Reinaldo Arenas
El mundo alucinante
(fragmento)
El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento. El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad. El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo. El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar. El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco. El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos. El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera. (…) Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe. (…) Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo. Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer. Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas. Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas. Las manos, que tocan las transparencias de la tierra. Que se posan tímidas y breves. Que no saben y presienten que no saben.
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