Jacques Sternberg
La secretaria
La habían contratado por su
hermosura, sin preguntarle ni siquiera si sabía escribir a máquina. Escribía a
máquina como una virtuosa, con una destreza que superaba a la de todas las
restantes empleadas. Era capaz de entregar más de veinte cartas por día.
Lo asombroso de todo era que
escribía a máquina con los pies, sin usar nunca las manos.
El primer día, eso causó mala
impresión.
Pero la impresión muy pronto
fue eclipsada por otros hechos: la secretaria no sólo tenía hermosísimas piernas,
sino también un vientre plano que hacía soñar mientras respondía muy
comercialmente a los clientes.
La tejedora
Nunca la había visto yo sin
sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un
rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo
conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa,
extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de
Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia.
Me hicieron falta seis meses
para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La
conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi
un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente
comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme
bola de lana.
La dejé sobre una mesa. ¿Qué
otra cosa podría haber hecho?
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