30 de octubre de 2012

Patrick Kavanagh



















Recuerdo de los chopos

Caminaba entre los chopos otoñados que mi padre plantó
una tarde de abril cuando yo era un niño
que corría entre hileras de renuevos,
y él tomaba los tenaces, los prometedores.

Mi padre soñó bosques, está muerto;
y hay bosques de chopos en eriales
y a la orilla de acequias.

Cuando miro hacia arriba
veo a mi padre
asomarse por el cielo enramado.



16 de octubre de 2012

José Lezama Lima





















Oppiano Licario
  
(fragmento)



La muerte de la madre se llora, aunque esté viva, en nuestra niñez (...) Ya verás al final cómo la madre viva y la muerta son la raíz de  la verdadera sabiduría. La madre viva puede ser uno mismo, que encontramos en la madre o en el Eros, en el amor, y la madre muerta, que es la sabiduría, la cifra descifrable de cada persona.




14 de octubre de 2012

Forrest Gander
















Ligadura 1



Cuando el intenso arrastre de la adolescencia del hijo tira a través de ellos, 
la familia se alza hacia el afinamiento y empieza a romperse como una ola.

Cuando te besé, te echaste para atrás, dice la mujer. ¿Por qué?

Días somnolientos en la puerta del invierno.

Cuando señala hacia la mujer, el niño mira su mano como lo haría su perro.

La mandíbula del niño se traba. Como si detrás de sus muelas, dentro de la carne suave 

de su garganta, una nueva camada de dientes estuviera cortando caminos. 
¿Una boca, para qué?

Cada uno ve las cosas desde su esquina. Los argumentos toman giros en cada rincón, 

y ¿quién podría seguirlos? Una secuencia de frases en ruinas entra como un vendaval.

Cuando uno, cuando una palabra, cuando la palabra suicidio entra en la habitación 

donde ellos están gritando, el sistema se colapsa, prematuramente amansado.

El hombre escribe, no me fue dado un sujeto, mas estoy entregado a mi sujeto. 

Estoy dentro de él como un parásito.

Mira el rostro crisparse frente a la aproximación de otros futuros distintos 

a aquel futuro para el que su rostro estaba naturalmente preparado.

Así que brevemente habitan sus cuerpos como lo hace la música. 

Y aún así él continúa actuando como si hubiera porvenir.

Uno de ellos grita: Yo sólo quiero que te vayas.

Inexpresiva y plana como una tortilla, la luna de la tarde tendida sobre la casa.

Ella llama al hombre a una esquina en el sótano. 

Esos no son huevos de araña, dice él, echándose para atrás. Esos son sus ojos.

Cuando el encuentro con el ser es volcánico, nada puede seguirlo.

Abriendo el capullo para manifestarse a sí mismo, un niño en una familia.

Ellos, como a la espera. Como si dentro de la experiencia, destellante de significado, 

hubiera otras experiencias pendientes, innombrables. 







Libreto para Eros (Madrid, 2010, trad. de Valerie Mejer) 



12 de octubre de 2012

Rodolfo Hinostroza

















Los huesos de mi padre

 

Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?

Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,

sus falangetas, su astrágalo,

su vómer, sus clavículas?

No se habrán confundido

en la Fosa Común

con los de un vagabundo

de esos que abundan en las calles de Lima,

y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar

en que sean éstos los huesos de mi querido padre,

don Octavio, Tachito,

si en la Fosa Común donde lo echaron

puede ocurrirle cualquier cosa

a los huesos de uno?

Su hermano, tío Reynaldo había jurado

encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie

durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,

que se había perdido en la ciudad 

como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.

Todos los días salía, después del desayuno,

a buscar al hermano mayor,

a aquel poeta provinciano,

talentoso, desgraciado y perdido

por los barrios de Lima. Llevaba

una vieja foto de mi padre, amarillenta,

donde aparecía con su pelo ya blanco,

sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas flácidas

labradas por años de inútiles batallas

contra lo que él llamaba su destino adverso

cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,

dispuesto a enrostrarle a un Dios

en el que no creía,

sus continuos fracasos.

La boca grande, elocuente.

La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,

a rayitas. Esa imagen debió corresponder

a una época feliz, tal vez la de Huaraz,

cuando estábamos todos juntos, mi hermana 

mi madre y yo, mucho antes

del divorcio.

