Zbigniew Herbert: Los antiguos maestros [1]
Joseph Brodsky
Los orígenes del verso libre,
principal instrumento de la poesía moderna, son múltiples, pero su fundamento
lo constituye la reacción de los poetas, en el primer cuarto de siglo, contra
la música a priori de los metros cerrados, contra su previsibilidad. Se la
puede llamar una búsqueda de frescura expresiva, inspirada en el deseo de esos
poetas de “hacer cosas nuevas”, para decirlo con Ezra Pound. En otras palabras,
se ha tratado de una elección estética o, acaso más exactamente, de una
elección de estetas. Con Herbert fue diferente. Si él es moderno, lo es no
porque use el verso libre, sino porque son muy modernas las razones por las que
se sirve de él.
Nacido en 1924, Herbert
pertenece a esa generación de europeos que han visto el propio reino nativo
reducido a escombros, sometido al robo y/o, como en su caso particular
[Polonia], sometido al rublo. Tal vez con una cierta dosis de ingenuidad, los
poetas de aquella generación asociaron instintivamente la poesía formal con el
viejo orden social que había conducido a sus propios países a la catástrofe.
Por ello buscaron la solución en una nueva forma de lenguaje, sin adornos,
directa, simple. La lógica de esta orientación tenía algo en común con esa otra
que provocó la Reforma: la poesía formal era vista como una Roma corrupta y
cómplice. Si esta reacción estaba bien fundamentada es otra cuestión, pero sin
duda la torna comprensible. De cualquier modo, algo es absolutamente claro: a
diferencia de su competidor occidental, el modernismo del Este europeo aparece
como históricamente justificado.
En todo caso, como ha dicho un
crítico muy agudo, el modernismo de Herbert constituye en realidad un
modernismo sin acrobacias experimentales. Su idioma está plasmado por la
necesidad, por el esteticismo llevado a la sobresaturación por sus inmediatos
predecesores y por sus contemporáneos de otras partes del mundo. En sus versos,
el impulso no proviene de la extravagancia o de la búsqueda de nuevos medios de
seducción, sino de la lógica inmanente del absurdo y del desencanto, de un
coraje mental absolutamente único. El suyo es un verso extremadamente
condensado, pero de una extraordinaria limpidez, cuya urdimbre constituye a un
tiempo la prueba y la receta para la supervivencia de la integridad humana.
Para decirlo de otro modo: las virtudes de esta poesía son proporcionales a la
magnitud de la presión física y mental a la cual es sometido un individuo por
la realidad moderna.
Pero después de toda esta
charla sobre modernismo, y no obstante la indiscutible modernidad de la poesía
de Herbert, hay algo en su tono, en su mezcla de ironía, desesperación y
equilibrio, que impulsa la imaginación de su lector en una dirección
diametralmente opuesta a la realidad contemporánea, en la dirección de la
antigüedad. Y la antigüedad en cuestión es muy, muy particular: es la de Roma.
Puede interesarte saber, querido lector, que casi todos los poetas modernos de
peso tratan, tarde o temprano, en el curso de sus trayectorias, de establecer
un cierto tipo de afinidad con uno de los cuatro grandes poetas de aquella que,
sumariamente, se puede denominar la edad augustea. Siempre que, claro está, el
poeta moderno no sea un italiano: entonces no. Pero si en cambio es, para
decirlo otra vez sumariamente, un nórdico, las cosas son así. Podría citarte
una buena cantidad de ejemplos, pero ya que estamos hablando de Herbert
tratemos de no divagar.
Un nórdico propende a buscar
esa afinidad cuando su suerte se parece a la de Propercio, Virgilio, Ovidio,
Horacio; vale decir: si vive en un imperio o en una de sus provincias. Esto no
tiene nada que ver con el mundo fantástico de los poetas; se trata,
simplemente, de que los últimos dos mil años de historia europea le han
otorgado a esos cuatro romanos las características de figuras arquetípicas.
