24 de septiembre de 2008

José Watanabe



















Elogio del Refrenamiento

(Publicado en la revista Que Hacer en 1999 en el marco del centenario de la inmigración japonesa al Perú)


                                                                                           Para Issa, mi hija

Hace algunos días, una muchacha peruana que estudia literatura en Madrid le pidió a su madre, que vive aquí en Lima, que me ubique y me pida algunos poemas para incluirlos en no se qué antología. Cuando la señora vino a mi casa a cumplir con el encargo filial, me comentó: «Qué casualidad, en mi casa tengo alojado a un paisano suyo. Es un japonés de la Universidad de Osaka que está haciendo un posgrado en la Universidad Católica». Como yo sólo le sonreí condescendiente, ella me exigió con amabilidad una mayor definición: «¿Es paisano suyo, no?», me dijo. «Alguito, señora», le respondí.
La señora quizás sea representativa de aquellos que nos atribuyen a los nikkei un japonesismo cerrado o, en todo caso, muy vigente en nuestra cultura diaria. Pero sí, algo, o «alguito», de japonés hay en la composición de nuestra personalidad. Sin embargo, siempre me pregunto hasta qué punto esta herencia puede permitirnos hablar de una identidad de grupo. Hay ciertos elementos obvios que podrían convencernos de la existencia de esa identidad, desde nuestros rasgos físicos hasta la promocionada cocina nikkei. Nuestros rasgos, tiempo más, tiempo menos, terminarán como debe ser: disueltos en el paisaje mestizo de nuestro país. Y posiblemente la celebrada cocina, con su exotismo más, y otras prácticas similares se conviertan pronto en anécdota. ¿Qué hay de más profundo? ¿Qué herencia todavía está viva en nuestra subjetividad y determina nuestra conducta? ¬ me pregunto a veces, y confieso que siempre termino confundido, como debe ser ante tamañas preguntas.
Hay ocasiones en que descubro con cierta claridad que soy descendiente de japonés. Generalmente sucede en situaciones críticas, y me sorprendo porque siento que algo profundo viene y cambia el rumbo de mis reacciones previsibles. Mi normal tendencia al desánimo, por ejemplo, se hace temple inusual. No es una petulante apelación al estereotipo de japonés imperturbable ante la adversidad; es una íntima presión que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.
En uno de los poemas de mi libro El huso de la palabra está mejor mencionado este asunto. Lo escribí en 1986, en un hospital de Alemania, donde sentía la infinita tentación de descomponerme y tirarme al piso a llorar un diagnóstico terrible. «Mi miedo es la única impureza en este cuarto aséptico», dije reprochándome, y escribí lo que aquí, pidiendo permiso, cito:
Mas no patetices. Eres hijo de. No dramatices.
El japonés
se acabó «picado por el cáncer más bravo que las águilas»,
sin dinero para morfina, pero con qué elegancia, escuchando
con qué elegancia
las notas
mesuradas primero y luego como mil precipitándose
del kotó
de La Hora Radial de la Colonia Japonesa.
Esta conducta «elegante» (estoica, debí escribir) ante una situación límite compuso desde muy antiguo el modo de ser nuestros padres. Ellos crecieron escuchando historias de samurais que luego nos repitieron. Las enseñanzas implícitas en los argumentos casi siempre abundaban en la dignidad ante las situaciones extremas y, especialmente, ante la muerte. Abrevio aquí una de esas historias que mi padre contaba a la luz de un lamparín: dos samurais acostumbraban combatir juntos para defenderse mutuamente las espaldas. Un día, uno de ellos fue flechado en un ojo por los arqueros del bando contrario. El herido se dejó caer cerca de un árbol mientras su compañero dejaba de combatir para auxiliarlo. Este intentó poner su zapatilla en el lado sano del rostro de su amigo para fijarlo y tirar de la flecha. El herido lo detuvo con sus últimas fuerzas, y le dijo: «Nadie, ni tú, mi honorable amigo, podrá poner su zapatilla en mi cara». Enseguida le pidió que lo ayudara a recostarse en el árbol para esperar, con majestad, la muerte.
Buscar una muerte digna y no dejar el cadáver en una posición vergonzosa es parte del espíritu del Bushido, aquel conjunto de normas éticas con que los samurais gobernaron durante siete siglos el Japón. Con el tiempo, las normas también pasaron a determinar la conducta de la sociedad civil. El Bushido nunca fue escrito pero estaba en el espíritu de todos los japoneses y se transmitía de modo consuetudinario y a través del arte. Está en la historia de los dos samurais que acabo de recordar, así como en la poética del dramaturgo de bunraku, Chikamatsu, que a comienzos del siglo XVIII, dijo: «Cantar los versos con la voz preñada de lágrimas, no es mi estilo. Considero que el pathos es enteramente una cuestión de refrenamiento. Cuando todas las partes de un drama están controladas por el refrenamiento, el efecto es más conmovedor».
Creo que el refrenamiento, la contención, es el aspecto que más aprecié de mi padre, el que más me impresionaba. Mis hermanos y yo terminamos por controlar nuestras expansiones ante él. Nunca nos lo pidió, pero de alguna manera supimos que él siempre esperaba de nosotros un comportamiento más discreto, más recogido de maneras. Era una forma de represión, sí, pero no castrante, sino para estar más cerca del orden natural. La naturaleza, aún cuando es violenta, no hace aspavientos. Cuando somos aspaventosos estamos haciendo comentarios agregados e innecesarios a nuestros actos, que son naturales, todos.
Y aquí es inevitable que recuerde a Tilsa Tsuchiya, la enorme artista que me privilegió con su larga amistad. Creo que los personajes de sus pinturas tienen una estatuaria que responde a un aliento anterior a ella. Todos sus seres, inclusive los objetos de sus bodegones, tienen la majestad del refrenamiento. Acaso el verdadero rasgo japonés de su pintura haya que buscarlo en la poética de Chikamatsu, cuya esencia explica todo el arte tradicional de Japón: una creación quieta, íntima, imponente a veces, pero siempre sin alardes. Tilsa se expresó a través de personajes que en sus posturas hieráticas refunden, pecho adentro, dramas, intensidades, abismos. De todos los que pueblan su obra, casi ninguno tiene brazos, acaso para evitarles una expansión. Sin embargo, no son personajes mutilados, están bien como están, y no extrañan ¬ni ellos ni nosotros¬ sus miembros. Chikamatsu, que reprochó «la voz cargada de lágrimas», reprocharía también los largos ademanes. Un día, Tilsa, fastidiada por el lloriqueo telefónico de una amiga con problemas, me dijo: «Debería pintar. Así no lloraría». Estoy casi convencido ahora de que esta frase (o mejor: esta actitud) venía del silencioso y severo don Yoshigoro, su padre.
Y yo vuelvo a mi padre, aquel otro japonés que sin verdadera intención educativa me traducía, en medio del pleito de pollos y patos del corral, los poemas de Bashó. Yo era un niño y la imagen que me hacía del desconocido poeta se confundía con la de mi padre: ambos eran hombres parcos de actitud y concisos de palabras. Pero, como bien sabemos, todo lo humano es contradictorio, más aun cuando se es niño. En muchas ocasiones deseaba que mi padre fuera más expresivo, tanto como la gente efusiva entre las que vivíamos. Hasta hoy esa contradicción está en mi. Tal vez el poema inédito que aquí me permito transcribir, guardado hace tiempo en el fondo de mi gaveta, ilustre mejor lo que vengo diciendo:

EL KIMONO
Mi padre y mi madre eran sombras
dispares
que ahora, muertas, acaso se encuentran
más.
Yo recuerdo: él le regaló un kimono
y ella lloró en silencio
porque una gracia así
no concordaba
con su amor tan austero.
En la espalda del kimono
saltaba un salmón rojo.
Sobre los hombros de mi madre, el pez
parecía subir por la cascada de sus cabellos,
hermosisímos y azulados cabellos
de mestiza:
Una bella imagen que ella no podía ver.
Dígasela usted, padre,
para que deje de llorar.


La poesía no consuela"

Con esta entrevista, el destacado poeta José Watanabe(Laredo, 1946) se reincorpora oficialmente al mundo literario, al tiempo que anuncia la inminente apariciónde su segundo libro: El huso de la palabra


A la hora en que la claridad del día empieza a languidecer y los mortales regresan a sus casas luego de cumplir con una larga jornada de trabajo, el poeta José Watanabe, como un duende crepuscular, abre los ojos, se viste, "desayuna" y se sienta frente a la máquina de escribir para iniciar su propia jornada de trabajo."Ahora estoy escribiendo un guión cinematográfico", dice después de describir su extraña pero productiva rutina. Se le nota saludable; responde a las preguntas con buen humor, mientras trata de recordar cuánto tiempo ha permanecido sin aparecer en público; sin publicar poemas o verse con sus amigos más entrañables."Casi no salgo de esta casa", explica sin solemnidad, como confirmando algo que todo el mundo sabe. Luego esboza una sonrisa de satisfacción y afirma con voz clara: "llevo una vida completamente nocturna. Escribo y leo cuando todos duermen. Me acuesto a descansar a media mañana". La sala donde Watanabe relata su vida reciente está adornada con cuadros de Tilsa. Este detalle conduce la conversación hacia su amistad con la gran artista. Más tarde habla con detenimiento de su propia vocación plástica, de su paso por la Escuela de Bellas Artes de Trujillo y de sus no tan episódicos estudios de arquitectura en la universidad Federico Villareal. Recuerda su experiencia en la televisión, como director del programa infantil La casa de cartón, que producía el INTE en los años setenta, y a continuación sus inicios en el cine, no sólo como guionista sino también como director artístico. "Ello implica -dice respecto a esta última especialidad- hacerme cargo de la escenografía, del vestuario y del maquillaje". Watanabe describe, durante algunos minutos, su oficio cinematográfico: "hacer una escenografía es como escribir un poema, pero con cosas. Tienes un espacio vacío y debes crear un ambiente. Haciendo este trabajo yo siento que estoy escribiendo, pero sin angustiarme ni sufrir, lo que sí me ocurre cuando escribo poesía".


