27 de abril de 2012

Umberto Saba














Madrigal para un general inglés

He visto en Florencia, en los primeros días de la ocupación aliada, a un general inglés. Estaba -caso raro- en pie y borracho. Era maravilloso. Alto, delgado, enjuto, casi excesivamente purasangre, andaba apoyando su vacilante persona en un bastoncito de empuñadura, según me pareció, preciosa. Cada viandante podía convertirse para él, sin quererlo, en un enemigo, hacerle –cosa grave para cualquiera; para un inglés, y un inglés de su rango, mortal- perder el equilibrio. Pero, incluso en aquellas condiciones, ¡qué porte, qué estilo! Apenas se sostenía, como el Imperio inglés. Pero se sostenía. 










Ardengo Soffici




















Hospital de campaña 026


¡Ocio dulce del hospital!
Se duerme por semanas enteras,
El cuerpo que habíamos despedido
No puede creer todavía en esta felicidad: vivir.

Las blancas paredes de la habitación
Son como paréntesis cuadrados,
El espíritu reposa allí,
Entre el ardiente furor de la batalla de ayer
Y el enigma florecido que mañana recomenzará.

Tregua clara, crisol de sentidos múltiples,
Aquí todo converge en una unidad indecible;
Misteriosamente siento fluir un tiempo de oro
En el que todo es igual:
Los bosques, las cotas de la victoria, los alaridos, el sol, la sangre de los muertos,
Yo mismo, el mundo
Y estos limones amarillos,
Que miro amorosamente resplandecer
Sobre mi negra mesita de hierro, junto a la almohada.



Sobre el Kobilek

Sobre la ladera rubia del Kobilek
Cerca de Bavterca,
Los shrapnel estallan en ramilletes
Sobre nuestra cabeza.

Sus nubecillas de humo
Blancas, color de rosa, negras
Ondean en el nuevo cielo de Italia
Como deliciosas banderas.

En los bosques alrededor de frescos avellanos
La ametralladora canta
Las balas que rozan nuestra mejilla
Tienen el sonido de un beso largo y fino que volara.

Si no fuera el bárbaro ondulante hedor
De estas carroñas enemigas,
Se podría en esta trinchera que se desmenuza al sol
Encender cigarrillos y pipas;

Y tranquilamente esperar
Soldados unos a otros más que hermanos,
La muerte; que quizá no osaría tocarnos,
Tan bellos y jóvenes somos.

de Kobilek, 1918


26 de abril de 2012

Michel Leiris





















Lena

Pienso en ti
y tu imagen eleva en torno a mí una tan indestructible fortaleza
que ni el ariete de las nubes
ni la paz blanda de la lluvia
prevalecen
oh mi cisterna de silencio
contra el muro horadado de estrellas en el que me has plantado

Se arrastran los perros y la gente
se abre paso a codazos o lanza gritos
El tiovivo sin música del mundo
gira
Con su aureola de ojos infantiles
juego de sortijas del Paraíso

Sueño contigo
mi ciudadela sin fosos ni puentes levadizos
sin muros sin torres sin piedras ni matacanes
Me duermo bebiendo el vino demasiado denso de tu sombra
que cubre con su arquitectura sin más peso del que cabe en las balanzas
                     de luz y oscuridad
todos los montes y los campos
todas las viñas y países

Antes
se burlaba del buen tiempo mi boca
mientras que mis miradas nada temían tanto
como el ciclón del universo
ignorando si era una bestia
un árbol
un hombre
absurdos vientos me arrastraban
mis brazos batían los aires múltiples
y caía mi destino igual que las manzanas

Pero hoy
oh tú tan pálida
porque tú eres mi cielo y el doble espejo que los muros repite
                   y viene el infinito en mi prisión
escucho el silbo de las nubes
no temo a nada ni a nadie
hablo a las nieves del invierno.



