Witold Gombrowicz
Gombrowicz en Argentina
Partí hacia la Argentina un mes
antes de que estallara la guerra y allí permanecí los siguientes veintitrés
años. Todo sucedió por casualidad. ¿Casualidad?. Un día en el café Zodiac, en
Varsovia, conocí a un escritor de mi edad, Czeslaw Straszewicz. Me dijo: 'Viajo
a Sudamérica.' '¿Cómo?' 'En un mes el nuevo vapor trans-atlántico polaco
Chorbry sale para Buenos Aires. Su viaje inaugural. Fui invitado como escritor,
para escribir algunas columnas para los diarios.' '¿Te parece que me invitarían
también a mí?' 'Puedes probar. Voy a mencionar tu nombre. Quién sabe, quizás
funcione. La travesía sería más divertida si somos dos.'
Funcionó. A veces leo en los
diarios que fui a la Argentina para escapar de la guerra. ¡Para nada!. Me
preparé para el viaje sin pensar demasiado, y fue sólo por casualidad
(¿casualidad?) que no permanecí en Polonia.
El día antes de partir tenía
todo preparado, mis papeles en orden, y pasé por el café. 'Tienes el permiso de
las autoridades militares, ¿no?' dijo uno. 'Tengo mi pasaporte. Presenté todos
los certificados militares que tenía, de otro modo no lo hubiese obtenido.'
'¡Con eso no alcanza!' Necesitas un permiso especial de las autoridades
militares. Es sólo un formalismo, pero no te dejarán subir al barco sin
él.'
Miré mi reloj. Las siete menos
veinte. Las oficinas del ejército cierran a las siete. Me metí en un taxi y
corrí al cuarto piso. Demasiado tarde. Las puertas estaban cerradas. Habían
pasado tres minutos después de las siete. Golpeé de todos modos. Apareció el
portero. 'La oficina está cerrada. Por favor acabe con ese ruido'.
La puerta se cerró una vez más.
¡Adiós, América!. Comencé a bajar las escaleras apesadumbrado: de repente,
abajo, un barullo terrible. Era el equipo de fútbol que partía a jugar un match
internacional en Dinamarca. También habían llegado tarde. Golpeamos la puerta
de nuevo. Esta vez el portero nos dejó entrar, y como favor especial nos
sellaron los permisos. Ya lo ven, mis veintitrés años en Argentina dependieron
de unos minutos...
Cómo habrá sido este asunto de
partir... fue como si una gigantesca mano me hubiese tomado del cuello de la
camisa para sacarme de Polonia y arrojarme en esta tierra perdida en el medio
del océano –perdida pero europea... apenas un mes antes de la guerra. Me
pregunto por qué aquella mano no me puso en Europa occidental. Porque, supongo,
hubiese terminado en París. Si no hubiera dejado Europa hubiese vivido en París
después de la guerra, casi con seguridad. Pero la mano no pareció quererlo así
porque, a la larga, París me hubiese convertido en un parisino. Y sentía el
deber de ser anti-parisino. Es que, por esos tiempos, no estaba lo suficientemente
inmunizado. Mi destino era pasar muchos más, largos años en los bordes de
Europa, lejos de sus capitales, y lejos de sus aparatos literarios,
escribiendo, como dicen hoy en Polonia, 'para los cajones de escritorio'. Miren
el mapa. Sería difícil elegir mejor lugar que Buenos Aires. La Argentina es un
país europeo. Uno siente allí la presencia de Europa, aún más fuertemente que
en la propia Europa, pero al mismo tiempo uno está fuera de Europa –y además,
en aquel país ganadero, no se aprecia la literatura.
Magia. Una casi preconcebida
forma de vida. Cuanto más nos alejamos de la Forma, más nos sometemos a su
poder. Misteriosas contradicciones, contrastes...
Desembarcamos en Buenos Aires
el 22 de agosto (el 2 es mi número) de 1939 (la suma de los dígitos es también
22) después de un tranquilo cruce que duró tres semanas. La situación
internacional parecía mejorar. Pero el día siguiente a nuestro arribo los
telegramas de Moscú y Berlín anunciando el pacto Nazi-Soviético cayeron en el
mundo como un rayo. ¡Guerra! Una semana después las primeras bombas alemanas
caían en Varsovia.