Francamente, querido lector, es la pobreza de la historia la responsable de
todos nuestros arquetipos. De todos modos, en nuestro caso está en juego también
el hecho de que Propercio (o Catulo, según algunos), Virgilio, Ovidio y
Horacio, corresponden aproximadamente a los cuatro temperamentos humanos
clasificados por la escuela de Hipócrates. No presumo de tener acceso a la
mente de Herbert, pero no me asombraría demasiado si tal vez él se imagina a sí
mismo como una especie de Horacio en versión moderna, teniendo en cuenta que a
Horacio se parece en la colmada brevedad de sus versos, como así también en la
capacidad de asomarse de la poesía para echarle una mirada a eso que en ella se
ha filtrado como desde afuera.
Más que a subrayar la seriedad
del contenido, esta técnica del anticlímax informa implícitamente al lector
sobre la posibilidad de superar el drama de la propia existencia, de llevar las
cosas un paso más adelante, hasta liberarse, por así decirlo, de la historia.
Ya esta sola capacidad hace de Herbert un poeta de excepcional importancia
ética. El contenido estético de sus poesías le provee al lector no un refugio,
sino un arma. Y sin embargo sería miope reducir a Herbert al papel de
combatiente de la resistencia contra el más formidable sistema de opresión
política que nuestro siglo haya conocido. Ya que su verdadero enemigo es la
vulgaridad del corazón humano, la cual produce siempre una versión simplificada
de la realidad humana. Lo cual inevitablemente da lugar a la injusticia social
en el mejor de los casos, y a la transformación de una utopía en pesadilla en
el peor —y más frecuente— de los casos.
En otras palabras, sus versos
tienen como objetivo la causa, no sólo los efectos: la enfermedad, no sus
síntomas. Sus poemas simplemente muestran que la mayor parte de nuestras
creencias y convicciones, de nuestras concepciones sociales, son de pésimo
gusto, aunque más no sea por el hecho de que siempre son cultivadas a expensas
de otro. No asombra que su pluma a menudo apele a la historia, no tanto para
juzgarla como para ayudarnos a evitar el cliché, desde el momento en que la
historia también ha producido el arte. Si es obligatorio repetirla, mejor será
que nuestras vidas imiten al arte antes que a la inversa. Porque la historia, a
pesar de todos sus pecados, es la madre de la cultura.
La lluvia
Cuando mi hermano mayor
volvió de la guerra
tenía sobre la frente una
estrellita de plata
y debajo de la estrellita
un abismo
una esquirla de shrapnel
lo había alcanzado en Verdún
o quizá en Grunwald
(no recordaba los detalles)
hablaba mucho
en diferentes idiomas
pero sobre todo le gustaba
el lenguaje de la historia
sin parar
levantaba de la tierra a los compañeros
caídos
Rolando Feliksiak Aníbal
gritaba
que era la última cruzada
que pronto Cartago caería
y después confesaba sollozando
que no le caía bien a Napoleón
lo veían
empalidecer
los sentidos lo abandonaban
se transformaba lentamente en
monumento
por las valvas musicales de
los oídos
le penetró un bosque de piedra
y la piel del rostro
fue sujetada
a los dos ciegos y secos
botones de los ojos
le quedó sólo
el tacto
y cuántas historias
contaba con las manos
en la derecha tenía historias
de amor
en la izquierda recuerdos de
soldado
agarraron a mi hermano
y lo llevaron fuera de la
ciudad
ahora vuelve cada otoño
sutil y silencioso
no quiere entrar a casa
golpea el vidrio para que yo
salga
nos vamos por las calles
y él me cuenta
historias inauditas
tocándose la cara
con los dedos ciegos del
llanto
El pueblo
Justamente en un ángulo de
esta vieja carta geográfica está el pueblo del cual tengo nostalgia. Es la
patria de las manzanas, de las colinas, de los ríos perezosos, del vino áspero
y del amor. Lamentablemente una gran araña ha extendido encima su red y ha
cerrado las barreras del sueño con baba pegajosa.
Siempre es así: el ángel con
la espada de fuego, la araña, la conciencia.
De la mitología
Al principio era el dios de la
noche y de la tempestad, un ídolo negro sin ojos, delante del cual saltaban
desnudos y untados con sangre. Después, en los tiempos de la república, había
muchos dioses con mujeres, hijos, lechos crujientes y el trueno que estallaba
inocuo. Al final sólo neuróticos supersticiosos llevaban en el bolsillo una
estatuita de sal, simbolizando al dios de la ironía. No existía en ese tiempo
dios más grande que él.