Versión de Antonio Martínez Sarrión


Joseph Brodsky



















Por Seamus Heaney


Quienes conocían a Joseph Brodsky eran muy conscientes de que su enfermedad coronaria era seria y que probablemente le causaría la muerte, pero, dado que siempre existió en la mente de sus amigos, no sólo como persona, sino como una especie de principio de indestructibilidad, les era difícil admitir que estaba en peligro. La intensidad y atrevimiento de su genio, más el puro alborozo que era estar en su compañía, te impedían pensar en aquella amenaza a su salud; tenía un coraje y un estilo tales, y vivía a una distancia tan deliberada de la autocompasión y la queja, que tendías a olvidar que era mortal como cualquier hijo de vecino. De ahí que su muerte sea un suceso singularmente impactante y perturbador. Verse en la obligación de hablar de él en pasado simple parece una afrenta a la gramática misma.
Había una maravillosa certidumbre en Joseph, una disponibilidad intelectual casi salvaje. La conversación despegaba de inmediato hacia arriba y era imposible decelerarla. Lo que viene a decir que ejemplificaba en su experiencia vital aquello que más apreciaba en la poesía, la capacidad del lenguaje para ir más rápido y más lejos de lo esperado y así proporcionar una salida a las limitaciones y preocupaciones del yo. Verbalmente, tenía el umbral de aburrimiento más bajo de cuantos he conocido, siempre haciendo juegos de palabras, inventando rimas, saltándose la norma y sacando la piedra de afilar, subiendo inesperadamente las apuestas o cambiando de rumbo. Las palabras eran una suerte de gasolina de alto octanaje para él, y le gustaba sentirse propulsado por ellas dondequiera que fuesen. También disfrutaba dando efecto a las palabras de los demás, ya con citas que equivocaba en un arranque de inspiración, ya con respuestas extravagantes. Una vez, por ejemplo, cuando estaba en Dublín y se quejaba de una de nuestras raras olas de calor, le sugerí en broma que tal vez debería seguir viaje hasta Islandia, a lo que él respondió como un rayo, con típica exaltación y picardía: "No, no podría tolerar la ausencia de sentido."
Su propia ausencia será más difícil de tolerar. Desde el mismo instante en que lo conocí, en 1972, cuando pasó por Londres en la segunda mitad de su viaje entre la disidencia en Rusia y el exilio en los Estados Unidos, fue una presencia confirmadora. Su mezcla de brillantez y dulzura, de los más altos valores y el más refrescante sentido común, nunca dejó de ser a la vez fortificante y atractiva. Cada encuentro con él constituía una renovación de la creencia en las posibilidades de la poesía. Había cierta magnificencia en la perplejidad que le inspiraba el autoengaño de los poetas de segunda, y en la furia con que contemplaba la simple ignorancia de las exigencias técnicas del género visible en el trabajo de muchos poetas con grandes reputaciones; y había algo vigorizante en lo que él llamaba "hacer la lista de la lavandería", esto es, repasar los nombres de nuestros contemporáneos, jóvenes y viejos, a fin de que cada uno defendiera a los que más apreciaba. Era como encontrarse con un camarada secreto.
Pero estoy hablando de una prima personal, y esto importa menos, en última instancia, que cuanto podría llamarse su importancia impersonal. Ello tenía que ver con la firme convicción de Joseph Brodsky de que la poesía era una fuerza del bien, no tanto "para el bien de la sociedad" como de la salud del alma y la mente individuales. Estaba resueltamente en contra de cualquier idea que situara el carro de lo social delante del caballo de lo individual, de cualquier cosa que envolviera la respuesta original en un uniforme común. "Rebaño" (herd) era para Joseph Brodsky lo contrario de "oído" (heard), pero eso no mermó su pasión por hacer de la poesía una parte integral de la cultura común de los Estados Unidos.
Aunque eso tampoco significaba que quisiera usar los estadios deportivos para celebrar lecturas poéticas. Si alguien tenía la ocurrencia de recordar las enormes audiencias que atendían estos eventos en la Unión Soviética, la réplica era inmediata: "Pensad en la basura que deben escuchar". En otras palabras, Joseph desacreditaba el emparejamiento de la política y la poesía ("Lo único que tienen en común son las letras iniciales p y o"), no porque no creyera en el poder transformador de la poesía per se, sino porque las exigencias políticas modificaban el criterio de excelencia, lo que abría las puertas a un envilecimiento del lenguaje y a un descenso del "plano de estima" (una expresión muy de su gusto) desde el que los seres humanos se contemplaban a sí mismos y establecían sus valores. Y sus credenciales como custodio del papel del poeta eran, por supuesto, impecables, dado que su arresto y enjuiciamiento por las autoridades soviéticas en los años sesenta, y su posterior destierro a un campo de trabajo en Siberia, tenían específicamente que ver con el cumplimiento de su vocación poética, definida por los fiscales como una vocación socialmente parasitaria. Esto había convertido su caso en algo parecido a una cause célebre internacional y le proporcionó una fama inmediata desde el instante en que llegó a Occidente; pero, en vez de abrazar el estatus de víctima y pescar en el río revuelto del radicalismo chic, Brodsky se puso el mono de trabajo y aceptó un puesto de profesor en la Universidad de Michigan.
