Bajo el signo de Leo
Klaus Ziegler
La mejor poesía aspira a la
condición de música, escribió alguna vez Borges. Y pocos poetas se acercan más
a este esquivo ideal que Francisco de Asís León Bogislao de Greiff Häusler, el
prodigioso León de Greiff, quizás el más trascendental y original de los poetas
colombianos.
Mucho se ha escrito sobre este
sujeto “taciturno, hermético, cogitabundo, parco de gesticulaciones, sobrio de
ademanes, no nada modulador y de simpatía nula”. A sus biógrafos les encanta
ponderar su abolengo escandinavo, insistir en la leyenda del superhombre ario,
un mito que llega al extremo ridículo de alegar que su sorprendente don musical
y su exclusivo lenguaje poético provienen de ese “norte recóndito”, cuando en
realidad, y en palabras de su propio hijo Hjalmar, tanto sus padres como tres
de sus abuelos y cuatro de sus bisabuelos eran colombianos. Incluso su abuelo
alemán y sus bisabuelos suecos fueron en realidad más antioqueños que
germánicos o nórdicos, pues vivieron más años en Antioquia que en sus
respectivas patrias.
De Greiff es un poeta singular,
inconfundible. Un rapsoda de pasmosa riqueza idiomática de la cual hace honor
un glosario de casi seiscientas páginas, donde se recogen los innumerables
neologismos, arcaísmos, latinajos y extranjerismos que aparecen en su obra, así
como cientos de vocablos de su propia invención. No es fácil para el iniciado
descubrir, por ejemplo, que “Bredunco” es un antiguo nombre del río Cauca, “el
Bredunco de Almagro”, hasta que no se topa con el “Relato de Erik Fjordsson”:
“Oh, tú, Bredunco, oh Cauca de fragoso peregrinar por chorreras y rocales/
atormentado, indómito, bravío/ y de perezas infinitesimales/ en los remansos de
absintias aguas quietas/ y de lento girar en espirales/ y de cauce limoso/ oh
Cauca, oh Cauca Río”.
Debo indicarle al procesador de
palabras que no incluya “absintias” dentro de los errores ortográficos, pues el
vocablo es un hermoso adjetivo que De Greiff deriva de “absintia”, nombre
francés del licor de ajenjo, elixir de Poe, Baudelaire y Mallarme: “En el
absintio quiero que se escondan/ -tras de sus de sirena glaucos ojos-/ mi
espíritu arbitrario…
Su obra parece seguir el
dictado de un oído prodigioso que logra el milagro de una poesía melódica,
erudita, graciosa y cargada de fina ironía. De Greiff se burla de todos y de sí
mismo; se deleita con la música de las palabras. Supongo que el goce es similar
al de los niños cuando recitan por el solo placer de la rima, incluso sin
comprender el significado de los versos. En el extremo opuesto está la
pedantería de quienes se embelesan en el soporífero análisis literario —y hasta
sicoanalítico— de su extensa obra, algo que uno sospecha, poco o nada hubiera
interesado al poeta antioqueño.
Pocas cosas producen tanto
placer como “nutrir el ocio” recitando en voz alta, y para uno mismo, la
“Admonición a los impertinentes”, o el “Relato de Ramón Antigua”, o el “Relato
de Guillaume de Lorges”, un poema extraordinario que contiene uno de los versos
más hermosos de la lengua española: “Yo, señor, soy acontista./ Mi profesión es
hacer disparos al aire./ ¿Todavía no habré descendido la primera nube?/ También
soy jugador de dados/ y tengo mis ribetes de asesino./ Presumo haber en lontana
ocasión hurtádome los vasos sagrados/ de ya no sé qué iglesia, abadía o
convento/ Creo que han sido mías varias esposas de Jesús,/ cuyos votos de
castidad y su amor al esposo divino/ fueron plumas al viento/ y golondrinas
migratorias que soltaron su vuelo desde la Cruz”.
Como el mítico país de
Bolombolo, “región salida del mapa”, la palabra “acontista”, de acontar, o
apuntar, no figura en ningún diccionario. León de Greiff la define como la
profesión de lanzar azconas, dardos y virotes al aire, rumbo a las imbeles
constelaciones. Tampoco figuran en los mapas multitud de regiones imaginarias:
“Netupiromba”, “Zuyexawivo”, o sí figuran, pero con nombres distintos de
aquellos que el poeta utiliza en su universo propio para designar a Bogotá y a
Medellín. Así mismo, De Greiff prefiere “favila”, por cenizas, y “rauco”, por
ronco. Se complace en anacronismos como “ventalle”, por abanico, y en arcaísmos
que rescata de la poesía castellana de finales del Medioevo: “vegada”, del
latín “vicata”, en lugar de "vez". Igual que al oír el lamento del
violín en la Chacona de la segunda partita de Bach, que nos recuerda el triunfo
de la muerte sobre la vida, es imposible no quedar anonadado al escuchar por
primera vez el comienzo de su Nocturno Número 4 en Si Bemol: “Tabardo astroso
cuelga de mis hombros claudicantes y yo le creo clámide augusta”. En él se hace
patente esa musicalidad inconfundible que caracteriza su obra, y que ya se
advierte en los títulos y subtítulos de sus poemas.
Todos los años se celebran
festivales internacionales donde poetas de todos los rincones del Planeta
recitan en sus idiomas nativos, mientras un ejército de intérpretes se esfuerza
hasta el límite por traducir la poesía. Sin embargo, y a pesar de la buena
voluntad, los resultados son por lo general desastrosos. El producto final es
algo tan torpe como una interpretación en chirimía de la Chacona para violín, o
una versión reggaetón del Aire en la cuerda de Sol. Supe de un atrevido
compositor y cantante que musicalizó algunos poemas populares de De Greiff. ¿El
resultado? Unas baladas sin la menor fluidez, tan desafortunadas como las
monótonas y cacofónicas melodías de “Juanes” cuando mezcla ritmos pop con
música de cantina en su guitarra eléctrica. Cuentan que el poeta al enterarse
del trabajo artístico del cantautor exclamó: “No sean pendejos, si mi poesía ya
tiene música”.
Salvo contadas excepciones, la
poesía resulta intraducible. Es un extraordinario privilegio para los hablantes
de la lengua española contar con este genio singular, universal e insular a la
vez, uno de los más extraños y originales poetas de todos los tiempos; en
opinión de algunos, el más grande de los grandes poetas colombianos.
El Espectador, Bogotá, agosto 31 de 2011
Tomado de Moir.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario