16 de mayo de 2007

Ángel Escobar

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LA CASA EN EL AIRE





"Arquímides", me dijo el bulto de cerveza que estaba a mi derecha; "Virgilio", le contesté: ya iba por el séptimo shop grande; miré la mano que me extendía y no se por qué lo vi tocando un piano baby cola; se la estreché y, estaba tan húmeda como la mía, la solté rápido: vi las diestras de Virgilio y Arquímedes aferrarse a las asas de las vasijas de ambrosía, luego sus rostros tragaron sendos medios jarrones de cielos amarillos. " Estoy buscando el primer libro de Castaneda", me susurró Arquímedes, retrasando las palabras, El Soplo, agregó. "Qué", le dije sin mirarlo, y sin parecer interesado. El Soplo, asentía con la cabeza, una leve pausa y luego: "Así se llama".
No sabía si creer que me estaba tomando el pelo; al pensarlo me reí: soy calvo, me lo han tomado casi todo; después se armó, entre los líquidos placenteros y mi vigilancia fugándose, una convicción: o aquello era el inicio de una conversación de borrachos, o estaba ante un iluminado: nunca había oído hablar de un libro de Castaneda con ese título; y se lo dije. "Mi esposa también me afirmó eso hace cinco años", depositó en los míos sus ojos de un azul pálido, "ahora no piensa así", y miró detrás suyo. Yo también miré: nos encontramos con una sonrisa de esas que hacen a uno dudar de la inutilidad de la vida, al menos la vida que uno quiere apartar como un rastrojo.
"Claudette", dijo con parsimonia, presentándomela: ella se había puesto de pie; estiró una mano graciosa que corroboraban su sonrisa y su rostro, y volvió a la mesa que estaba situada detrás nuestro, donde estaba sola y, con una botella de agua mineral y un vaso vacío, esperaba, orla del apego y la paciencia, a que su marido encontrara El Soplo, no sin antes tragarse el planeta, que parecía ser, y era, un shop o un supershop tras otro. "Llegó de Francia anoche", dijo, y, secándose la espuma de los labios, anotó: "Apenas pegó un ojo". Volví a mirarla, no parecía cansada y consultaba una pequeña agenda. Al fijarme mejor, vi que las páginas no estaban violadas: lisas, blancas, solo exhibían una Colombina tenue, en color pastel.
Tomé mi búcaro, y me tragué las lilas amarillas que contenía; él hizo lo mismo con todo su jardín, y en el último arbusto del fondo escondido no halló El Soplo, por lo que nos miramos y pedimos otro al colombiano, que era, con su bigote recortado y canoso y la cara mal rasurada, el portero, el mozo, el barman y el dueño. "Recorrió todo París buscándolo", Arquímedes volvió a mirar a Claudette que continuaba, Colombina tras Colombina, pasando las hojas, absorta. "Y nada", musitó tragando. "A lo mejor está en otra ciudad", no me estaba burlando: una convicción vale más que la mueca del universo; "o en otro pueblo", merecía: yo tenía y quería darle confianza. "Ya los recorrió todos", le oí, "ha memorizado Francia, y no hay rincón ni hendija donde no halla puesto los ojos buscándolo", se ladeo mirándose, "ella es el mapa".
"En otro país", encendí un cigarrillo. Con el yesquero, en medio de la tiniebla, me hallé buscando el primer libro de Castaneda, país por país, en cada recoveco y en cada partícula de tiempo. "No", dijo, "o estaba en Francia o está aquí". " ¿Y cuánto han avanzado?", Aplasté la colilla con el pie; miré el cenicero, limpio, frente a mí: no lo había entendido, y él me sacó del error once segundos después de yo haber dado con la clave: "Sólo faltas tú", me dijo.

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