Dolores Labarcena
Decorada,
pintada, con moño postizo o no, quincallera, la diva malhablada, la travestida,
la reina del carnaval… ¿Cuántas veces no hemos visto estos personajes, esta
escritura del maquillaje, el desfile y la serpentina?
En La
Habana para un Infante difunto hay de todo. El autor se pasea por esa
ciudad nocturna de clubes y cabarets donde el filin y otros géneros musicales
van convoyados con la seducción y el erotismo. Sus peripecias y picardía para
cazar a esa hembra que se pavonea en tacones con medias de seda, lo mismo por
23 que por El Capitolio, son múltiples. A veces con suerte engrampaba, (según
las crónicas) otras, oh, macho infeliz, terminaba entre amigos y copas en bares
de mala muerte coreando a la cantante de turno (que de talento mucho y de
belleza poca). “En el tronco de un árbol una niña…”.
No
menos hace Sarduy en Cobra. La diva es un “él” con doble
incluido que busca desenfrenadamente convertirse en “ella”, y para esto, qué
mejor lugar que el teatro. Con las luces y el telón de fondo las lentejuelas
adquieren otra dimensión. Pero el público exige y no bastan amuletos y gárgaras
para afinar la voz. Hay que ser barroco. Y el atuendo, las plumas y falsas
pestañas no complementan lo que entre bambalinas se queda cojo. ¡Más colorete,
por favor! Antes muerta que sencilla, parece decir el personaje. La procesión,
mejor llevarla por dentro.
En El
color del verano, Arenas ridiculiza el desfile institucional por medio
de la fanfarria carnavalesca con un “abre que viene el cocoyé...”. Entre
tambores y maracas, carrozas, orquestas y cerveza a granel, discurre esa Habana
travestida y austera con sus solares y gente de mundo, artistas, pintores,
poetas, locas, faranduleras, etcétera. Y aunque la realidad muchas veces supera
a la ficción, sus personajes son la mezcla de una trágica Cecilia Valdés con
una arrolladora y despampanante Celeste Mendoza. Cantando se quitan las penas,
y actuando también.
Por
medio de la exageración y el choteo, Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo
Arenas, como partícipes, y según el asiento que les ha tocado en el podio de
las letras, captan esos planos donde confluyen la lengua (en
su sentido más desbordado) y el lenguaje coloquial. No hay historia, acaso
escenario, tarima para reinventarla y cantarle un bolero. Otro bolero. No
precisamente el de Ravel.
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