19 de marzo de 2014

Jacques Réda



 
















 
El mañana de octubre




Lev Davidovich Bronstein agita su candado, agita

las manos y la hirsuta cabellera, un instante y caerán

del chaleco las gafas de erudito que pierde para siempre

arengando a los marineros de Cronstadt toscamente

tallados en madera de Finlandia, casi tan insensibles

como las cruces de fusiles que salpican la nieve sucia.

Mientras Lev Davidovich predica hasta perder la voz

en el plomo del Neva lentamente se vuelven las torretas

del Aurora y apuntan a la oscura fachada

del Palacio de Invierno.

                                                  Qué labia. Qué cielo amarillo.

Y en los puentes desiertos el peso de la historia y cada tanto

el ronquido de un auto con las alas erizadas de bayonetas.

En Smolny, esa noche, creció la barba; enrojecidos

por el tabaco y por los filamentos de las bombillas, los ojos

ceden ante el crepúsculo de Petrogrado y su silencio

en el que allá, entre los letones feroces y aplicados,

Lev Davidovich profetiza, exhorta y amenaza y tiembla

de sentir que se inclina la masa inmóvil de los siglos

irremediablemente, igual que los cañones en sus ejes,

al borde de esa mañana de octubre.

                                                                           (Ya ha llegado en secreto

Vladimir Ilich a la capital; más tarde dormirá,

maquillado del todo, en féretro de vidrio,

inmóvil entre ramos y fanfarrias.

Lev Davidovich echa al aire mientras tanto su greña,

atrapa sus quevedos

                                             —algo de sangre, algo de cielo

mexicano se mezclarán en el último día, tan lejano

de tu fangoso octubre delirante de banderas rojas al viento.)




 Traducción de Aurelio Asiain



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