Reynaldo la mostraba

a la gente, los interrogaba venciendo

su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre? 

indesmayablemente a pie,

tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,

raso, humilde, cumplido,
 
indagando en los parques, en los hospitales,

en las estaciones de autobús,

en los mercados,

pues quería encontrarlo,

ésa era la misión que se había impuesto

antes que la muerte se lo lleve.

Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo

de un cáncer al estómago
 
sin saber que mi padre lo había precedido en el último

rumbo,

y no fue sino mucho más tarde que mi hermana

al fin encontró a mi padre

en una Fosa Común del cementerio de Miraflores

donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar

porque nadie había reclamado su cadáver.

La muerte

que con callado pie todo lo iguala

lo había sorprendido en un asilo municipal

donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima

y había muerto, enloquecido y solo,

él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor

que había nacido en cuna de oro.

Siempre pensé que moriría rodeado

como Maese Manrique

de sus hijos, hermanos y criados

reconciliado con su terco destino

y cesaría la angustia

la loca angustia que desorbitaba sus ojos

porque no quería morir como un fracasado

y su muerte le cerraría para siempre

las puertas de La Gloria.

No reposó un instante en vida

acechando a la suerte en todos los caminos,

en todos los concursos,

esperando un cambio del destino

un premio, algo definitivo 

que sacase su nombre del anonimato

y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,

sino con la publicación de sus poemas

que eran profundamente hermosos

y cada día más bellos

cuanto más desgraciada era su vida.

Se sentía en deuda

con nosotros sus hijos,

y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban

hasta hacerlo sangrar

como un patriarca loco que ha perdido

el paraíso inadvertidamente

por una mala mano en el tresillo

un mal consejo, o una debilidad de temple

inconfesable.

Entonces quería estar solo, huía

de la familia, se confundía

en Lima entre los vagabundos, le aterraba

y le atraía como un destino escrito

la mendicidad al final del camino. No aceptaba

el rol que todos querían para él:

el del abuelo sabio y respetado

que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió

seguir en la batalla hasta el final,

irse a la calle

esperando un milagro.

Sus despojos

fueron a dar a la Fosa Común

hasta que el proceso

de putrefacción termine, en cosa de tres años

y sus huesos, mondos, nos fueron entregados

en una caja de zapatos, con una etiqueta

identificatoria.

Ahora reposan en el Cementerio el Ángel

en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos

a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño

eterno.

La muerte, piadosamente,

ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,

y sus nombres han vuelto a aproximarse

en el silencio de este Camposanto

como cuando se vieron por primera vez

y se amaron.

En ocasiones

mi hermana y yo llevamos flores,

a un sepulcro y el otro,

y todavía sufrimos por su amor desgraciado,

que sin embargo dio maravillosos frutos.

11 de octubre de 2012

Dolores Labarcena























Esperar forma parte de la fiesta, pero partir es menos tedioso que habituarse al paisaje. Y aunque el frío raspara, (en ese reducto llamado Polheim) cruzó la frontera como quien corta un huevo duro. ¡Bravo por Amundsen!, no murió de escorbuto, o por lo menos en esa ocasión. Se alimentó de mejunjes y trozos de carne cruda; un verdadero estratega. Tarde o temprano caería precipitadamente y no entre copitos de nieve. Sus restos siguieron de largo por el Mar de Barents: He ahí la guinda del pastel.

          
                                                                        ***


Además de rostros que no te los regala una ciudad, formaban el elenco cajones y bestias de atar. Desde los ventanales, podías entrever la campiña (casi una postal), hasta que no se vio otra cosa que barracas y ruedas de pasto. Dentro, un ruido cada vez más  atroz, semejante a zarigüeyas correteando en el sótano.

Y naturalmente, mil kilómetros por delante para llegar a C.
         
Oh, mon amour, ya sin ánimos de comernos el mundo.


                                                                     






10 de octubre de 2012

Claudio Magris





















El infinito viajar

                                              

Si la odisea circular de Ulises representa la búsqueda del destino, la travesía moderna que se advierte desde Nietzsche supone una línea titubeante hacia la nada. En el siguiente ensayo, Claudio Magris revisa las vertientes históricas y literarias de dos caras de una misma experiencia que permite, ante todo, fracturar lo cotidiano y abrir paso a lo múltiple: la vida.


"¿Adónde os dirigís?", se pregunta en Enrique de Ofterdingen, la gran novela de Novalis. "Siempre hacia casa", es la respuesta. El suyo es uno de los grandes libros en los que el viaje aparece cual odisea o metáfora del viaje a través de la vida. Toda odisea pone el punto interrogativo en la posibilidad de atravesar el mundo haciendo de ello una experiencia real y formando así la propia personalidad. La pregunta es si Ulises -especialmente el moderno- vuelve finalmente a casa y, a pesar de las más trágicas y absurdas peripecias, ha confirmado su identidad y encontrado o corroborado un sentido de la existencia o descubre tan sólo la posibilidad de formarse; o bien si pierde el significado de su vida y se pierde a sí mismo en el camino, disgregándose en vez de construirse el suyo.
El sujeto en la visión clásica, aún extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrarse a sí mismo en la confrontación con ese vértigo; atravesando el mundo -viajando en el mundo- descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan sólo potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de la confrontación con el mundo. El héroe de Novalis viaja por lejanías espaciales y temporales pero para llegar a casa, para encontrarse a sí mismo a través del viaje. En El principio esperanza, Bloch dice que la Heimat , la patria, la casa natal que cada cual en su nostalgia cree ver en la infancia, se encuentra en cambio al final del viaje. Éste es circular; se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significado gracias a la partida, a la escisión originaria. Ulises vuelve a Ítaca, pero Ítaca no sería tal si él no la hubiera abandonado para ir a la guerra de Troya, si no hubiese quebrado los vínculos entrañables e inmediatos con ella para poderla reencontrar con mayor autenticidad.
El Bildungsroman, la novela de formación que se plantea un problema central de la modernidad, es decir, que se pregunta si, y cómo, puede desarrollar el individuo su propia persona insertándose en el engranaje cada vez más complejo y "prosaico" de la sociedad, casi siempre es también -desde el Wilhelm Meister de Goethe al Enrique de Ofterdingen de Novalis- una novela de peregrinación, de viaje. Pero pronto algo, en la relación del individuo con la totalidad que lo envuelve, se agrieta; en el automóvil de la sociedad moderna viajar se trueca además en un escapar, en un violento romper límites y vínculos. El viaje no sólo descubre la precariedad del mundo, sino también la del viajero, la labilidad del Yo individual que empieza -como intuye Nietzsche con despiadada claridad- a disgregar su identidad y su unidad, a convertirse en otro hombre, "más allá del hombre" según el significado más auténtico del término Übermensch, que no indica un superhombre, un individuo tradicional más dotado que los demás, sino un nuevo estadio antropológico, más allá de la individualidad clásica.
El viaje pasa a ser entonces un camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe haber un retorno. Al viaje circular, tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce, cuyo Ulises vuelve a casa, le releva el viaje rectilíneo, nietzscheano de los personajes de Musil, un viaje que procede siempre hacia delante, hacia un malvado infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada. Ítaca y más allá, como reza el título de un libro que he escrito; dos modalidades existenciales, trascendentales del viajar. En la segunda el sujeto, el Yo, el viajero, se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integral identidad anterior y se desprende de sí. Lâchez tout, salir de viaje, escribía Breton en 1922 exhortando al dépaysement.

* * *
No hay viaje sin que se crucen fronteras -políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas -por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto- pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por ello dignas de ser amadas; mortales en el sentido de que, al igual que los viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han sido y lo son tantas veces.
Viajar no quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en el otro lado. En Verde agua Marisa Madieri, recorriendo la historia del éxodo de los italianos de Fiume después de la Segunda Guerra Mundial en el momento de la revancha eslava que les obliga a huir, descubre los orígenes en parte eslavos de su familia, en aquel entonces vejada por los eslavos por ser italiana; esto es, descubre pertenecer al mundo por el que se sentía amenazada, y que es, al menos parcialmente, también el suyo.
Cuando yo era niño e iba a pasear por el Carso, en Trieste, la frontera que veía tan cerca era infranqueable -al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin y la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia- porque era el Telón de Acero que dividía el mundo en dos. Detrás de esa frontera estaban lo desconocido y lo conocido. Lo desconocido porque allí comenzaba el inaccesible, ignoto, misterioso imperio de Stalin, el mundo del Este, tan a menudo ignorado, temido y despreciado. Lo conocido porque aquellas tierras, anexionadas por Yugoslavia al final de la guerra, habían formado parte de Italia. Yo había ido allí varias veces, formaban parte de mi existencia. Una misma realidad era a la vez misteriosa y familiar. Cuando regresé por primera vez, fue simultáneamente un viaje a lo conocido y a lo desconocido. Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. "¿Dónde está la frontera?", pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.

* * *
¿Llamada de lo conocido o de lo desconocido? La salida de don Quijote querría ser el descubrimiento, la verificación y la confirmación de lo que se sabe, de la verdad leída en los libros de caballerías, de las leyes inmutables del amor y la lealtad, de la belleza de Dulcinea y la fuerza de los gigantes. También los judíos orientales que salen del gueto o del shtetl, de su aldea mísera pero familiar y regulada por el Libro, se aventuran hacia Occidente, entran en la Historia, creyendo encontrar siempre un mundo regido por las tablas de la Ley y, aún más, interpretando cada cosa, incluso la más desconcertante y antitética respecto a su visión, según los parámetros de la ley.
"Pero a campo raso llueve y nieva. Nieva historia", como dice Yakov Bok, el mísero correveidile en busca de fortuna, en El hombre de Kiev de Malamud. Don Quijote de la Mancha y el judío-oriental se encuentran cara a cara con lo ignoto, con la violencia, la brutalidad y la vulgaridad de una realidad para ellos desconocida y que intentan no admitir; pero precisamente su amorosa fidelidad a un orden conocido les obliga a percibir con mayor agudeza el desorden del mundo en que se aventuran. El viajero es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque para conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su ambigüedad y su miseria. Como bien sabía Kafka, sin el sentido profundo de la ley no puede descubrirse su vertiginosa ausencia en la vida. Al salir de la cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino despropósitos, el hidalgo le responde: "Todo pudiera ser".
Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino -el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.
La realidad, tan a menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom, siente "las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal". Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida.
Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.
Desde la Odisea, viaje y literatura aparecen estrechamente unidos; una análoga exploración, deconstrucción e identificación del mundo y del yo. La escritura sigue con la mudanza, empaqueta y deshace, arregla, desplaza vacíos y bultos, descubre -¿inventa?, ¿encuentra?- elementos que se le escapan al inventario e incluso a la percepción real, como si los pusiera bajo una lupa. También mi viajero danubiano habla de fisuras cortantes como cuchillas abiertas en los bastidores del teatro cotidiano, a través de las cuales espera que se filtre cuando menos un soplo o una pequeña corriente de la vida verdadera, celada por el biombo de lo real. Trascendencia de todo viajar que también cala en la carne, en el polvo, en la inmediatez del ahora que se cierne sobre nosotros y desbarata siempre, poco o mucho, las esperas. Basta cruzar la calle o el descansillo para desmentir la orgullosa garantía asegurada años atrás por el Spiegel de una sección titulada "Bestseller Service", que prometía hablar sólo de libros de éxito de los que todos hablaban y se esperaba que se hablase: "Las sorpresas quedan excluidas".
Vivir, viajar, escribir. Acaso hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta no a través de la invención y la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, de las cosas, de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como dice Kapuscinki, impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, sólo algunos fragmentos. Por lo demás, él mismo crea una literatura vitalísima zambulléndose en la realidad, plasmándola con rigurosa precisión, aferrando como un perro de caza sus detalles reveladores aún más huidizos y componiéndolo todo en un cuadro, fiel y a la vez reinventado, que es el retrato del mundo y del viaje a través del mundo. Quizá el viaje sea la expresión por excelencia de esa literatura, de esa narrativa non fiction teorizada por Truman Capote.

