1 de diciembre de 2013

Jacques Sternberg























La secretaria


La habían contratado por su hermosura, sin preguntarle ni siquiera si sabía escribir a máquina. Escribía a máquina como una virtuosa, con una destreza que superaba a la de todas las restantes empleadas. Era capaz de entregar más de veinte cartas por día.

Lo asombroso de todo era que escribía a máquina con los pies, sin usar nunca las manos.

El primer día, eso causó mala impresión.

Pero la impresión muy pronto fue eclipsada por otros hechos: la secretaria no sólo tenía hermosísimas piernas, sino también un vientre plano que hacía soñar mientras respondía muy comercialmente a los clientes.





La tejedora


Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia.

Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana.

La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?






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