Entonces llegaron los
bárbaros. También ellos apreciaban mucho al pequeño dios de la ironía. Lo
desmenuzaban con los tacos y lo espolvoreaban sobre las comidas.
Qué piensa el Señor Cogito del
infierno
El círculo más bajo del
infierno. Contrariamente a la opinión común, no está habitado por los déspotas
ni los matricidas, ni por quienes persiguen el cuerpo ajeno. Es el asilo de los
artistas, lleno de espejos, instrumentos y cuadros. A primera vista, la más
confortable sección del infierno, sin alquitrán, fuego y torturas físicas.
Durante todo el año hay
concursos, festivales y conciertos. Aquí no existe la temporada alta. La
temporada alta es permanente y poco menos que absoluta. Cada trimestre nacen
nuevas tendencias, y nada, a lo que parece, está en condiciones de frenar la
marcha triunfal de la vanguardia.
A Belcebú le gusta el arte. Se
jacta del hecho de que sus coros, sus poetas y sus pintores ya superen a los
celestiales. Quien posee el mejor arte también posee el gobierno mejor, la cosa
es evidente. Dentro de poco podrán medirse en el Festival de los Dos Mundos. Y
entonces veremos qué queda de Dante, Fra Angelico y Bach.
Belcebú protege el arte.
Garantiza a sus artistas tranquilidad, buena comida y aislamiento absoluto de
la vida infernal.
Elegía
A la memoria de mi madre
Y ahora tiene sobre la cabeza
las nubes broncíneas de las raíces
un débil lirio de sal sobre
las sienes granos de arena
y navega sobre el fondo de la
barca por galaxias espumosas
muy lejos de nosotros allí
donde el río dobla
aparece —desaparece como una
luz sobre el oleaje
de verdad no es distinto—
abandonada como todos
Los Antiguos Maestros
Los Antiguos Maestros
no se preocupaban por los
nombres
sus firmas eran
los dedos blancos de la Virgen
o las rosáceas torres
di città sul mare
y también escenas de vida
della Beata Umiltà
se disolvían
en sogno
miracolo
crocifissione
hallaban refugio
bajo los párpados de los
ángeles
detrás de las colinas de las
nubes
en la hierba tupida del
paraíso
se precipitaban íntegramente
en los horizontes áureos
sin un grito de espanto
sin invocar recuerdos
las superficies de sus cuadros
están pulidas como espejos
no son espejos para nosotros
son espejos para los elegidos
a vosotros os invoco Antiguos
Maestros
en los difíciles momentos de
la duda
haced que pierda
la escamosa piel del orgullo
que permanezca sordo
a la tentación de la fama
a vosotros os invoco Antiguos
Maestros
Pintor de la Lluvia del Maná
Pintor de los Árboles
Recamados
Pintor de la Visitación
Pintor de la Sangre Sagrada
El Señor Cogito — Retorno
1
El Señor Cogito
ha decidido volver
al regazo áspero
de la patria
la decisión es dramática
se arrepentirá amargamente
pero no aguanta más
las locuciones coloquiales
— comment allez-vous
— wie geht’s
— how are you
preguntas en apariencia
simples
exigen una respuesta
complicada
el Señor Cogito arranca
las vendas de la benévola
indiferencia
ha dejado de creer en el
progreso
sólo le importa su propia
herida
las exposiciones de la
abundancia
lo llenan de aburrimiento
le tomó gusto nada más
que a una columna dórica
de la iglesia de San Clemente
al retrato de cierta dama
a un libro que no logró
concluir
y a alguna otra bagatela
y entonces vuelve
ve ya
los confines
el campo arado
las mortíferas torres de la
guardia
las matas compactas de alambre
de púas
sin un crujido
la puerta blindada
se cierra lentamente a sus
espaldas
y está
ahora
solo
en el cofre
de todas las desgracias
2
entonces por qué vuelve
preguntan los amigos
del mundo mejor
podría quedarse aquí
de algún modo establecerse
confiarle la herida
a un quitamanchas químico
dejarla en la sala de espera
de los grandes aeropuertos
entonces por qué vuelve
— al agua de la infancia
— a las raíces enmarañadas
— al abrazo de la memoria
— a la mano al rostro
quemados sobre las parrillas