Muy pronto, sin embargo, su celebridad se basó más en lo que hacía en su nueva patria que en lo que había hecho en la antigua. Para empezar, era un lector electrizante de sus propios poemas en ruso, y sus muchas apariciones en las universidades de todo el país en los setenta introdujeron una nueva vitalidad y gravedad en el negocio de las lecturas poéticas. Lejos de halagar a su audiencia con una pose de moderado hombre-de-la-calle, Brodsky afinaba su actuación en el tono de un bardo. Tenía una voz sonora, se sabía los poemas de memoria y sus cadencias poseían la majestad y el patetismo de un chantre, de manera que sus actuaciones nunca dejaban de inducir una impresión de trascendencia en quienes las atendían. Así pues, empezó a ser considerado como la figura del poeta representativo, dueño de una sonoridad profética aunque él mismo pudiera poner pegas a la noción del papel profético, impresionando de paso al mundo académico con la profundidad de su conocimiento de la tradición poética, desde la época clásica hasta el Renacimiento y la tradición europea moderna, la inglesa inclusive.
Con todo, si a Joseph le inquietaba esta dimensión profética, no tenía ninguna reserva sobre la didáctica. Nadie disfrutaba más que él sentando cátedra, con el resultado de que su fama como profesor comenzó a extenderse y algunos aspectos de su práctica empezaron a ser imitados. En particular, su insistencia en que los estudiantes debían aprender y recitar de memoria los poemas tuvo una influencia considerable en los talleres de escritura creativa estadounidenses, y su defensa de las formas tradicionales, su atención al metro y la rima, y su alto aprecio por la obra de poetas no vanguardistas como Robert Frost y Thomas Hardy, tuvo como resultado general el despertar de una memoria poética más antigua. El punto culminante de este proceso llegó con su "Propuesta inmodesta", hecha en 1991 cuando oficiaba de Poeta Laureado en la Biblioteca del Congreso. Por qué no imprimir millones de copias de unos versos, preguntó en voz alta, dado que un poema "nos ofrece un ejemplo [...] de la inteligencia humana al completo y a pleno rendimiento". Aun más, puesto que la poesía hace uso de la memoria, "es útil para el futuro, no digamos ya el presente". También puede hacer algo contra la ignorancia y es "el único seguro de que disponemos contra la vulgaridad del corazón humano. Por tanto, debería estar a disposición de todo el mundo en este país, y a un bajo costo".
Esta combinación de desafío descarado y creencia apasionada era típica de él. Siempre tenía el clarín a mano para retar a la oposición, incluso a la oposición que había en él. Había pasión en todo lo que hacía, desde la urgente necesidad de poner la quinta cuando buscaba las rimas de un poema, hasta el descaro incorregible con que se batía a duelo con la muerte cada vez que rompía el filtro de un cigarrillo y descubría los dientes antes de dar una calada. Ardió, no con la dura llama diamantina postulada idealmente por Walter Pater, sino con la exhalación y amplitud de un lanzallamas, hábil e impredecible, a la vez una rúbrica floreada y una amenaza. Cuando usaba la palabra "tirano", por ejemplo, siempre me aliviaba saber que no se refería a mí.
Disfrutaba del combate cuerpo a cuerpo. Se enfrentaba a la estupidez con la misma vehemencia que dedicaba a la tiranía (a su juicio, después de todo, aquélla no era sino un aspecto más de ésta), y era tan atrevido en la conversación como en la página impresa. Pero la página impresa es lo que nos queda y él sobrevivirá detrás de sus negras líneas, en el paso de sus versos medidos o de sus argumentos en prosa, como la pantera de Rilke marcando el paso detrás de los negros barrotes con una constancia y una inexorabilidad resueltas a traspasar todo límite y conclusión. Y sobrevivirá, también, en la memoria de sus amigos, que hallarán un patetismo y una dulzura adicionales en las imágenes que lleven consigo, que en mi caso incluyen aquel primer vislumbre de un joven en un jersey de lana roja, analizando al público y a sus colegas lectores con un ojo tan ansioso como el de un pajarillo y tan agudo como el de un águila.