El huso de la palabra

Watanabe ha publicado hasta el momento un solo libro de poesía: Álbum de familia (1971), con el que pasó a ocupar un lugar destacado entre aquellos poetas denominados de la "generación del 70".En breve aparecerá su segundo libro, El huso de la palabra, título que alude a ese pequeño instrumento que sirve para hilar, en este caso palabras. Este nuevo poemario reúne treinta y cinco textos escritos en los últimos años, casi todos alrededor del tema del lenguaje. En ellos Watanabe insiste en el tono narrativo y descriptivo que lo caracterizó desde sus primeras publicaciones, empleando elementos autobiográficos -ese mundo mítico provinciano, casi rural, de su infancia pero reprimiendo, como él mismo señala, su neurosis."Son poemas muy mesurados -dice-. Tengo una especie de pudor que no sé si he aprendido de la poesía japonesa, especialmente del haiku, o si me viene por tradición familiar, pues mi familia es antipatética, totalmente desdramatizada". Los poemas de El huso de la palabra, de no mucha extensión pero sí con un claro predominio del verso largo, está divididos en tres partes."La primera sección -explica Watanabe- está dedicada a la poesía en mi relación con la mujer. Se llama 'El amor y no', pero no es poesía amorosa. La segunda sección reúne una suerte de artes poéticas en las cuales trato de exponer lo que es mi trabajo con el lenguaje"."La última parte -continúa- se denomina 'Krankenhaus', que en alemán quiere decir hospital. Allí también hablo dela palabra pero en función de mi larga estadía en el hospital de Hannover, donde estuve muy enfermo. Creo que aquí sí soy un poquito más dramático"."Supongo que eso se debe a que estuve frente a la muerte -dice, poniéndose muy serio por un instante-. Eso es terrible, pues buscas algo que te consuele y la poesía no consuela en esos momentos. Más me consolaba una ardilla o un conejo que venía al balcón. Lo único que me quedaba era el miedo"."Estar frente a la muerte -concluye- te cambia todos los conceptos. Creo que a partir de entonces estoy escribiendo una poesía más expeditiva, mas notarial, es decir: cojo el tema, no me salgo de él y simplemente trato de escribirlo. Eso es muy claro en el libro que voy a publicar".


Planteo del problema

Las referencias literarias que Watanabe hace a lo largo de la conversación provienen mayoritariamente de la poesía japonesa. Reiteradamente habla de los haikus, recita de memoria uno tras otro y los desarma para mostrar el encanto que siente por su oculta riqueza metafísica."No trato de hacer reflexiones filosóficas -continúa- sino tan sólo describir una situación. Muchas veces tengo el tema, la idea, pero no tengo el escenario. Busco ese escenario -quizá sea una distorsión que me viene por hacer cine- en la pintura, en la arquitectura; a veces mis lecturas de química o sociología me dan la clave, el escenario que necesito para el tratamiento". Piensa un instante y agrega: "creo que mantengo desde siempre cierto espíritu del haiku: escribir sin dramatizar, describir algo sin sacar conclusiones y dejar que el lector tenga la posibilidad de conmoverse ante una situación que yo simplemente muestro".


Un japonés muy culto

La madre de Watanabe, de origen serrano, fue enganchada en plena juventud para trabajar en las haciendas azucareras. Su padre era un inmigrante japonés con una distinción muy especial: poseía una gran cultura. "Mi padre leía mucho -recuerda Watanabe-, era pintor, le gustaba hojear un libro de Cezanne que yo conservo hasta ahora. Era una persona muy especial. Por eso, cuando pienso en él algo me duele: ¿qué hacía una persona como él trabajando en una hacienda azucarera? ¿Cómo podía sentirse en un ambiente así? Sabía hablar inglés y francés y el hacendado lo mandaba llamar para practicar esas lenguas. Después mi padre volvía a la ranchería para continuar con su vida de inmigrante pobre"."Yo estaba predestinado -continúa-, como todos mis hermanos mayores, a ser un bracero más y convertirme con la reforma agraria en un socio cooperativista en la actual empresa Laredo. Pero cuando estaba terminando la primaria ocurrió algo que cambió, mi vida y la de mi familia: mi padre se sacó la lotería de Lima y Callao y gracias a eso pudimos salir de Laredo, instalarnos en Trujillo y continuar estudiando"."Ese origen me marcó para siempre. Antes de sacarnos la lotería, mi hermano mayor llegó asustado diciendo que lo había perseguido un caballo blanco; a mi padre lo orinó un gato una noche; ocurrieron otras cosas así. Hasta ahora mi madre no puede dejar de creer que esos fueron buenos anuncios, como tampoco que fueron malos anuncios otros signos que precedieron a la muerte de mis dos hermanos. Ese mundo de mitos que aparece en mis poemas yo lo he vivido de chico, no lo he inventado. He vivido el mito sin saber que era un mito. Eso está en mí y no puedo liberarme. En este libro que voy a publicar aparecen con mayor nitidez esos mundos". (Abelardo Sánchez León y Francisco Tumi)

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