* * *
Viajar es inmoral, decía Weininger viajando; es cruel, recalca Canetti. Inmoral es la vanidad de la fuga, nota con acierto Horacio cuando invita a no intentar eludir los dolores y los afanes espoleando al caballo, porque la negra angustia, dice su verso, va sentada en la grupa detrás del jinete que espera hacerle perder el rastro de su caballo. El yo fuerte, según el filósofo vienés abatido pronto por la convivencia con lo absoluto, debe quedarse en casa, encararse con la angustia y la desesperación sin que le distraigan o aturdan, no apartar la mirada de la realidad y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones. Quizá, alguna vez, el yo se quede en casa y el que viaja sea su semblante, un simulacro semejante al de Helena que, según una de las versiones del mito, había seguido a Paris hasta Troya mientras la verdadera Helena se quedaba en otro lugar, Egipto, durante los largos años de la guerra.
Weininger denunciaba en el viaje la tentación de la irresponsabilidad, quien viaja es espectador, no está implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra. No ha hecho él esas leyes inicuas y no tiene que reprocharse no haberlas combatido; si el techo que le ampara una noche cae sobre él y no tiene la desgracia de quedar bajo los escombros, no ha de hacer otra cosa sino coger su maleta e ir un poco más lejos. De viaje estamos bien porque, aparte de alguna malandanza, un terremoto o un desastre aéreo, verdaderamente no puede sucedernos nada: no ponemos en juego nuestra vida.
El viaje es también un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia. La aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos. La casa no es un idilio; es el espacio de la existencia concreta y por tanto expuesta al conflicto, al malentendido, al error, al avasallamiento y a la hosquedad, al naufragio. Por eso es el lugar central de la vida, con su bien y su mal; el lugar de la pasión más fuerte, a veces devastadora -por la compañera o el compañero de nuestros días, por los hijos- y que nos cala sin miramientos. Recorrer el mundo también significa descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente -inmoralmente, según Weininger- al fluir de las cosas.
Hay otra inmoralidad del viaje, la actitud de cerrarse ante la diversidad del mundo. El viajero mitteleuropeo es con facilidad un Ulises en batín, como ha escrito Giorgio Bergamini; alguien que querría navegar entre una butaca y una biblioteca, en el azul oceánico del atlas más que en el de las olas; alguien para quien el infinito es el signo matemático del infinito. Quien viaja sobre el papel se desacostumbra imperceptiblemente a la vida y vuelca sus pasiones sobre el gráfico de la vida, sobre las curvas estadísticas de sus fenómenos; pasa a ser un hombre sin atributos para el que, escribe Musil, la verdura enlatada se convierte en el sentido verdadero de la verdura fresca.
También cuando viaja en el mundo, el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas. Por suerte a los viajeros danubianos les gusta el mar y, como los de mi Danubio, quizá atraviesen bajo pesados cielos las grandes llanuras de Mitteleuropa, más que nada para llegar al mar. Y a la orilla del mar "inexplicable", como lo llamaba Camões, es donde se encuentra el dilatado aliento de la vida que nos abre a las grandes preguntas sobre el destino y al sentido del bien y el mal; el mar induce a confrontar la ambigüedad, invita a desafiarla -en el mar inmortal, escribe Conrad, se conquista el perdón de nuestras almas pecadoras. En el mar nos desnudamos, nos despojamos de las asfixiantes defensas, nos abrimos a cuanto tenemos delante. Y en ello puede ir la salvación del viajero, que, aun en el empedrado de las ciudades o en las montañas, se siente en la cabeceante toldilla de un barco embestido por altas olas, arca precaria o salvadora.
Crueldad del viaje, advierte Canetti: el viajero mira al mundo con curiosidad y de alguna manera es propenso a aceptar lo que ve, el mal y la injusticia inclusive, tendiendo a conocerlos y comprenderlos más que a combatirlos y rechazarlos. El viaje en los países totalitarios, por ejemplo, siempre es un poco culpable, una complicidad o al menos una neutralidad de hecho respecto a las violencias y las infamias celadas tras los pueblos Potemkin que se atraviesan y donde se encuentra hospitalidad. Y pese a ello poco a poco el viajero descubre, se ve obligado a descubrir la fraternidad y el destino común del mundo, a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace que sea verdadero su amor por la casa que ha dejado atrás en su país, que de otro modo sería un hórrido y regresivo fetichismo.
Como para el vagabundo gaznápiro de Eichendorff, amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en ese hogar se quiere también al vasto mundo desconocido y en este último se aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar. Dante decía que bebiendo el agua del Amo había aprendido a querer con fuerza a Florencia, pero que para nosotros la patria es el mundo como para los peces el mar: cada una de las dos aguas, por sí sola, es insuficiente y está contaminada. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre los españoles o entre los alemanes. "Lea literatura de viajes", le decía a un teólogo Kant, que tampoco quería moverse de Königsberg.