Todavía vivía en el barco con
mi amigo Straszewicz. Cuando escuchó que se había declarado la guerra, el
capitán decidió regresar a Inglaterra (no había ya discusión alguna sobre si
volver a Polonia). Straszewicz y yo tuvimos un concejo de guerra. Él optó por
Inglaterra. Yo permanecí en la Argentina.
En mi novela Trans-Atlántico
recapitulé estos incidentes y me pinté en el papel de desertor. Pero no hubo
una cuestión de deserción, puesto que Polonia había sido separada ya del resto
del mundo. Me presenté inmediatamente ante la Embajada Polaca en Buenos Aires
apenas dejé el barco. Más tarde, cuando un ejército polaco se estaba formando
en Inglaterra, aparecí desnudo frente a la comisión de reclutamiento en la
Embajada. En pocas palabras, a nivel oficial, todo estaba en orden. Si aparezco
como un desertor en Trans-Atlántico es porque, moralmente, era un desertor.
Estaba angustiado, desesperado, pero al mismo tiempo complacido de encontrarme
milagrosamente protegido detrás del océano.
Portada de la revista polaca
Kultura (1947) donde escribía Gombrowicz.
Escribí algo sobre mis primeros
años en la Argentina en mi diario (volumen 1, capítulo 7). Doscientos dólares,
toda mi fortuna, me duraron casi seis meses. La Argentina era increíblemente
barata. Viví en hoteles de tercera categoría. Algunos polacos me ayudaron y
empecé a escribir un poco para los periódicos –más que nada series de notas
bajo seudónimo. Por algún tiempo nuestra Embajada me dio un modesto subsidio.
Pero eso no era suficiente; no sabía cómo sobreviviría el mes siguiente, y tuve
que tomar prestados unos pesos para comer. Así siguió todo, a veces mejor, a
veces peor, de acuerdo a las circunstancias, hasta 1947, para luego trabajar
los siguientes siete años en el Banco Polaco. Fue muchísimo más aburrido. Pero
el amargo, trágico, poético sabor de los primeros años dejó su marca en
mí.
Apenas si puedo hablar de mis
primeras experiencias en la Argentina, pero no puedo dejarlas afuera. Viví,
como dije, en los hoteles más baratos, hasta en conventillos. ¡Yo, el Sr.
Gombrowicz, me sumergí en la degradación con pasíón! Luego, repentinamente,
rejuvenecí, moral y físicamente. En las calles la gente me llamaba joven, como
si no tuviera treinta y cinco años. Nunca fui tan poeta como entonces, en
aquellas calurosas calles abarrotadas de gente, completamente perdido (perdido
en el gentío, y perdido también en cuanto a mi destino). Enjambres de gente,
multitudes, luces, barullo ensordecedor, olores y mi pobreza era mi alegría; mi
caída fue mi nuevo contrato de vida. Me dejé arrastrar sin hesitar,
desprejuiciado, en esta Babel de lenguajes. Formé parte de ella. Y mis
conocidos circunstanciales, con quienes trabé amistad con sorprendente
facilidad (descubrí esta neutralidad en mí, el mí artificial, y se apareció
como el más preciado tesoro, una piedad, un respiro, una liberación), me
ayudaron como pudieron. Un día, caminando por la calle Corrientes, fijé mi
mirada, prolongada, en una vidriera (¡Qué honor para el Sr. Gombrowicz!). Le
dije al muchacho que estaba conmigo que tenía hambre. (¡Qué honor!) 'No te
preocupes', dijo. 'Tengo un muerto. Habrá suficiente para los dos.' Tomamos un
tranvía y fuimos a los suburbios, a una casa en un barrio proletario donde,
efectivamente, un hombre muerto yacía en su ataúd. No sé de qué nacionalidad
sería, pero estaba cubierto de flores. Y su familia, amigos y conocidos
aceptaban su partida en un silencio macabro. Después de decir nuestras
oraciones pasamos al cuarto contiguo donde había un buffet para los
participantes – ¡sandwiches y vino! Mientras comíamos mi amigo me dijo que por
lo general buscaba muertos en aquel barrio, y que la mejor manera de obtener
las direcciones era preguntando al sacristán.