Traducción de Jordi Doce



Eliseo Diego





















DE LOS TERRIBLES INOCENTES


Vivía en una buhardilla y era diariamente feliz. La buhardilla tenía una ventana de vidrios gruesos, como el ojo sabio e irónico de un anciano que, a la vuelta de tanto amable zapato viejo, se hubiese aficionado al agridulce zumo de sus años. Sentado a su ventana -"soy, decía, la pupila de la casa"- miraba la extensión rojo-desierta de la azotea y, más abajo, las chimeneas de las otras casas, negras, frágiles, con sus importantes caperuzas, que acostumbraban echar con él una pipa de cuando en cuando. Tranquilos, sosegados, expelían todos a un tiempo el humo gris, y entonces era un gusto ver, arropado al fin en el humo, el aire.
Pero, ¿quién que vive en una buhardilla no es poeta? Había allí cosas, no la mesa, sino el modo de pesar la mesa con sus desvencijadas patas sobre el suelo, rozando al mismo tiempo el barro de la pared y ardiendo con luz propia en infinitas calidades de lumbre según que la encarnase una u otra hora, relaciones, cosas, en fin, que pedían con verdadera urgencia que se les inventase un nombre. ¡Ah, y qué tensa y regocijada quietud hubo el día en que apareció la primera hoja en blanco y el nuevo poeta hundió por primera vez la pluma en el tintero! Un candelabro roto sobre el lavabo pareció que se empinase y no bastaba la brisa a justificar la inquietud del sillón viejo. Hasta la ventana pareció que mirase hacia adentro con extraña esperanza.
Tiernamente le escuchaban los nombres que iba descubriéndoles, procuraban ayudarle, no permitiendo que tropezase con sus esquinas agrias, acallando como podían esos roncos quejidos que a las madrugadas, cuando agoniza la luna, el frío les arranca. Hasta una tarde en que paseaba la azotea y se acercó demasiado al borde, el muro bajo se las compuso para adivinarle el traspiés último y contenerlo a tiempo.
Pero pronto se acostumbraron a oírlo y ya se impacientaban cuando dejaba su trabajo. Cierto mediodía en que quiso salir por fresco a la azotea, se atoró y por poco se ahoga entre el humo que una de las chimeneas le sopló poderosamente en la cara.
Hubo una noche en que la hoja permaneció obstinadamente blanca. Al día siguiente fue igual, y al otro igual. Ya el continuado esfuerzo de antes lo traía flaco y débil, y al tercer día, luego de un desesperado argüir, le dio un mareo y cayó desgarrándose la frente con el filo de la mesa. Durmió mal, golpeadas las sienes de rabiosos crujidos, de pesados frotes entre la sombra. A la madrugada se despertó temblando. Tenía la sensación de que alguien lo miraba. Al centro de los cristales empolvados y ahora negros de la ventana aparecía la amarilla pupila con un helado resplandor fijo.
Como un último recurso habló de sí mismo durante siete días. Pareció que lo escuchaban con interés al principio, luego distraídamente. Al séptimo le interrumpió un ruido fuerte. La ventana se había abierto de un golpe. La casa toda bostezaba.
Resignadamente comprendió que había llegado al fin de sí, dejó la pluma inútil y salió a la azotea. El chirrido funéreo de sus zapatos le advirtió demasiado tarde. Se habían aburrido de él y se despeñaba a la calle.