* * *
A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares -y con quien vive en ellos- es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero -por ignorancia, soberbia o acedia- no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. "¿Por qué cabalgáis por estas tierras?", pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. "Para regresar", responde el segundo.




Tomado de  El Universal, 21 de Marzo de 2008
Este texto forma parte de El infinito viajar, su libro más reciente

Hans Magnus Enzensberger

















Poema sobre el futuro


aparecen dos hombres en un tractor
(chou en-lai está en moscú)
dos hombres en monos grises
(los premios nobel en frac)
dos hombres con varas finas
(medallas de oro en tokio)
en la cuneta entre hojas amarillas
(los guerrilleros muertos de viet nam)

entre hojas amarillentas
dos hombres en monos grises
levantan varas finas
una a la izquierda y otra a la derecha
cada cincuenta pasos
varas oscuras en la luz de noviembre
(chou en-lai está en moscú)

dos hombres en monos grises
en la luz sesga de noviembre
huelen la nieve que cubrirá
hojas y hombres

y borrará el camino
hasta que no se vea más nada
menos cada cincuenta pasos
una vara a la izquierda y otra a la derecha
para que el quitanieves
encuentre su camino
allí donde el camino es invisible

1964



De "Poesías para los que no leen poesías" 1971
Versión de Heberto Padilla




Marianne Moore


















El héroe (The Hero)


Donde nos apetece, vamos.
Donde el suelo es áspero; donde hay
malas hierbas altas como frijoles,
dientes hipodérmicos de serpiente, o
el viento trae la «voz espantaniños»
desde el descuidado tejo con
los semipreciosos ojos felinos del búho-
despierto, dormido, «orejas erectas erguidas en finas puntas»-,
en tales lugares el amor no florecerá.

No nos gustan ciertas cosas, y al héroe
tampoco; ni las lápidas extravagantes
ni la incertidumbre,
ir donde no se desea
ir; sufrir y no decirlo;
quedarse escuchando donde algo
se oculta. El héroe se encoge ante
lo que se precipita con aleteo amortiguado y un par
de ojos amarillos –de aquí para allá-

con un trino vibrante y acuoso, bajo,
alto, con gorjeos en basso falsetto
hasta que la piel se eriza.
Jacob agonizante preguntó
a José: ¿Quiénes son estos? y bendijo
a ambos hijos, más al más joven, irritando a José.
Y a su vez, José irritaba a otros.
Y también Cincinato, Regulo y algunos de nuestros
compatriotas, se han sentido, aunque piadosos,

como Pilgrim obligado a caminar despacio
para encontrar su pergamino, cansados pero esperanzados-
sin que la esperanza sea esperanza
hasta que toda base para la esperanza se ha
desvanecido; e indulgentes, considerando
el error de sus semejantes con los
sentimientos de una madre-
mujer o gata. El correcto Negro de levita
junto a la gruta

  contesta a la intrépida turista que visita el lugar
  y pregunta al hombre que la acompaña: qué es esto,
  qué es aquello, dónde está Marta
  enterrada; «el general Washington,
  allí; su señora, aquí»; hablando como
  si representara un papel, sin verla; con
  sentido de la dignidad humana
  y reverencia por el misterio, de pie como la sombra
  del sauce.

  Moisés no sería nieto del faraón.
  No es lo que como
  mi alimento natural,
  dice el héroe. Él no sale
  a ver paisajes, sino cristal
  de roca para ver –el asombroso Greco
  rebosante de luz interior- que
  no ambiciona nada de lo que ha dejado. A este lo reconoceréis
  como el héroe.



Traducción: Olivia de Miguel



Esteban Casañas Lostal


















JUAN PIRINDINGO


Después del almuerzo consumíamos los pocos minutos libres para hablar sobre temas de nuestras tierras, siempre era así. Me sorprendía mucho las coincidencias en algunas costumbres, no con todos ellos, la influencia española era menor en otros sitios que en nuestra isla. Éramos pocos los latinos en aquella fábrica, solo cinco, pero la pasábamos de maravilla en ese corto tiempo, ese día había entrado otro paisano nuevo. 

