11 de septiembre de 2013

Gary Snyder















Mujer de la canasta de palabras


Años después de haber sobrevivido
la insurrección Varsovia,
ella escribió los poemas de la gente común y corriente
que levanta barricadas mientras es blanco de las balas,
pequeños poemas que eran todo
lo que lograba contener tanto
cerca de la muerte     la vida
sin volverla falsa.

Robinson Jeffers, su alto y frío punto de vista
bastante cierto de alguna manera,  pero por qué lo dijo
como si sólo él
se irguiera por encima de nuestras ilusiones, él también
le temía a la muerte, a la insignificancia,
y no estaba precisamente a la altura de la belleza inhumana
de las chirivías o los pañales, la inmortal
nobleza  en el núcleo de todo lo común y corriente

Yo vivo
en una casa en la larga ladera occidental
de la Sierra Nevada, promontorio de doscientas
millas de granito, huesos del Antiguo Buda,
millas atrás de la costa oceánica
sobre una extensión de feroces chacras en la pronfunda red nerviosa de la tierra,

Europa caída ya en el olvido, casi un sueño,
pero nuestra escritura
es lateral y romana, y el lenguaje
una compota de viejas guerras y tribus
de algún sitio allende el mar. Aquí
en el borde del mundo
donde el panaka llama al chá, las palabras
del corazón son Pomo, Miwok, Nisenan,
y las canastas de palabras de pequeños poemas
se estiran hasta el extremo de su carga.

Vine hasta aquí para hablar
de la tumba de mi bisabuela
Harriet Callicotte
sola en una loma en Kansas.
La arenisca hecha polvo, su nombre carcomido,
ahí la encontré entre el pasto empapado de lluvia
de rodillas, cerré los ojos
y me arrojé bajo tierra
hasta esa oscuridad de arcilla, abrazado a su vacío
y deposité la frescura de un beso
sobre el arco de su blanco
hueso púbico.



    VI, 85, Carneiro Kanzas

         XII, 87, Kitkitdizze




Traducción: Pura López Colomé



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