del tiempo
preguntas en apariencia
simples
exigen una respuesta
complicada
tal vez el Señor Cogito vuelve
para darle una respuesta
a los apremios del miedo
a la felicidad imposible
al puñetazo imprevisto
a la pregunta asesina
Carta a Ryszard Krynicki
Poco quedará Ryszard, bien
poco
de la poesía de este siglo
demente sí Rilke Eliot
algún otro insigne chamán
conocedor del secreto
de encantar palabras de un modo
refractario al tiempo sin el cual
no hay frase memorable y la
lengua es como arena
nuestros cuadernos escolares
sinceramente atormentados
manchados de sudor lágrimas
sangre serán
para la eterna correctora como
el texto de una canción sin notas
noblemente leal incluso
demasiado evidente
con excesivo apresuramiento
creímos que la belleza no salvaba
que conducía torpemente de
sueño en sueño a la muerte
ninguno de nosotros ha sabido
despertar a la ninfa del álamo
leer la grafía de las nubes
por lo tanto el unicornio no
seguirá nuestras huellas
no devolveremos a la vida a la
nave en la bahía al pavo real
a la rosa
ha quedado la desnudez y
estamos desnudos de pie
del lado derecho el mejor del
tríptico
El Juicio Universal
hemos cargado sobre nuestras
flacas espaldas los problemas
públicos
la lucha contra la tiranía la
mentira las imitaciones del sufrimiento
con adversarios —admítelo—
miserablemente mezquinos
¿valía entonces la pena
rebajar la sagrada lengua
hasta el bla-bla de la tribuna
hasta la negra espuma de los diarios?
hay tan poca alegría —hija de
los dioses— en nuestros versos
Ryszard
tan pocos crepúsculos
luminosos espejos guirnaldas ímpetus
nada más que oscuras salmodias
balbuceo de animales
urnas con cenizas en un jardín
quemado
cuánta fuerza es necesaria
para susurrar
en el huerto de los olivos a
pesar del destino
veredictos de la historia
iniquidad humana — tácita noche
cuánta fuerza de ánimo hace
falta para hacer saltar
golpeando en la ceguera
desesperación contra
desesperación
una chispa de luz una palabra
de reconciliación
para que dure eternamente la
ronda del baile en la hierba
tupida
el bendito día del nacimiento
de un niño y todo comienzo
los dones del aire de la
tierra y del fuego y del agua
yo no lo sé —Amigo mío— por
eso
te envío en la noche estos
enigmas de lechuza
un cordial abrazo
la reverencia
de mi sombra
Las encinas
Sobre la duna en el bosque
tres grandes encinas
a ellas les pido ayuda y
consejo
ya que callan coros y profetas
no hay sobre la tierra nadie
digno de respeto por eso a
vosotras
os dirijo —encinas— preguntas
oscuras
escucho el oráculo como en
Dodona
Debo admitirlo sin embargo me
inquieta
el ritual de vuestra
procreación
—oh sabias— entre primavera y
verano
a la sombra de las ramas hay
un pulular
de niños y lactantes
jardines de infantes de
hojitas orfelinatos de brotes
pálidos muy pálidos
más débiles que la hierba
sobre el océano de arena
luchan solos solos
por qué no defendéis a
vuestros hijos
sobre los cuales el primer hielo
traerá el exterminio
Por qué —encinas— la loca
cruzada
la matanza de inocentes la
tétrica selección
el espíritu nietzscheano sobre
la quieta duna
que puede calmar los dulces
lamentos de Keats
aquí donde todo parece inducir
a besos confesiones reconciliaciones
Qué sentido tiene vuestra
oscura parábola
barroco de angelitos boca de
blancas tibias
tribunal al alba ejecución a
la noche
vida y muerte mezcladas
ciegamente
pasos hacia el barroco que no
soporto
pero quién gobierna
un dios de ojos acuosos con
rostro de contable
un demiurgo de viles tablas
estadísticas
que juega a los dados
obteniendo siempre provecho
o la necesidad es tan sólo una
variante del azar
y el sentido es nostalgia de
débiles quimera de desilusionados
Tantas preguntas —oh encinas-
tantas hojas y debajo de cada
hoja
desesperación
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