6 de abril de 2014

Óscar Oliva





 









 
Piedra arenaria
 

QUE SE LO COMAN TODO, y acabemos. Que se lo traguen,
     entre gritos, a patadas, desde adentro de una
     madre, revolviendo el agua del nacimiento.

En la escritura que arrojo por los hombros no hay más
     que una presión, un alud de años, un mirar que
     aprieta y sofoca, unas palabras que no tienen
     acomodo en ninguna parte, unos papeles con ruidos,
     con gruñidos, cuando una sartén se ha roto por
     el mango, cuando te esponjaste como una gallina,
     cuando cubriste el espacio que te correspondía
     sin ser águila, cuando te pusiste a sanar del
     ala seca, cuando te arrastraste a donde sonaba
     la claridad.

Salgo, como he salido tantas veces, al aire descascarado,
     con la camisa babeante, con la manga tiesa, y
     la nuca sudada.


Alguien se retira de mí, a otro rincón, siguiendo la
     sombra de mi mano que se desliza como un tren.
     He caminado siguiendo a mis pies, he tropezado
     con mis cejas. Me doy cuenta que el papel es
     carne y que no hay fuego en esa caverna, que el
     frío va entumeciendo sus ojos; descoyunta sus
     rodillas, lo hace pedazos.

Todo empuja a arrancar, a crepúsculo embrocado, todo
     camina en gestos, en grava. De un lugar a otro,
     luces morroñosas, sábanas de antigua agua. Mi
     camiseta se quema para florecer a solas. Camino
     sobre de una uña, como en el mar. ¡Zumban, tumbados,
     los aguaceros!


En la tiesura de las cigarras, sus secas alas alargan
     el cielo, hieren su antebrazo. La navaja del
     vuelo se oxida en mi garganta.


¡La señal! Y enmudecí siguiendo la luz de una lámpara.
     Me eché para atrás como quien quiere detener a
     la noche, junto a las polvosas palomas de las
     vigas, como si alguien me arrancara de los hombros
     y clavara mi cabeza en una pica, con una palabra
     reventada en el puño.

No podía creerlo entre los restos de comida, entre
     botellas rotas, en cada uno de los cabellos del
     relámpago que mostraba sus ojos de ira, sus labios
     de ultraje. Lo dije tantas veces sobre los carbones
     prendidos debajo del comal, lo repetí a las cuatro
     paredes de una habitación, lo reproduje en las
     hojas que el tiempo ha podrido, mascado, y en
     la lluvia que mira sobre los campos la fértil
     acometida de las hierbas.

¡La vena a punto de reventar, hinchada en el esfuerzo
     caudaloso! ¡El ojo que salpica cuando no hay nadie!

Poso la mejilla en el vientre de la estatua de sal,
     la que sintió pasar un pájaro dentro de una gota
     de ámbar, y siento el vuelo mojado de una mujer,
     aire que me baña.

Sobre los huesos de los codos me levanto, para emparejarme,
para estar despierto. Desde esta posición veo
todo lo que he dejado atrás, mientras termino
de comer, cuando un halo baja hasta mi frente
y me anuncia que ya va a amanecer, entre pétalos
arrugados.

Me levanto a través del cielo áureo, con letras incompletas.



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