneas sino que encierra, en cifra, condensada en un lenguaje que participa de la dureza de la piedra y de la amargura del mar, artificioso y bárbaro a un tiempo, toda la evolución posterior de su espíritu. Todo Reyes ­­el mejor, el más libre y suelto­­ está en esta obra. Ni siquiera falta el guiño secreto, el aparte malicioso para el goce de los entendidos, el anacronismo y la señal de inteligencia hacia otras tierras y otros tiempos. Erudición, sí, pero también gracia, imaginación y dolorosa lucidez. Ifigenia, su cuchillo y su diosa, inmensa piedra labrada por la sangre, aluden simultáneamente a los cultos precortesianos y al "eterno femenino", el soneto del monólogo de Orestes es un doble homenaje a Góngora y al teatro español del siglo XVII; la sombra de Segismundo oscurece a veces el rostro de Ifigenia; otras, la virgen pronuncia enigmas como la Hérodiade de Mallarmé o se palpa con el pensamiento como La joven Parca; Eurípides y Goethe, el libre arbitrio católico y los experimentos rítmicos del modernismo y hasta los temas mexicanos (universalismo y nacionalismo) y la querella familiar, todo se funde con admirable naturalidad. Nada sobra porque nada falta. Cierto, nunca volvió a escribir un poema de arquitectura tan sólida y aérea, tan rico de significaciones, pero sus mejores páginas en prosa son una apasionada meditación sobre el misterio de Ifigenia, la virgen libertad.
El enigma de la libertad es también el de la mujer. Artemisa es una divinidad pura y carnicera: es la luna y el agua, la diosa del tercer milenio antes de Cristo, la domadora, la cazadora y la hechicera fatal. Ifigenia es apenas una manifestación humana de esa deidad pálida y terrible que atraviesa los bosques nocturnos seguida de una jauría sanguinaria. Artemisa es un pilar, el árbol primordial, arquetipo de la columna como el bosque es el modelo mítico del templo. Ese pilar es el centro del mundo:

En torno a ti danzan los astros
¡Ay del mundo si flaquearas, Diosa!

Artemisa es virgen e impenetrable; "¿Quién vislumbró la boca hermética de tus dos piernas verticales?" Ojos de piedra, boca de piedra ­­pero "las raíces de sus dedos sorben los cubos rojos del sacrificio, a cada luna". Peña, pilar, estatua, agua quieta, es también carrera loca del viento entre los árboles. Artemisa busca y rehúsa alternativamente, la encarnación, el encuentro con el otro, adversario y complemento de su ser. El abrazo carnal es lucha mortal.
En la obra de Reyes el erotismo ­­en el sentido moderno del término­­ aparece siempre velado. La ironía modera el alarido; la sensualidad dulcifica el gesto terrible de la boca; la ternura transforma la garra en caricia. El amor es batalla, no carnicería. Reyes no niega la omnipotencia del deseo, pero ­­sin cerrar los ojos ante la naturaleza contradictoria del placer ­­busca de nuevo un equilibrio. Si en Ifigenia cruel­­ y en otros textos, algunos publicados y otros inéditos, como la farsa de Landrú­­ el deseo aparece revestido con las armas de la muerte, en los más numerosos y personales su temperamento cordial ­­melancolía, ternura, saudade­­­ calma a la sangre y sus abejas. El epicureísmo de Reyes no es una estética ni una moral: es una defensa vital, un remedio viril. Pacto: no renuncia ni guerra sin cuartel. En un poema de juventud bastante más complejo de lo que revela una primera lectura, dice que en sus imaginaciones identifica a la flor (que es una flor mágica: la adormidera) con la mujer y confiesa su temor:

¡Tiemblo, no amanezca el día
en que te vuelvas mujer!

La flor esconde, como la mujer, una amenaza. Ambas provocan sueño, delirio y locura. Ambas hechizan, es decir, paralizan el ánimo. Para librarse del cuchillo de la virgen Ifigenia y de la amenaza de la flor, no hay exorcismo conocido, excepto el amor, el sacrificio ­­que es, siempre, una transfiguración. En la obra de Reyes no se consuma el sacrificio y el amor es una oscilación entre la soledad y la compañía. A la mujer ("trataba en la obra ­­libre aunque se da y ajena") la tenemos un instante en la realidad.
Y siempre en la memoria, como nostalgia:

Mercedes, Río, mercedes
soledad y compañía,
de toda angustia remanso,
de toda tormenta orilla.

