Dolores Labarcena
¿Aprender a nadar? A estas alturas sería imposible ¿Saben
lo que significa invadir el espacio de unos mocosos que se divierten a su
antojo en la piscina municipal? Ya te verían con flotadores, tragando agua
clorada… Qué va. A otro con esa cantinela. Pero no se amilanen, con algo de
suerte hay quien sale triunfante y aprende. La cuestión es perder la vergüenza.
En La Seducción de Gombrowicz, hay un personaje
que cruza muy bien esa línea: Fryderyk. Primeramente un hombre pulcro,
silencioso, maquinal, un helo-allí-casi-sin-vida; y en un abrir y cerrar de
ojos se convierte en un experto voyeur, en un sádico capaz de arrebatar para su
goce la condición cándida y desinhibida de un par de adolescentes. Es, digamos,
para la literatura, un personaje recurrente.
Quiérase o no, trajina en la mente madura, en
ocasiones por desafío y en otras por pura curiosidad, la idea de tal
desfloración. ¿Y cuál es el desencadenante? Sin duda lo amorfo, lo todavía
capullo, aquello que al fin y al cabo se corromperá.
“¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!”, verso que
le viene como anillo al dedo al “povero” Fryderyk. Más culpable que el pecado,
al perder sus encantos perdió los estribos y optó por el juego solapado y
mordaz. Pero ¿puede ganarle la fruta madura a la verde?
La juventud es pueril porque es prosaica; desvergonzada
por inocente. No basta con un tun-tun y derribarle la puerta. De hecho, ahí
está la verdadera seducción.
¿Acaso el pensamiento reflexivo es sano? La madurez de
la consciencia está privada de candor, eso, en el mejor de los casos. Aquello que llamamos “maneras” en un ser
adulto son mascaradas de mal gusto. El propio Gombrowicz lo dice: “El hombre
quiere ser joven”.
Novela paródica, La seducción practica ese don:
cada cosa en su lugar. Más allá de la cosmética erótica, o de la deferencia a
Polonia, el autor expone de forma impecable, o mejor, quisquillosa, los
desperdicios del individuo. También de modo implacable, toca al joven eliminar
al anciano; en sus manos, incluso el cadáver “brilla de sensualidad”.
Ahora bien, volviendo a mis cavilaciones iniciales, la
vergüenza y el agua clorada, prefiero seguir de espectador, observando
depravadamente a esos mocosos. Nadar para qué.
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