Claudio Magris
El infinito viajar
Si la odisea circular de Ulises representa la búsqueda del destino, la
travesía moderna que se advierte desde Nietzsche supone una línea titubeante
hacia la nada. En el siguiente ensayo, Claudio Magris revisa las vertientes
históricas y literarias de dos caras de una misma experiencia que permite, ante
todo, fracturar lo cotidiano y abrir paso a lo múltiple: la vida.
"¿Adónde os dirigís?",
se pregunta en Enrique de Ofterdingen, la gran novela de Novalis. "Siempre
hacia casa", es la respuesta. El suyo es uno de los grandes libros en los
que el viaje aparece cual odisea o metáfora del viaje a través de la vida. Toda
odisea pone el punto interrogativo en la posibilidad de atravesar el mundo
haciendo de ello una experiencia real y formando así la propia personalidad. La
pregunta es si Ulises -especialmente el moderno- vuelve finalmente a casa y, a
pesar de las más trágicas y absurdas peripecias, ha confirmado su identidad y
encontrado o corroborado un sentido de la existencia o descubre tan sólo la
posibilidad de formarse; o bien si pierde el significado de su vida y se pierde
a sí mismo en el camino, disgregándose en vez de construirse el suyo.
El sujeto en la visión clásica,
aún extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrarse a sí mismo
en la confrontación con ese vértigo; atravesando el mundo -viajando en el
mundo- descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan sólo
potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de la
confrontación con el mundo. El héroe de Novalis viaja por lejanías espaciales y
temporales pero para llegar a casa, para encontrarse a sí mismo a través del
viaje. En El principio esperanza, Bloch dice que la Heimat , la patria, la casa
natal que cada cual en su nostalgia cree ver en la infancia, se encuentra en
cambio al final del viaje. Éste es circular; se parte de casa, se atraviesa el
mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó,
porque ha adquirido significado gracias a la partida, a la escisión originaria.
Ulises vuelve a Ítaca, pero Ítaca no sería tal si él no la hubiera abandonado
para ir a la guerra de Troya, si no hubiese quebrado los vínculos entrañables e
inmediatos con ella para poderla reencontrar con mayor autenticidad.
El Bildungsroman, la novela de formación que se plantea un problema
central de la modernidad, es decir, que se pregunta si, y cómo, puede
desarrollar el individuo su propia persona insertándose en el engranaje cada
vez más complejo y "prosaico" de la sociedad, casi siempre es también
-desde el Wilhelm Meister de Goethe al Enrique de Ofterdingen de Novalis- una novela de peregrinación, de viaje. Pero
pronto algo, en la relación del individuo con la totalidad que lo envuelve, se
agrieta; en el automóvil de la sociedad moderna viajar se trueca además en un
escapar, en un violento romper límites y vínculos. El viaje no sólo descubre la
precariedad del mundo, sino también la del viajero, la labilidad del Yo
individual que empieza -como intuye Nietzsche con despiadada claridad- a
disgregar su identidad y su unidad, a convertirse en otro hombre, "más
allá del hombre" según el significado más auténtico del término
Übermensch, que no indica un superhombre, un individuo tradicional más dotado
que los demás, sino un nuevo estadio antropológico, más allá de la
individualidad clásica.
El viaje pasa a ser entonces un
camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe
haber un retorno. Al viaje circular, tradicional, clásico, edípico y
conservador de Joyce, cuyo Ulises vuelve a casa, le releva el viaje rectilíneo,
nietzscheano de los personajes de Musil, un viaje que procede siempre hacia
delante, hacia un malvado infinito, como una recta que avanza titubeando en la
nada. Ítaca y más allá, como reza el título de un libro que he escrito; dos
modalidades existenciales, trascendentales del viajar. En la segunda el sujeto,
el Yo, el viajero, se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a
sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integral
identidad anterior y se desprende de sí. Lâchez tout, salir de viaje, escribía
Breton en 1922 exhortando al dépaysement.
* * *
No hay viaje sin que se crucen
fronteras -políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las
invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes
entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso.
Traspasar las fronteras; también amarlas -por cuanto definen una realidad, una
individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto- pero sin
idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre.
Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por
ello dignas de ser amadas; mortales en el sentido de que, al igual que los
viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han
sido y lo son tantas veces.
Viajar no quiere decir solamente
ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en
el otro lado. En Verde agua Marisa
Madieri, recorriendo la historia del éxodo de los italianos de Fiume después de
la Segunda Guerra Mundial en el momento de la revancha eslava que les obliga a
huir, descubre los orígenes en parte eslavos de su familia, en aquel entonces
vejada por los eslavos por ser italiana; esto es, descubre pertenecer al mundo
por el que se sentía amenazada, y que es, al menos parcialmente, también el
suyo.
Cuando yo era niño e iba a pasear
por el Carso, en Trieste, la frontera que veía tan cerca era infranqueable -al
menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin y la normalización de las relaciones
entre Italia y Yugoslavia- porque era el Telón de Acero que dividía el mundo en
dos. Detrás de esa frontera estaban lo desconocido y lo conocido. Lo
desconocido porque allí comenzaba el inaccesible, ignoto, misterioso imperio de
Stalin, el mundo del Este, tan a menudo ignorado, temido y despreciado. Lo conocido
porque aquellas tierras, anexionadas por Yugoslavia al final de la guerra,
habían formado parte de Italia. Yo había ido allí varias veces, formaban parte
de mi existencia. Una misma realidad era a la vez misteriosa y familiar. Cuando
regresé por primera vez, fue simultáneamente un viaje a lo conocido y a lo
desconocido. Cada viaje implica más o menos una experiencia
similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela
extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que
considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con
nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les
parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos
ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que
transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué
parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros
mismos y el placer del mundo. "¿Dónde está la frontera?", pregunta
Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río,
según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.
* * *
¿Llamada de lo conocido o de lo
desconocido? La salida de don Quijote querría ser el descubrimiento, la
verificación y la confirmación de lo que se sabe, de la verdad leída en los
libros de caballerías, de las leyes inmutables del amor y la lealtad, de la
belleza de Dulcinea y la fuerza de los gigantes. También los judíos orientales
que salen del gueto o del shtetl, de su aldea mísera pero familiar y regulada
por el Libro, se aventuran hacia Occidente, entran en la Historia, creyendo
encontrar siempre un mundo regido por las tablas de la Ley y, aún más,
interpretando cada cosa, incluso la más desconcertante y antitética respecto a
su visión, según los parámetros de la ley.
"Pero a campo raso llueve y
nieva. Nieva historia", como dice Yakov Bok, el mísero correveidile en
busca de fortuna, en El hombre de Kiev
de Malamud. Don Quijote de la Mancha y el judío-oriental se encuentran cara a
cara con lo ignoto, con la violencia, la brutalidad y la vulgaridad de una
realidad para ellos desconocida y que intentan no admitir; pero precisamente su
amorosa fidelidad a un orden conocido les obliga a percibir con mayor agudeza
el desorden del mundo en que se aventuran. El viajero es un anarquista
conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque para
conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su
ambigüedad y su miseria. Como bien sabía Kafka, sin el sentido profundo de la
ley no puede descubrirse su vertiginosa ausencia en la vida. Al salir de la
cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los
encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no
son sino despropósitos, el hidalgo le responde: "Todo pudiera ser".
Utopía y desencanto. Muchas cosas
se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos,
expectativas que se van perdiendo por el camino -el camino es un maestro duro,
pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se
encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa
desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un
teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en
callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.
La realidad, tan a menudo
impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom,
siente "las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio
causal". Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a
repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos,
engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la
mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva
vida.
Viajar es una experiencia
musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de
realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos
de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente
pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en
brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar
cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con
la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por
ella, mas no canceladas del todo.