-¿Compa, tú eres cubano? Me disparó rapidísimo, la curiosidad del latino es sorprendente, tenemos muchos puntos de coincidencia.
-Sí, yo soy cubano. Le respondí con destacada cortesía.
-Mucho gusto, yo me llamo Manuel Pérez. Me extendió su mano y la acepté porque no me gusta rechazar a quien me brinda amistad, nosotros somos así.
-Mucho gusto compa, yo me llamo Juan Pirindingo. Le respondí y noté un gesto raro en su rostro.
-No se lo digas a nadie, pero acabaron contigo con ese nombrecito. Me dijo cuando pudo escapar de su sorpresa.
-Dímelo a mí que lo cargo desde hace cuarenta años.
-Me imagino que Juan sea por tu padre. 
-No compa, Juan es por mi país.
-¿Pero no dices que eres de Cuba? Preguntó intrigado mientras se llevaba una cucharada de sopa a la boca.
-¡Hombre! Pero no me iban a poner Cubo entonces, sucede que antes de llamarse así nuestra isla, los españoles le pusieron Juana.
-¡Ahhhhhhhh! ¿Y lo de Perendengo? Aquel ah sonó kilométrico y llamó la atención de las mesas vecinas aunque no comprendieran nuestro idioma.
-Pirindingo compadre, no me estés cambiando el nombre.
-Bueno, vale, ¿de dónde rayos sale ese nombre?
-¡Ufffff! Eso sí que tiene su historia, pa’no cansarte, el viejo mío fue a estudiar a Rusia no se qué mierda y allá se casó con la que fuera mi madre.
-¡Ahhhhh! ¿Y qué mierda fue la que estudió tu padre?
-Algo sobre cosmonáutica. Observé que le colgaba un fideo del bigote.
-¿Tan adelantada estaba Cuba que iban a mandar cohetes al cosmos?
-¡No seas comemierda, chico! Allá mandaban a estudiar cualquier cosa que luego no tenía aplicación en la isla, lo mismo ocurrió cuando compraron barredoras de nieve.
-¡Púchica! No sabía que en Cuba nevaba.
-Ni yo tampoco, pero es para que tengas solo una idea. Pues, como no encontraron dónde rayos poner a trabajar al viejo, apareció una plaza de traductor para los pocos turistas rusos que viajaban a la isla. Ya sabes, rusas con las patas peludas como los cangrejos y con par de arañas debajo de cada sobaco. Los hombres vistiendo las mismas sandalias, pantalón oscuro y camisa blanca, parecía un ejército uniformado.
-Muy bien todo lo que me cuentas, pero no veo el origen de tu nombre por ningún lado.
-Y si continúas jodiendo y cortándome la conversación te quedarás en esa.
-No se enoje compa, fíjese que me callo.
-Continúo, pero a la primera interrupción o que te pongas a tirar moco, recojo el violín y no toco. El paisa me miraba sorprendido, sin comprender y miraba pa’toos laos buscando el instrumento musical.
-De acuerdo amigo, ándele.
-El viejo se casó mientras estudiaba en Rusia, dice mi tío Piri que ella era muy bonita y vivía en Moscú a tres cuadras de la Plaza Roja. Imagínate por un instante vivir en esas condiciones e ir a parar en un solar de mala muerte en Santiago de Cuba.
-No te creo, pobrecita la rusa. No se pudo contener el hombre y el fideo cayó dentro del mismo plato.
-Eso mismo digo yo ahora que soy grande, el lío es que la pobre vio muchas fotos de Varadero y pensó que eso era Cuba. Y tuvo suerte que mi tío les dio un cuarto en el solar donde vivía, otras infelices se la vieron peor.
-No te creo, pobrecita rusa. Repitió el paisa y se llevó la cuchara a la boca sin apartar su mirada de mi rostro.
-Los primeros días todo marchó bien, en realidad las cosas marchan así cuando se es joven y muy pronto la vieja salió embarazada de mí.
-No te creo, pobrecita la rusa. Repitió con la boca llena y tuve deseos de suspender la explicación sobre el origen de mi nombre.
-Pobrecita nada, se dio su gustazo con mi padre, eso fue todo. Lo jodido vino después de pasar unos meses cuando comprobó que la situación no mejoraba. Imagínate tener que hacer sus necesidades en baños públicos, cargar cubos de agua cuando entraba y dice mi tío que a veces eran solo dos veces por semana. Súmale el calor horrible de Santiago, los mosquitos, la libreta de abastecimiento, las reuniones de los cedeerres para hablar mierdas, el lío del transporte, todo era un puto infierno para mi vieja. Hice una pausa para encender un cigarro.