Este 'cadavérico' repaso, este
joven y elegante consumo de un muerto, parece simbolizar ahora aquel periodo.
Un festín cadavérico devorado con juvenil voracidad al que, a mi edad, no tenía
más derecho. Después de todo, mi naturaleza no era otra que la diversión y los
juegos –pero los más sublimes, gloriosos juegos que pudiera jugar conmigo
mismo. Gracias a este paradójico gusto por la descomposición que descubrí en
mí, sobreviví triunfalmente la guerra y la pobreza. Y hoy no siento
remordimiento por haber usado mi derrota, mi desgracia o la de mi familia –o,
de hecho, la de la mitad del mundo– como puente hacia un amargo, condenado regocijo.
No, tenía derecho a hacerlo. Pero mantuve cierta prudencia burguesa y nunca me
dejé entreverar en actividades más peligrosas. La cana me llevó en varias
ocasiones, pero nunca por mucho tiempo, y casi siempre por culpa de mis amigos
y no por crímenes que yo haya cometido.
Y he aquí otro recuerdo, que
también resulta simbólico: en Marzo de 1942 el dueño de mi hotel comenzó a
insistir demasiado enérgicamente por los seis meses atrasados que le debía, así
que debí mudarme. Una noche dejé el hotel y mi vecino, Don Alfredo,
generosamente me alcanzó las bolsas por la ventana. Me las llevé a un café, me
senté en una mesa y no supe qué hacer. Mi crédito se había acabado. De pronto
oigo: '¿Tú aquí?' Era un polaco, un periodista llamado Taworski que había vivido
en la Argentina muchos años.
Le conté lo que me había
pasado. 'Sabes,' replicó, 'Ahora tengo unos socios y alquilamos un chalet cerca
de Buenos Aires, en Morón, para poner una pequeña fábrica textil. Puedes vivir
allí.' El chalet no estaba mal –cinco habitaciones con vista al jardín, aunque
casi completamente desamueblado. Taworski dormía en una cama y yo sobre una
parva de diarios. Desde que llegué me avisó misteriosamente: 'Si entra alguien,
ya sea por la ventana o de noche, por el amor de Dios no te muevas. No delates
signo de vida alguno.'
Pasé unas cuantas noches
tranquilas sobre mi parva de diarios. Después, una noche, a eso de las tres de
la mañana, unos ruidos me despertaron y vi dos tipos grandotes que estaban
desenroscando las bombitas de luz y removiendo los fusibles. No me moví.
Desaparecieron. Resultó que eran los socios de Taworski, que no podían
deshacerse de él y que trataban de hacerle todo tipo de jugarretas. Taworski,
que tenía por su cuenta sentencia de prisión en suspenso por alguna pequeña
travesura, no se atrevía a protestar, y los tipos lo sabían. Así que estas
brutales y ebrias visitas nocturnas (por lo general estaban borrachos), junto a
nuestra imposibilidad de defendernos, tomó la calidad de un símbolo, tan
patético como significativo.
Pasé unos seis meses en el
chalet, que era gradualmente desvalijado. Taworski era la bondad en sí misma y
me cuidaba como un padre. Vivíamos casi exclusivamente a base de carne ahumada
y choclo, que él cocinaba una vez a la semana. Yo era muy popular en Morón,
tanto en la pizzería de la plaza como en el café donde jugaba billar y ajedrez.
Tomaba mi diario vaso de leche y comía mi pan al sol, sentado en el pasto,
mirando la calle. En la pizzería, un mozo que me tomó cariño me dio un un
sandwiche de veinte centavos con una feta de jamón cuatro veces más gruesa que
lo usual –era casi un bife.
Y luego, de repente, en el
suplemento literario de La Nación, un artículo mío apareció en la primera
página. Desde ese momento mi posición social en Morón se iluminó. Empezaron a
tratarme con consideración.
La vida no era fácil. Me
mantenía por catástrofes. Mi catástrofe, la catástrofe de Polonia, la
catástrofe de Europa. Pero al mismo tiempo actuaba en otro, más elevado
nivel.
[...]
Del capítulo IV de W.Gombrowicz
- "A kind of testament" (1973). Calder & Boyars, London
[traducción Ernesto Resnik]
No hay comentarios:
Publicar un comentario