Desde la Odisea, viaje y literatura aparecen estrechamente unidos; una
análoga exploración, deconstrucción e identificación del mundo y del yo. La
escritura sigue con la mudanza, empaqueta y deshace, arregla, desplaza vacíos y
bultos, descubre -¿inventa?, ¿encuentra?- elementos que se le escapan al
inventario e incluso a la percepción real, como si los pusiera bajo una lupa.
También mi viajero danubiano habla de fisuras cortantes como cuchillas abiertas
en los bastidores del teatro cotidiano, a través de las cuales espera que se
filtre cuando menos un soplo o una pequeña corriente de la vida verdadera,
celada por el biombo de lo real. Trascendencia de todo viajar que también cala
en la carne, en el polvo, en la inmediatez del ahora que se cierne sobre nosotros
y desbarata siempre, poco o mucho, las esperas. Basta cruzar la calle o el
descansillo para desmentir la orgullosa garantía asegurada años atrás por el
Spiegel de una sección titulada "Bestseller Service", que prometía
hablar sólo de libros de éxito de los que todos hablaban y se esperaba que se
hablase: "Las sorpresas quedan excluidas".
Vivir, viajar, escribir. Acaso
hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta no a través de la invención y
la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, de las cosas,
de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como dice Kapuscinki,
impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él,
permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, sólo
algunos fragmentos. Por lo demás, él mismo crea una literatura vitalísima
zambulléndose en la realidad, plasmándola con rigurosa precisión, aferrando
como un perro de caza sus detalles reveladores aún más huidizos y componiéndolo
todo en un cuadro, fiel y a la vez reinventado, que es el retrato del mundo y
del viaje a través del mundo. Quizá el viaje sea la expresión por excelencia de
esa literatura, de esa narrativa non fiction teorizada por Truman Capote.
* * *
Viajar es inmoral, decía
Weininger viajando; es cruel, recalca Canetti. Inmoral es la vanidad de la
fuga, nota con acierto Horacio cuando invita a no intentar eludir los dolores y
los afanes espoleando al caballo, porque la negra angustia, dice su verso, va
sentada en la grupa detrás del jinete que espera hacerle perder el rastro de su
caballo. El yo fuerte, según el filósofo vienés abatido pronto por la
convivencia con lo absoluto, debe quedarse en casa, encararse con la angustia y
la desesperación sin que le distraigan o aturdan, no apartar la mirada de la realidad
y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones.
Quizá, alguna vez, el yo se quede en casa y el que viaja sea su semblante, un
simulacro semejante al de Helena que, según una de las versiones del mito,
había seguido a Paris hasta Troya mientras la verdadera Helena se quedaba en
otro lugar, Egipto, durante los largos años de la guerra.
Weininger denunciaba en el viaje
la tentación de la irresponsabilidad, quien viaja es espectador, no está
implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las
fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra. No ha
hecho él esas leyes inicuas y no tiene que reprocharse no haberlas combatido;
si el techo que le ampara una noche cae sobre él y no tiene la desgracia de
quedar bajo los escombros, no ha de hacer otra cosa sino coger su maleta e ir
un poco más lejos. De viaje estamos bien porque, aparte de alguna malandanza,
un terremoto o un desastre aéreo, verdaderamente no puede sucedernos nada: no
ponemos en juego nuestra vida.
El viaje es también un benévolo
aburrimiento, una protectora insignificancia. La aventura más arriesgada,
difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la
capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de
crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los
mayores riesgos. La casa no es un idilio; es el espacio de la existencia
concreta y por tanto expuesta al conflicto, al malentendido, al error, al
avasallamiento y a la hosquedad, al naufragio. Por eso es el lugar central de
la vida, con su bien y su mal; el lugar de la pasión más fuerte, a veces
devastadora -por la compañera o el compañero de nuestros días, por los hijos- y
que nos cala sin miramientos. Recorrer el mundo también significa descansar de
la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza,
abandonarse pasivamente -inmoralmente, según Weininger- al fluir de las cosas.