24 de abril de 2012

Pierre Joris



















EL ESTADO DE: Los días de cualquier cosa estática, forma, contenido, estado ya terminaron. El siglo pasado nos ha expuesto que cualquier cosa que no participe en una transformación continua se endurece y muere. Todas las revoluciones han hecho exactamente eso: tanto aquellas que intentaron ocuparse del estado como aquéllas que intentaron ocuparse del estado de la poesía.




15 de abril de 2012

Robert Musil





















El sastre
  (1923)

I

No creo que haya sido un sastre.
Ante el juez, dijo: "quiero ir a la cárcel, señor, en ninguna otra parte me siento mejor. Mi madre ha muerto, perdí a mis amigos; ah, nunca fui tan agresivo con mi madre como debería haber sido. ¿Qué valor tiene la vida? Téngame lástima. Téngame lástima, señor Juez, enciérreme para siempre. Si lo hace, yo sería feliz; allí podría trabajar como sastre, no necesitaré salir al mundo. El juez, sin embargo, no se conmovió: lo sentenció a una semana de arresto.
El condenado protestó pidiendo la revisión de su proceso, porque la sentencia le parecía demasiado breve.
El juez le informó que la revisión de una sentencia demasiado breve era cosa del fiscal; pero el fiscal no tenía ganas.

II

Creo que poco después rodaba una bomba enorme, una bomba más grande que yo, por la avenida del 12 de septiembre. Quería dinamitar a mi tiempo. Un policía me detuvo y revisó la bomba. Le dije: "necesito dinamitar a mi tiempo, porque no me sigue, oficial, estas son mis obras. La bomba me parecía en este momento tan grande como los rollos enormes de papel que se descargan frente a las enormes imprentas de los periódicos. "Ah. Usted trabaja en un periódico", dijo el policía, "no, la prensa no necesita ningún permiso".

III

Mi bomba rodaba con una envidiable precisión rumbo a la rampa puerta del Parlamento, después entró a la gran sala donde; si se anuncia una revolución, se congregan una multitud de guardianes del orden. Me permitieron encenderla, pero no explotó porque arriba seguían hablando. Y cuando grité "¡veinte años después de mí muerte será una verdadera bomba!", una nube de policías se lanzó sobre mí. Me defendí con un instrumento que llevaba conmigo. Creo que se llama taladro torácico, una suerte de perforador que se aplica contra el pecho. Tiene una manivela y puede traspasar bloques de acero. Se lo puse a un policía entre el segundo y el tercer botón de su uniforme. El oficial comenzó a ponerse pálido. En ese momento los otros me cayeron encima, trataban de sujetarme los brazos y; aunque no les resultó fácil, poco después ya no podía moverme. Así me aprehendieron.

IV

¡Señor Juez, dije!
Señor juez, yo he aprendido y estudiado muchas cosas, porque a ser escritor y conocer mi tiempo, no sólo... Sí, me defendí cínicamente; pero el juez que ya me conocía sonrió preguntando:
-¿Ha ganado dinero?
-¡Nunca, dije, está prohibido!
En ese momento el juez miró al secretario del juzgado, el abogado en derecho, al licenciado en izquierda, el fiscal al amanuense, y todos soltaron una carcajada. "¡Deseo que se presente el dictamen de un especialista!", grito triunfante el defensor.
"Usted está acusado, porque no ha hecho dinero", dijo el juez.
Desde entonces estoy en la cárcel.
Le falta la glándula monetaria, dijeron los especialistas, por ese motivo no tiene una regulación moral, por eso se convierte en un individuo irascible si se le trata mal. Además, sufre de una aguda distracción, no puede retener lo que otros han repetido cien veces. Busca siempre nuevas ideas. El dictamen de los especialistas en literatura fue peor. En suma: soy un mediocre a quien no se le conmutó la sentencia.
Desde que estoy aquí vivo en un sueño del orden. Nadie crítica mi conducta desmedida. Al contrario, entre los presidiarios soy una persona encantadora, mi inteligencia es extraordinaria. Soy una autoridad literaria, escribo las cartas de los vigilantes. Todo el mundo me admira. Yo, que en el mundo de los justos era un mediocre, en el de los injustos soy un verdadero genio moral, un intelectual de altos vuelos. No hago nada por dinero, sino por alabanza y autoadmiración. Trabajo otra vez como sastre. Ah, la vida espléndida del trabajo, mi alma es una aguja finísima, vuela horas enteras, entra y sale por semanas, zumba como una abeja diligente. Y en mi cabeza hay tan poco como adentro de una tumba, y las abejas zumban.

