3 de septiembre de 2011

Jaroslav Hašek





















EN LA RETAGUARDIA
(primera parte)


El buen soldado Svejk en la prefectura
(Capítulo dos) 


El atentado de Sarajevo llenó la prefectura de detenidos. Los llevaban uno tras otro. El viejo funcionario de la oficina de ingreso decía con voz bondadosa:
-¡Este Fernando os costará un ojo de la cara!
Svejk fue a parar a una de las muchas celdas del primer piso, donde se encontró en compañía de seis hombres. Cinco de ellos estaban sentados a una mesa, y en un rincón, como si se quisiera separar del grupo, había un hombre de mediana edad sentado encima de un catre.
Svejk los interrogaba sobre la causa de su arresto. La respuesta de los cinco patibularios era siempre la misma:
-A causa de Sarajevo.
-A causa de Fernando.
-A causa del asesinato del archiduque en Sarajevo.
-Por lo de Fernando.
-Porque en Sarajevo han matado al archiduque.
El sexto, que se apartaba del resto, dijo que no quería tener nada que ver para que las autoridades no sospechasen de él; si estaba allí era sólo por haber intentado robar y asesinar al masovero de Holice.
Svejk se sentó a la mesa de los conspiradores, que contaban ya por enésima vez cómo se habían metido en aquel lío.
Salvo uno, a todos los habían detenido en un bar, en una cervecería o en un café. La excepción era un señor extremadamente gordo, con gafas y con los ojos enrojecidos de tanto llorar, que había sido arrestado en su casa porque, dos días antes del atentado de Sarajevo, había pagado la consumición de dos estudiantes serbios del instituto politécnico en la taberna de Brejska, y porque el detective Brix lo había visto borracho en la taberna Montmartre de la calle Retezová, donde también había pagado sus consumiciones.
Durante el interrogatorio preliminar, había contestado a todas las preguntas gimiendo siempre la misma cantinela:
-¡Tengo una papelería!
La respuesta también había sido siempre la misma:
-Eso no es ninguna justificación.
El señor bajito a quien detuvieron en una taberna era profesor de historia y, en aquel instante, contaba al tabernero las circunstancias de diversos atentados. Lo arrestaron en el momento preciso en que concluía el análisis con las palabras siguientes:
-La idea de un atentado es coser y cantar.
-Y a usted le espera la cárcel -dijo el comisario de policía durante el interrogatorio, completando de esta manera la máxima del profesor.
El tercer conspirador era presidente de la asolación benéfica Amigos del Bien de Hodkovicky. El día del atentado, Amigos del Bien organizaba una fiesta con un concierto al aire libre. Un guardia de la gendarmería interrumpió la celebración, ordenando que acabasen allí mismo la fiesta porque Austria estaba de duelo; entonces el presidente de Amigos del Bien le pidió bondadosamente:
-¡Un momento de paciencia, deje que la orquesta acabe «Eh, eslavos»!
Ahora estaba sentado con la cabeza gacha y gemía:
-En agosto se celebran nuevas elecciones presidenciales y si no vuelvo antes a casa es posible que no me elijan otra vez. Es la décima vez que soy presidente. No sobreviviré a tanta vergüenza.
El difunto Fernando había hecho una mala pasada también al cuarto detenido, un hombre de carácter puro y de conducta irreprochable. Durante dos días había evitado cualquier conversación sobre Fernando, hasta que una noche, mientras jugaba una partida de cartas en un café, dijo, matando al rey de bastos con el siete de oros:
-Siete balas, como en Sarajevo.
El quinto hombre, el mismo que había dicho que se encontraba allí «a causa del asesinato del archiduque en Sarajevo», tenía el pelo y la barba erizados de horror, de manera que su cabeza recordaba a un perro faldero.
Este hombre no había dicho ni una palabra en el restaurante donde lo habían detenido; ni tan sólo había leído los artículos de los periódicos sobre el asesinato de Fernando. Cenaba a solas cuando, de repente, se le acercó un señor, se le sentó delante y dijo seguidamente:
-¿Lo ha leído?
-No.
-¿No sabe nada?
-No.
-¿Ni de qué se trata?
-No sé nada y me da igual.
-Pero esto le tendría que interesar.
-No sé por qué me habría de preocupar. Yo me dedico a fumar un puro, a beber unas jarras de cerveza con la cena y no tengo por qué leer el periódico. Los periódicos dicen mentiras. ¿Para qué enfadarse?
-¿De manera que a usted no le interesa ni el asesinato de Sarajevo?
-A mí los asesinatos me resbalan, ya pasen en Praga, en Viena, en Sarajevo o en Londres. Para eso están las autoridades, los tribunales y la policía. Si alguien se deja matar, lo tiene bien merecido por burro e imprudente.
Éstas fueron sus últimas palabras en aquella charla. A partir de aquel momento, no hacía nada más que repetir cada cinco minutos:
-¡Soy inocente, soy inocente!
Éstas eran las palabras que gritaba a la puerta de la prefectura. Seguramente las repetiría durante el traslado al tribunal de Praga, y con estas palabras en los labios entraría en la celda de la prisión.