Hay otra inmoralidad del viaje,
la actitud de cerrarse ante la diversidad del mundo. El viajero mitteleuropeo
es con facilidad un Ulises en batín, como ha escrito Giorgio Bergamini; alguien
que querría navegar entre una butaca y una biblioteca, en el azul oceánico del
atlas más que en el de las olas; alguien para quien el infinito es el signo
matemático del infinito. Quien viaja sobre el papel se desacostumbra
imperceptiblemente a la vida y vuelca sus pasiones sobre el gráfico de la vida,
sobre las curvas estadísticas de sus fenómenos; pasa a ser un hombre sin
atributos para el que, escribe Musil, la verdura enlatada se convierte en el
sentido verdadero de la verdura fresca.
También cuando viaja en el mundo,
el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la
solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas. Por suerte a los
viajeros danubianos les gusta el mar y, como los de mi Danubio, quizá
atraviesen bajo pesados cielos las grandes llanuras de Mitteleuropa, más que
nada para llegar al mar. Y a la orilla del mar "inexplicable", como lo
llamaba Camões, es donde se encuentra el dilatado aliento de la vida que nos
abre a las grandes preguntas sobre el destino y al sentido del bien y el mal;
el mar induce a confrontar la ambigüedad, invita a desafiarla -en el mar
inmortal, escribe Conrad, se conquista el perdón de nuestras almas pecadoras.
En el mar nos desnudamos, nos despojamos de las asfixiantes defensas, nos
abrimos a cuanto tenemos delante. Y en ello puede ir la salvación del viajero,
que, aun en el empedrado de las ciudades o en las montañas, se siente en la
cabeceante toldilla de un barco embestido por altas olas, arca precaria o
salvadora.
Crueldad del viaje, advierte
Canetti: el viajero mira al mundo con curiosidad y de alguna manera es propenso
a aceptar lo que ve, el mal y la injusticia inclusive, tendiendo a conocerlos y
comprenderlos más que a combatirlos y rechazarlos. El viaje en los países
totalitarios, por ejemplo, siempre es un poco culpable, una complicidad o al
menos una neutralidad de hecho respecto a las violencias y las infamias celadas
tras los pueblos Potemkin que se atraviesan y donde se encuentra hospitalidad.
Y pese a ello poco a poco el viajero descubre, se ve obligado a descubrir la
fraternidad y el destino común del mundo, a sentir que el mundo entero es su casa
y que sólo este sentimiento hace que sea verdadero su amor por la casa que ha
dejado atrás en su país, que de otro modo sería un hórrido y regresivo
fetichismo.
Como para el vagabundo gaznápiro
de Eichendorff, amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en
ese hogar se quiere también al vasto mundo desconocido y en este último se
aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar. Dante decía
que bebiendo el agua del Amo había aprendido a querer con fuerza a Florencia,
pero que para nosotros la patria es el mundo como para los peces el mar: cada
una de las dos aguas, por sí sola, es insuficiente y está contaminada. Viajar
enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en
casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de
ser verdaderamente hermanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se
va a España o a Alemania, sino entre los españoles o entre los alemanes.
"Lea literatura de viajes", le decía a un teólogo Kant, que tampoco
quería moverse de Königsberg.
* * *
A veces los lugares hablan, otras
callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el
encuentro con los lugares -y con quien vive en ellos- es aventurado, rico en
promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al
viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la
vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen
sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en
aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas
cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus
últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares
se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como
toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede
porque el viajero -por ignorancia, soberbia o acedia- no encuentra la llave
para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender
aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el
pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta
alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición
y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque
parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez,
resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente,
reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido
como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo
familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del
encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla
con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más
intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más
fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado,
los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío
ulisiano. "¿Por qué cabalgáis por estas tierras?", pregunta el
alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. "Para
regresar", responde el segundo.
Tomado de El Universal, 21 de Marzo de
2008
Este texto forma parte de El
infinito viajar, su libro más reciente
No hay comentarios:
Publicar un comentario