VI

Si alguien quiere demostrarme que todo esto es una mentira, que nunca he sido un sastre mediocre y que no vivo en la cárcel, entonces yo le rogaría al presidente de la República que me asignara un lugar de honor en el manicomio.
Ahí, uno también se siente a gusto.
Ahí, nadie se sorprendería de que yo haga las cosas porque me gustan. Sí, al contrario, ahí, en el manicomio, todos estarían dispuestos a quitarme los obstáculos del camino.    



      

Seamus Heaney














Allí, de repente


Una fría puesta, una nidada, casi escondida
Entre el mantillo del otoño pasado, pero sabía yo,
Por la falta de brillo y la quietud, que estaba podrida,
Convertido en sudor fúnebre el rocío de la mañana
Que no hacía brillar las cáscaras, sino que las humedecía.
Estaba agachado en la húmeda hierba
junto al seto, adorando el nido,
Madrugador, dedicado a meter la mano en los nidos
Y habitando a hallar cálidos huevos. En su lugar,
Esta inesperada bolita polar,
Este estigma, este frío de piedra redonda del amanecer
En mi humillada mano derecha, prueba indiscutible,
De repente, de lo que allí conspiraba para abortar
La materia en su enfrentamiento planetario.


13 de abril de 2012

Paal Brekke Noruega (1923-1993)

















El hombre que asesinó el martes
¿era el asesino del lunes?
Y si se despierta el miércoles frente a una ventana gris
y la niebla vagando solitaria a través de él
quién es ahora
¿el hombre de ayer?
cuando la piedra levantó su mano para golpear
o el que era anteayer
quién
cuando fue anteayer
Recuerda él la luz de la lámpara del piano
y las manos sobre las teclas
sí, Hãndel.
Y una pesada piedra gris, crujiente
Mira fijamente hacia adentro
donde viejos puntos de referencia se disuelven en la niebla
modifican su forma y cambian de sitio
Y él mira esas manos
¡de quién son!
una piedra que ellas lanzan a un malecón
o Hãndel, Hãndel
que se ha levantado del piano
sin mirarlo a él
deja que la puerta vuelva a cerrarse
Y sólo quedan las manos
usadas prestadas
Como perros callejeros están
por ahí aullando en un páramo desierto
hacia el jueves viernes


9 de abril de 2012

Néstor Perlongher



















Aranda hágame los rulos con la delicadeza de una onda cetrina nívea en su rubor amar el illo el bigudí sujéteme con un papelito disimulado en la tintura de la entretela para erguir el mamotreto del rodete hasta una altura suficiente para espantar las engrupidas junto a mi lecho que no digan que se me bajó el copete siquiera yerta hágalo digno Aranda hágame los rulos no me lo deje entrar al puto de la cabeza contra el piso al que se arrastra como un saurio al que inclina la sien (sus doraditos) frente al primer moreno de la guardia téngame en guardia contra él que mis muchachos son sensibles que no se enteren que ha tocado mis carnes casi necrosadas con esos dedos que han hurgado braguetas en el Rosemarie o en la penumbra del Eclaire que no me chanten al revuelo el revoleo de su anillo en los pasillos populares y sobretodo que no hieda a pobre semen el tocado la redecilla del rodete el tibio tul que ha de velar, una vez tiesa, estas pupilas que han visto desfilar carrozas y las verán desde lo alto de lo más bajo donde muevo la cítara de la multitud Aranda hágame los rulos y disimule las hebillas entre los tropos del cabello para que a quien las encuentre se les disuelvan en las yemas.