Después de haber oído aquellas historias terribles de los conspiradores, Svejk consideró oportuno aclarar a los presentes que la situación de todos era absolutamente desesperada.
-Veo muy negro nuestro asunto -dijo a modo de entradilla de su discurso—. Lo que decís vosotros, o sea, que no os puede pasar nada, que a ninguno de nosotros nos puede pasar nada, no es verdad. ¿Para qué sirve la policía sino para que nos castigue por no haber tenido pelos en la lengua? En este tiempo tan peligroso en que matan a archiduques a tiros, nadie debería extrañarse si lo meten en la prefectura. Es cuestión de completar el espectáculo y promover a Fernando antes del entierro. Cuantos más seamos, mejor. Cuando yo estaba en la mili, a veces encerraban a la mitad de la compañía. ¡Y la de personas inocentes que condenaron! ¡No sólo el ejército, también los tribunales sentenciaban a los inocentes! Recuerdo que una vez condenaron a una mujer por haber estrangulado a sus gemelos recién nacidos. Aunque juraba que difícilmente podía estrangular a unos gemelos si sólo había tenido una niña, a la cual había conseguido estrangular sin haberle hecho ningún daño, la condenaron por doble asesinato. O aquel gitano inocente del barrio de Zábehlice que, la noche de Navidad, entro por la fuerza en una droguería. Juró que sólo quería entrar en calor, pero ni Dios podía hacer nada por él. Cuando algo cae en manos del tribunal, todo es inútil. Pero así ha de ser. Quizá no todo el mundo es tan malo como parece; pero ¿cómo se distingue una buena persona de un rufián, y sobre todo hoy, en estos difíciles momentos, cuando incluso han acabado con Fernando? Cuando yo hacía la mili en Budéjovice, alguien mató al perro de nuestro capitán en un bosque, en el linde del campo de ejercicios. Al enterarse, el capitán nos llamó a todos, nos mandó formar y ordenó que cada número diez saliera fuera. Huelga decir que yo era uno de éstos; así que allí permanecimos, firmes como palos y sin decir esta boca es mía. El capitán caminaba a nuestro alrededor y gritaba: «¡Canallas, sinvergüenzas, cerdos, malnacidos, por esto del perro tendría que cortaros en pedacitos como macarrones, fusilaros, freíros en aceite hirviendo como si fuerais peces! Pero, para que sepáis que no tengo ganas de ahorraros el castigo, estaréis dos semanas sin salir de las casernas». Pues ya lo veis: entonces se trataba de un perro, mientras que hoy se trata del archiduque. Hay que añadir cierto terror al duelo para que sea esplendoroso.
-¡Soy inocente, soy inocente! -repitió el hombre erizado.
-También Jesucristo era inocente -dijo Svejk- y, sin embargo, lo crucificaron. A nadie le ha importado jamás si alguien es inocente o no. Chitón, y a continuar sirviendo, como decían en la mili. Es lo mejor.
Svejk se echó en el catre y se durmió tranquilamente.
Mientras tanto, encerraron a un par más. Uno de ellos era un bosnio. Caminaba por la celda arriba y abajo haciendo rechinar los dientes y cada dos palabras soltaba en su lengua:
-¡La madre que lo parió!
Le afligía la posibilidad de que en la prefectura se pudiera perder su cesto de vendedor ambulante.
El segundo nuevo invitado era el tabernero Palivec, quien, una vez vio a su amigo Svejk, lo despertó y exclamó con voz lastimera:
-¡Ya estoy yo aquí también!
-Me alegro de verdad. Estaba seguro de que aquel señor mantendría la palabra cuando dijo que te irían a buscar. La puntualidad es una virtud.
Pero Palivec replicó que tanta puntualidad no servía para nada, que todo era una mierda, así se expresó, y seguidamente preguntó a Svejk si el resto de los arrestados eran ladrones, porque si lo eran, él, como comerciante, podía resultar perjudicado.
Svejk le explicó que, salvo uno acusado de intento de asesinato y robo al masovero de Holice, todos pertenecían a su grupo, al de conspiradores contra el archiduque.
Palivec, ofendido, declaró que él no estaba detenido a causa de un tal archiduque, sino a causa de Su Majestad el emperador. Y, como los demás quisieran conocer su historia, les contó cómo las moscas habían enmerdado a Su Majestad el emperador:
-Me lo dejaron hecho una porquería, las muy cerdas -así acabó la narración de su aventura-, y como si con esto no fuera suficiente, me llevaron a prisión. ¡No se lo perdonaré nunca a aquellas moscas de mierda! -añadió con tono amenazador.
Svejk volvió a echar un sueñecito, aunque breve, porque al cabo de un rato lo fueron a buscar para llevárselo al interrogatorio.
Y así, subiendo la escalera que conducía hacia la Tercera Sección donde sería interrogado, Svejk llevaba su cruz hacia la cima del Gólgota, sin saber nada de su martirio.
Al ver el rótulo que decía «Prohibido escupir en el pasillo», Svejk pidió al guardia que lo dejara escupir en la escupidera. Irradiando la simplicidad que le era propia, entró en el despacho con las palabras siguientes:
-Señores, muy buenas tardes a todos.
Por toda respuesta, alguien le propinó un golpe bajo las costillas y lo condujo hacia la mesa a la que estaba sentado un hombre con la cara helada de funcionario y con rasgos de una crueldad tan bestial que parecía salir del libro de Lombroso La tipología criminal.
El funcionario miró enfurecido a Svejk y le ordenó:
-¡Deje de poner esa cara de estúpido!
-No puedo hacer nada más -contestó Svejk con seriedad-. Me eximieron del servicio militar por estupidez y la comisión me declaró oficialmente idiota. ¡Soy un idiota, oficial!
El individuo de aspecto criminal hizo crujir la dentadura:
-El delito del que ha sido acusado y reconocido culpable demuestra que usted está en plena posesión de sus facultades.
Y se puso a enumerar a Svejk una larga lista de crímenes, comenzando por el de alta traición y acabando por el de ultraje a Su Majestad y a los miembros de la familia imperial. En medio de la lista destacaba la aprobación del asesinato del archiduque Fernando, y de allí partía otra rama con nuevos crímenes entre los que prevalecía el delito de agitación, porque el asunto había sucedido en un local público.
-¿Qué tiene que decir? —preguntó triunfalmente el hombre de rasgos brutales.
-¡Qué cosas! -contestó Svejk inocentemente.
-Bien, entonces lo reconoce.
-Todo, señor. Hace falta severidad; sin severidad no iríamos a ninguna parte. Como en la mili…
-¡Calle! -le abroncó el policía-. ¡Y hable sólo cuando lo interroguen! ¿Entendido?
-Entendido, sí señor -añadió Svejk-. A sus órdenes, entiendo y entenderé todo lo que su señoría se digne decirme.
-¿Con quién está en contacto?
-Con mi criada, señoría.
-¿Y no conoce a nadie en los círculos políticos locales?
-Claro que sí, señoría; suelo comprar la edición de la tarde de Política nacional, popularmente llamada Perrera.
-¡Fuera! -le interrumpió el hombre con la cara de bestia feroz.
Antes de que lo condujeran fuera del despacho, Svejk dijo:
-Buenas noches, señoría.
Una vez en su celda, Svejk puso en conocimiento de todos los arrestados que aquello del interrogatorio era un cachondeo:
-Te gritan un poco y después te echan. Tiempo atrás era peor -continuó Svejk-. Leí en algún lugar que a los acusados se les obligaba a caminar sobre hierro candente y beber plomo fundido para demostrar su inocencia. O les calzaban unas botas de tortura que se llamaban botas españolas y, si insistían en no confesar, los estiraban en una escalera, o les quemaban los flancos con una antorcha de los bomberos, como hicieron con san Juan Nepomuceno. Dicen que gritaba como si lo estuviesen apuñalando y los gritos no cesaron hasta que lo tiraron del puente de Elizabeth en un saco impermeable. Hubo más casos como éste; y después incluso los descuartizaban o empalaban delante del museo. Y sólo cuando los metían en la torre del hambre, los acusados se sentían renacer.
»Que te arresten hoy en día es un juego -prosiguió Svejk con satisfacción-. No te descuartizan, ni te ponen botas de tortura, tenemos catres, una mesa, nos traerán sopa, pan, una jarra de agua, y tenemos el váter delante de las narices. El progreso se ve por todas partes. Es cierto que la sala de los interrogatorios queda un poco lejos, hay que atravesar tres pasillos y subir una escalera, pero, en cambio, todo está limpio y animado. Aquí traen a uno, allá a otro, hay jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Tienes compañía y te lo pasas la mar de bien. Cada uno sigue su camino sin miedo a que en la oficina le digan: “Hemos decidido que mañana sea descuartizado o quemado, según lo que usted mismo elija”. Imaginad qué difícil había de ser elegir una de estas dos penas, y yo diría, señores, que en un momento así muchos de nosotros nos quedaríamos bastante jodidos. Sí, se puede decir que la situación ha mejorado.
Apenas había acabado su discurso de defensa del sistema
penitenciario moderno cuando el guardián abrió la puerta gritando:
-Svejk, vístase y preséntese en el interrogatorio.
-Me vestiré -dijo Svejk-, no tengo nada en contra, pero me temo que se tratará de un error, porque ya me han echado del interrogatorio una vez. Y, además, tengo miedo de que los demás señores aquí presentes se enfaden porque a mí me llamen por segunda vez y a ellos ninguna. Quizá lleguen a envidiarme.
-Salga fuera y calle -fue la respuesta a la caballeresca declaración de Svejk.
Svejk volvía a comparecer ante el individuo con cara de criminal que, sin ninguna clase de preámbulos, le preguntó con dureza despiadada:
-¿Lo confiesa todo?
Svejk fijó sus bondadosos ojos azules sobre el funcionario implacable y dijo con suavidad:
-Si su señoría desea que lo confiese todo, entonces lo confesaré. Y si me dice: «¡Svejk, no confiese nada!», no diré ni pío.
El hombre severo escribió algo en el expediente; luego le pasó la pluma a Svejk y le ordenó que firmara.
Y Svejk firmó las declaraciones de Bretschneider con el añadido siguiente:

Todas las acusaciones citadas anteriormente contra mí son ciertas.

JOSEF SVEJK

Tras firmar, se dirigió al hombre feroz:
-¿Quiere que firme alguna otra cosa? ¿O prefiere que vuelva mañana por la mañana?
-Mañana por la mañana lo llevarán al tribunal -fue la respuesta.
-¿A qué hora, señoría? Para no despertarme demasiado tarde.
-¡Fuera! -vociferó una voz por segunda vez en el día, en esta ocasión desde el otro lado del escritorio.
Por el camino hacia su nuevo hogar enrejado, Svejk dijo al policía que le acompañaba:
-¡Aquí todo va como una seda!
En cuanto el guardián cerró la puerta detrás de él, los compañeros de cárcel lo colmaron de preguntas. Svejk las contestó con toda claridad:
-Acabo de confesar que he matado al archiduque Fernando.
Los seis hombres, horrorizados, se escondieron bajo las mantas llenas de piojos. Sólo el bosnio dijo en su lengua:
-¡Bienvenido!
Mientras se colocaba encima del catre, Svejk exclamó:
-¡Qué pena no tener un despertador!
Pero a la mañana siguiente se levantó sin necesidad de despertador y, a las seis en punto, ya se lo llevaban en una camioneta verde hacia el tribunal penal.
-A quien madruga, Dios le ayuda -dijo Svejk a sus compañeros de viaje cuando la camioneta verde salía del portal de la prefectura.



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