Julio Mitjans
Nueve golpes
Ese muchacho torpe,
aún no conoce el rencor, aún descansa en la donosura de
su cuerpo, despreocupado atraviesa la vida de otros por
unos céntimos, los
propicios, para al
día siguiente exhibir sus veinte años como una gota en la riada
del muro, frente al mar.
A veces en soledad escucha un danzón y vuelve a las noches
en que la banda del
pueblo le hacía soñar con una vida, con las manos enormes de Alberto el
tamborero, que después de la función
esperaba en lo oscuro, en la
promesa de
unas navidades con el favor de ountolokum.
Ese muchacho que antes lo viste atravesar una calle sin
pudor de sus miembros
perfectos, aún no sabe que su belleza es un país a la
deriva en la nostalgia más
dura de los nueve golpes del danzón.
Confecciones de hilo
La inquietud le antecede, a su paso las mujeres dejan
entreabiertas las puertas
desde la oscuridad se pierden en el tranco, la distancia que cada una quisiera
medirle con el cuerpo. Abatidas por la
franqueza con que dice sus nombres, en
las noches de baile se disputan el favor de sus brazos estáticos
sostenidos en el
abismo.
Perras, decimos unas de las otras, intentando retener la promiscuidad del hilo,
el vértigo hacia
unos pantalones que delatan; esfuerzos,
intimidad de una
conversación sin propósitos, palabras que se esfuman a
cada compás.
Si el aburrimiento
cunde exhibimos nuestros trofeos: una mirada, el alivio de
un peso al
regreso del mercado, un leve roce en una esquina, la bondad de sus
actos entre los ancianos,
sus dones para la carpintería, la
pulcritud, y el
perfume de todos los días, prueba de su lealtad.
Siempre, una de nosotras escapa al embrujo, y se consuela así misma: nunca su
piel será
nuestro abrevadero, un negro así no ha nacido para mujeres de su raza,
válganos
el misterio, las paredes de hilo.
Llueve
Llueve, nada perturba ese ocultar los astros, por mi calle
hombres ebrios hablan del destino: nadie sabe…
lo que vemos son atisbos, posibles desencuentros no más.
Bajo la inmensa
oscuridad las miradas
alumbran más
allá en los brazos que se abren
como esculturas que
terminan en el vacío
llueve y el viento se
esconde. Podríamos asegurarlo,
torrentes presurosos
hacia el mar.
Nadie se atreve en el
corazón de los paseantes
viejas músicas entonan los borrachos
cantos por los que ruedan lágrimas
surcos, grafitos. Hay
quien abre las manos hacia el cielo
recogiendo las sombras. Sólo mirar…
en ese destello en los astros aún permanece la luz de ayer.
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