Vladimir Holan














Madre


¿Has visto alguna vez a tu vieja madre
en el momento en que te hace la cama,
extiende, estira, remete y acaricia la sábana,
para que no quede ni una sola molesta arruga?
Su respiración, el gesto de sus manos y sus palmas
son tan amorosas
que en el pasado sigue apagando el incendio de Persépolis
y en el presente aplacan ya alguna tempestad futura
en el mar de China o en otro hasta hoy desconocido...



8 de abril de 2012

Orlando González Esteva
















Poesía, vertiginosa
revelación del tintero.
Lotería, reverbero
donde la lima reposa.
Angustia de la tojosa
que planea sobre el agua,
rascabucheo en la guagua,
precaución de la rutina,
resabio de puta fina
que no se quita la enagua.


                ...

Por la oscura guardarraya
que da al monte y no regresa
se ha escapado la traviesa
y menuda Rinquincalla.
Se quedó el pueblo sin saya,
sin para qué los papeles,
la ropa está en los cordeles
y dicen que la muy terca
en vez de cruzar la cerca
se ha dormido en los laureles.




 tomado de Mañas de la poesía, 1981. 




4 de abril de 2012

Joseph Brodsky





















Brise marine


Querida, a última hora de la tarde puse un pie en la calle  
 sólo para inhalar el aire fresco del océano nada distante.
 El sol se consumía bajo la ceniza como un abanico chino en una galería
 y una nube levantaba su párpado inmenso, como un Steinway.


Hace un cuarto de siglo morías de antojo por los dátiles y el curry del Senegal,
probabas tu voz para la escena, abocetabas perfiles en un bloc.
Coqueteabas conmigo, pero más tarde te amalgamaste con un ingeniero químico
y, a juzgar por tus cartas, te volviste bastante imbécil.


 Te han visto en los últimos tiempos en iglesias de la capital y de provincia,
 en funerales de nuestros amigos y conocidos, ahora incesantes.
 Así y todo, me alegro de que el mundo augure todavía
 distancias más inconcebibles que la que nos separa.


 Entiéndeme bien: tu cuerpo, tu gorjeo, tu segundo nombre,
 ya casi no despiertan nada. No es que hayan dejado de echar brotes;
 pero para olvidar una vida un hombre necesita, al menos,
 otra vida más. Y yo he gastado mi cuota.


 También tuviste suerte: ¿en dónde, si no en una foto,
 seguirás siempre sin arrugas, ágil, cáustica, vivaz?
 Al dar de cara con la memoria, el tiempo se entera de su impotencia.
 Marea baja: fumo en lo oscuro y respiro hediondas algas. 






Del libro So Forth
Versión del original en inglés de José Luis Rivas



Maylén Domínguez





















Quisiera estar en un sitio hecho de cosas que no recuerden nada,
inaugurarte
sin este ruido en el pecho
ni los rencores que ahuyentan al amor.
Ingenuo diste la coordenada que pretendí ignorar,
mi horror a ver los motivos milenarios,
tu estela pasada y recurrente,
la consecuencia de tu debilidad
siempre abocándose.
Quisiera estar donde nada me ensombrezca.
Pero tendría que hablarte,
de cualquier modo,
para que asistas a ver lo que en mí crece
cuando soy cálida al fin.
Si fuera dulce y tenaz mi idolatría,
si fueran justos mi voz, mi ardor,   
mi acento,
y no un embozo de la desesperanza,   
un canto fatuo
que lanzo porque vengas a creer en mí,
como que soy la razón,
yo, y no las otras:
sagradas, milenarias,
que te conducen al sueño elemental,
la vida elemental.
Qué sería de mí, torpe y silente,
cómo se harían mis noches insulares
sin este canto que abriga a algún dolor,
aunque no salva,
sin este grito, que puede adoctrinarte
desde su fondo rabioso y aterido.