Pacto, acuerdo, equilibrio: estas palabras son frecuentes en la obra de Reyes y definen una de las direcciones centrales de su pensamiento. Algunos, no contentos con acusarlo de "bizantinismo" (hay críticas que, en ciertos labios, resultan elogios), le han reprochado su moderación. ¿Espíritu moderado? No lo creo, al menos de la manera simple con que quieren verlo las inteligencias simplistas. Espíritu en busca de equilibrio, aspiración hacia la medida; y también, gran apetito universal, deseo de abarcarlo todo, lo mismo las disciplinas más alejadas que las épocas más distantes. No suprimir las contradicciones sino integrarlas en afirmaciones más anchas; ordenar el saber particular en esquemas generales­­ siempre provisionales. Curiosidad y prudencia: todos los días descubrimos que aún nos falta algo por saber y que, si es cierto que todo ha sido pensado, también lo es que nada se ha pensado. Nadie tiene la última palabra. Es fácil darse cuenta de las ventajas y riesgos de una actitud semejante. Por una parte, irrita a los espíritus categóricos, que tienen la verdad en el puño; por la otra, el exceso de saber a veces nos vuelve tímidos y nos quita confianza en nuestros impulsos espontáneos. A Reyes la erudición no lo paralizó porque se defendió con un arma invencible: el humor. Reírse de sí mismo, reírse de su propio saber, es una manera de aligerarse de peso.
Góngora decía: "No es sordo el mar: la erudición engaña". Reyes no siempre se libró de los engaños de esa erudición que nos hace ver en la novedad de hoy la locura de ayer. Además, su temperamento lo llevaba a huir de los extremos. Esto explica, quizá, su reserva ante esas civilizaciones y esos espíritus que expresan lo que llamaría la exageración sublime (Pienso en el Oriente y en la América precolombina pero asimismo en Novalis y Rimbaud.) Siempre lamenté su frialdad ante la gran aventura del arte y la poesía contemporáneos. El romanticismo alemán, Dostoievski, la poesía moderna (en lo que tiene de más ariesgado), Kafka, Lawrence, Joyce y tantos otros, fueron territorios que recorrió con valentía de explorador pero sin pasión amorosa. Y aun en esto temo ser injusto, pues ¿cómo olvidar su afición a Mallarmé, precisamente uno de los poetas que encarnan con mayor lucidez la sed de absoluto del arte moderno? Tachado de tibieza en la vida pública, algunos señalan que en ocasiones su carácter no estuvo a la altura de su talento y de las circunstancias. Es verdad. Pero si es cierto que a veces calló, también lo es que nunca gritó como muchos de sus contemporáneos. Si no sufrió persecución, tampoco persiguió a nadie. No fue hombre de partido; no lo fascinó el número ni la fuerza; no creyó en los jefes; no publicó adhesiones ruidosas; no renegó de su pasado, de su pensamiento y de su obra; no se confesó; no practicó la "autocrítica"; no se convirtió. Y así, sus indecisiones y hasta sus debilidades ­­porque las tuvo­­ se convirtieron en fortaleza y alimentaron su libertad. Este hombre tolerante y afable vivió y murió como un heterodoxo, fuera de todas las iglesias y partidos.
La obra de Reyes desconcierta no sólo por su extensión, sino por la variedad de los asuntos que trata. Nada más alejado, sin embargo, de la dispersión. Todo tiende a la síntesis, inclusive esa parte de su producción constituida por notas, apuntes y resúmenes de libros ajenos. En una época de discordia y uniformidad ­­ dos caras de la misma medalla­­ Reyes postula una voluntad de concierto, es decir, un orden que no excluya la singularidad de las partes. Su interés por las utopías políticas y sociales y su continua meditación sobre los deberes de la intelligentsia hispanoamericana tienden el mismo origen que su afición a los estudios helénicos, la filosofía de la historia y la literatura comparada. En todo busca el rasgo individual, la variación personal; y procura siempre insertar esa singularidad en una armonía más vasta. No obstante, concierto, acuerdo o equilibrio son palabras que no lo definen por entero: concordia le conviene mejor. La merece más. Concordia no es concesión, pacto o compromiso sino juego dinámico de los contrarios, concordancia del ser y lo "otro", reconciliación del movimiento y el reposo, coincidencia de la pasión y la forma. Oleada de vida, vaivén de la sangre, mano que se abre y se cierra: dar y recibir y volver a dar. Concordancia, palabra central y vital. Ni cerebro, ni vientre, ni sexo, ni mandíbula: corazón.
La muerte es la única proposición irrefutable, la única realidad innegable. Al mismo tiempo, tal vez por el exceso de realidad que manifiesta, por esa brutalidad con que nos dice que la presencia es ausencia, la muerte infunde un aire de irrealidad a todo lo que vemos, sin excluir al mismo muerto que velamos. Todo está y no está. Nuestra realidad última no es sino una definitiva irrealidad. Podría decirse, modificando levemente un verso de Borges: la muerte, minuciosa de irrealidad. Reyes está aquí y no está. Lo veo y no lo veo. Como en su poema:

Pasa el jinete del aire
montado en su yegua fresca,
y no pasa: está en la sombra
repicando las espuelas.

Reyes cabalga aún. En la sombra relucen sus armas: la mano y la inteligencia, el sol y el corazón.


París, 4 de enero de 1960


Cuadernos, París, No. 41 (marzo-abril 1960) pp. 4-8

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