Ítalo Calvino
Las ciudades y los intercambios 1
A ochenta millas de proa al
viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de
siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que
fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la
estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de
descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para
la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y
atravesar desiertos para venir hasta aquí no es solo el trueque de mercancías
que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio
del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la
sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas
rebajas de precio. No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también
porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre
sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno
dice -como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”,
“amantes”- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de
tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje
que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o
del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo
se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu
batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la
memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
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