-No te creo, pobrecita la rusa. Insistió el paisa y ya me tenía un poco jodido, pero me prometí hacer gala de paciencia. Aspiré la primera bocanada y lo miré algo encabronado.
-¿Tú crees que todo esto es mentira? Le pregunté muy serio y el tipo palideció.
-No compa, por supuesto que no. Respondió asustado.
-Entonces no me cortes más, ¿capich?
-Es que me rompo los sesos y no encuentro relación con el origen de tu nombre.
-Pero no me das chance a nada, déjame seguirte la historia.
-Tranquilo Juan, no te interrumpo para nada.
-Bueno, la vieja estaba barrigona en medio de toda esa tragedia que te contaba y viviendo agregada en casa de mi tío en el solar, debo aclararte que mi tío es un alma de Dios. ¡Fíjate! Solo tenía dos cuartos con barbacoas y le cedió uno al cabrón de su hermano teniendo él cuatro hijos.
-No te creo, qué bueno era tu tío. Menos mal que cambió, porque ya me tenía desesperado.
-Mi vieja adoraba a mi tío Piri y se divertía mucho cuando llamaba a sus hijos, ¿sabe como les decía?
-Ni puta idea tengo.
-Pues mi tío les decía “Chivos”.
-No te creo, qué bueno era tu tío.
-¡Cojones! No me interrumpas más. Le grité al borde de la desesperación.
-Disculpa compa, es que como paraste.
-Es que tengo que parar para tomar aliento, fumar y revisar la memoria, no para que hables.
-No te interrumpo más mi compa.
-Como la barriga iba creciendo había que buscar un nombre para bautizarme, claro, por detrás de la iglesia, porque mi padre era comecandela de verdad. No sé a quien carajo se le ocurrió decir que me pusieran “Pirivochi”, era algo así. Entonces mi madre, que era noble como loco le preguntó a mi viejo y como éste andaba en sus jodederas con las turistas rusas y cuantas negritas se le atravesaban en el camino, ¿sabes qué le dijo? Pues le contestó que sí el muy joputa, pero la vieja no tragó así de fácil.
-¿Y qué quiere decir ese Pirivochi?
-Eso quiere decir traductor en ruso, pero el lío es que a mi vieja no le desagradó la idea porque como comienza por “Piri” deseaba hacerle el honor a mi tío.
-No te creo, qué bueno era tu tío. Este viaje no me di cuenta en medio de la emoción que siento al contar esta historia sobre la intervención del compa y se la dejé pasar.
-Así mismo es, era buenísimo y mi vieja lo quería mucho. En fin, que un día mi tío se encontraba peleando con uno de sus hijos y le gritó para que bajara de la barbacoa, ¡Abaja ahora mismo, Pirindingo de mierda!, porque si tengo que subir va a ser peor. Y la vieja al oír aquel nombre quedó maravillada, conservaba el Piri de la raíz y pensó que con ese nombre más tropical podía rendirle ese homenaje de cariño al viejo.
-No te creo, que bueno era tu tío.
-Así mismo es, varios días después en una de esas esporádicas visitas de mi padre al solar, la vieja se lo planteó y el aceptó inmediatamente porque no le importaba un carajo como me llamaran.
-No te creo, que joputa era tu padre.
-Pero todo tiene un final en la vida, después que me parió y ya tuve unos meses, la vieja dijo que iba a visitar a sus padres en Moscú y no regresó más.
-No te creo, que japuta era la rusa.
-Así mismo es, me dejó al cuidado de mi tío y regresó para vivir a tres cuadras de la momia.
-No te creo, ¿se fue para Egipto?
-No compadre, de verdad que tienes cero en matemáticas.
-Entonces, ¿dejó embarcado a tu padre?
-¡Claro! Ella no regresó más.
-No te creo, pobrecito de tu padre.
-¡Mira! Ni un pobrecito más porque el viejo se piró por la base de Guantánamo y me dejó embarcado en la isla.
-¿Pero no me dijiste que era comecandela?
-¡Bahhhh! Como todos los de allí, de dientes pa’fuera.
-No te creo, mira que eran joputas tu madre y tu padre, te cagaron con el nombre que te pusieron. Sonó el timbre y regresamos al puesto de trabajo.